Por Jorge Sánchez Cordero*/ Proceso
A Eduardo Matos Moctezuma
A la dureza del entorno, los naturales enfrentaron la represión secular del Estado mexicano, que los despojó de sus tierras y reservas de agua, por lo que en 1840 se insurreccionaron. Ocho años después, el Tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848 tuvo efectos inesperados para las comunidades de la región, pues dividió artificialmente a muchas, entre ellas a los tohono o’odham, distribuidos entre el estado mexicano de Sonora y el estadunidense de Arizona.
El vasallaje que se les impuso desde la Colonia fue la constante en Sonora, y los despojos continuaron en el siglo XX: criollos apoyados por el ejército mexicano los desplazaron a Caborca, Pitiquito y Sonoyta.
El presidente Plutarco Elías Calles se propuso mitigar las tensiones sociales en la región, y con ese propósito creó el ejido Congregación del Pozo Verde. Más tarde, en las décadas de los setenta y ochenta, se les restituyeron sus tierras a las comunidades de Quitavac, Pozo Prieto, San Francisquito y Las Norias.
A finales del siglo XX un grupo de arqueólogos adscritos al Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, realizó trabajos de prospección en Quitavac, municipio de Plutarco Elías Calles, de donde exhumaron y retiraron una osamenta. Esta comunidad reaccionó ante el ultraje perpetrado por el equipo francés y, como consecuencia de ello, en noviembre de 1992 una orden judicial le ordenó al Estado mexicano restituir la osamenta para volverla a inhumar conforme los ritos y tradiciones del pueblo ofendido (David Hurst Thomas).
Versiones de la época respecto de la labor arqueológica son contundentes (Luis Vázquez León): se llegó a argumentar que sólo bastaba la autorización del Consejo de Arqueología para llevar a cabo investigaciones “sin necesidad de consulta alguna con los descendientes de las poblaciones nativas. Como todos somos mexicanos, no existe la noción de territorio tradicional, sólo es cuestión de ética lo que guía una diferente actitud social” (Ari Rajsbaum).
Este precedente ilustra las fuertes tensiones que han existido en México entre las autoridades gubernamentales y las comunidades indígenas, que perciben a los arqueólogos como instrumentos de profanación de sus ritos y tradiciones, en tanto que aquellos alegan que debe privilegiarse el progreso científico. La primera postura reivindica la preservación del patrimonio cultural, y la segunda la importancia de la investigación científica. Dos aproximaciones radicalmente distintas.
La referencia inmediata empero es el código de ética de la Asociación Americana de Antropología (AAA por sus siglas en inglés) aprobado en junio de 1998, el cual dispone que todo proceso de investigación debe aportar un beneficio a las comunidades concernientes, pero sin provocarles daño alguno (Capítulo III A).
El sureste mexicano
Ahora, en el otro extremo de la República, el programa de desarrollo para el sureste propuesto por el gobierno federal induce a nuevas reflexiones. A diferencia del altiplano, las ciudades coloniales del sureste no se erigieron sobre los sitios arqueológicos; he aquí una disimilitud sustancial. El proceso de colonización en la zona careció de uniformidad, pero con un común denominador: la subversión de los códigos culturales de comportamiento maya y la extirpación de sus ritos y tradiciones mediante la imposición religiosa y el vasallaje.
Basta leer los Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán (1843) de John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood en torno a la Hacienda de Uxmal, cuyo propietario era Simón Peón, para dimensionar la servidumbre impuesta a la población maya. La pluralidad de lenguas y de expresiones en el sureste del país se constituyeron en una vasta amalgama cultural. Prevalecen manifestaciones regionales tan variadas como la plegaria Ch’a Cháak, en el Mayab contemporáneo, destinada a las deidades de la lluvia (Mario Humberto Ruz) o la invocación, antes del plantío, a los espíritus de las montañas y de los valles (Zuultaq’a), que se observa en el Departamento de Alta Vera, Guatemala, colindante con Chiapas (Patricia A. McAnany).
Con la finalidad de comprender las culturas mayas se ha pretendido crear una narrativa única de continuidad del pretérito que sin duda facilitaría la analogía y, con ella, esa comprensión. La enorme diversidad lingüística en la región desafía empero la tesis de una cultura maya monolítica y perenne (Evon Zartman Vogt Jr. 1918-2004).
Ante esa heterogeneidad, las culturas mayas se han transformado con el paso del tiempo, y la invocación a la antigüedad se emplea como un vehículo de afirmación de identidad y dignidad; se recurre pues a la antigua cultura maya como una sinécdoque, con el propósito de elaborar una identidad contemporánea, como bien lo expresa el autor maya Raxché Demetrio Rodríguez Guaján.
En el siglo XX, la formación del proyecto nacional tuvo un carácter esencialmente urbano y elitista; una de sus consecuencias es que dejó al margen a las colectividades indígenas iletradas en el español y aisladas en su geografía. Peor aún, el postulado republicano de la igualdad formal de todos frente a la ley invalidó la legislación indiana protectora de las comunidades y fomentó el despojo de tierras. Esta fue una de las causas del conflicto en la región conocido históricamente como Guerra de Castas.
En la actualidad, a la secular dispersión geopolítica maya se agrega la yuxtaposición de regímenes de legalidad de los países que integran a las poblaciones autóctonas.
Por su exotismo y el apetito del mercado de arte, esas culturas han visto proliferar toda clase de estudios acerca de ellas, muchos de los cuales han causado graves perjuicios a su identidad, memoria colectiva y representación. La autora maya Avexnim Cojtí Ren lo ha dicho sin ambages: “Triste y desafortunadamente, la historia de nuestros pueblos ha sido colonizada. La historia de los mayas se ha tergiversado, y les pertenece a otros su narrativa”.
De esta aseveración primaria se derivan consecuencias de gran envergadura, como las que atañen a la representación de las comunidades mayas en un ámbito de evidente fragmentación histórica. Más aún, siguen prevaleciendo los intentos de legitimación de un sistema de conocimiento ajeno por encima del de esos pueblos. Por lo tanto, la interlocución con las comunidades mayas es altamente compleja y plantea desafíos extraordinarios. Esta complejidad resulta extensiva a la observancia obligada de la consulta libre, previa y culturalmente informada.
Los derechos humanos
En efecto, en la actualidad la asociación de los sitios arqueológicos con la narrativa de los derechos humanos plantea una nueva perspectiva, toda vez que las comunidades indígenas han introducido múltiples reivindicaciones, que conllevan interrogantes adicionales en relación con la memoria colectiva y el acceso a los sitios sagrados.
El legado cultural está íntimamente vinculado con la identidad y el territorio; es una categoría neutral que debe favorecer la comunicación y la investigación, descifrar el pretérito y darle significado al presente. Es el resultado de un proceso selectivo; y, más que expresivo, es constitutivo. Ello detona tensiones entre las minorías étnicas y las mayorías dominantes, que se arrogan el derecho de definir y administrar ese legado. La consecuencia natural del ejercicio de este derecho impone interrogantes relacionadas con la guardia y custodia del legado cultural y la percepción respecto de los beneficios económicos que puede aportar el patrimonio cultural tangible (Helaine Silverman y Dede Fairchild Ruggles).
La narrativa que asocia los derechos humanos y el patrimonio cultural ha estado preñada de grandes vicisitudes. En relación a los primeros, su universalismo ha provocado debates vehementes, puesto que esa narrativa expresa valores y fomenta los códigos de conducta occidentales. En este sentido la Carta de Venecia de 1964 (denominada también Carta Internacional para la Conservación y Restauración de Monumentos y Sitios) presupuso que la arquitectura auténtica debía aceptarse de manera universal, y de esta manera determinó los valores de preservación con pretensiones de universalidad. Sin embargo, este documento denota fragilidad y, llevadas sus directrices al extremo, serían suficientes para proveer de argumentos a la cultura dominante para reprimir expresiones culturales minoritarias.
Oriente contrapuso a esa Carta el Documento de Nara, aprobado en Japón en noviembre de 1994, en el cual rechaza que la noción de autenticidad pueda tener validez universal y se exprese en juicios de valor conforme a criterios predeterminados; por lo contrario, considera que el respeto a la diversidad exige que las características culturales sean evaluadas conforme a su contexto intrínseco.
En esa forma, mientras que en Occidente existen cánones para la preservación material, en otros ámbitos el énfasis está en el significado del sitio, en los rituales asociados e incluso en la renovación periódica de su arquitectura. Por su parte, la Carta de Nara privilegia el conocimiento litúrgico del entorno y lo conceptualiza como fuente de identidad.
Durante gran parte del siglo XX la política pública del Estado mexicano fue primordialmente patrimonialista, con el objetivo de impedir el saqueo y latrocinio del patrimonio cultural e introducir un elemento de estabilización, fundamentalmente en los sitios arqueológicos.
Basta mencionar un evento: la década de los sesenta se significó por una rapiña sin precedentes de los vestigios de las culturas mayas, no vista desde la Colonia. Estelas mayas de gran calado fueron amputadas de los sitios arqueológicos en grave perjuicio del patrimonio nacional y del conocimiento universal (Clemency Coggins).
Se ha sostenido que el patrimonio cultural y los derechos humanos están íntimamente asociados y no pueden ser analizados en forma aislada; en efecto, si la arqueología es el estudio de la experiencia humana a través de la historia, el conocimiento de la historia propia es consustancial a los derechos humanos. De ahí que son las comunidades indígenas a quienes les asiste un mejor derecho (Ian Hodder).
Esta aseveración conlleva empero otros cuestionamientos de alta complejidad. Si el énfasis está en los derechos humanos, la discusión se centra en delimitar cuál es la comunidad o grupo cultural a quien le asiste la guardia y custodia del pasado. La discusión se desplaza entonces al ámbito jurídico, pues comporta la determinación del sujeto del derecho. En el sureste mexicano esto es especialmente intrincado ante la pulverización geopolítica de las comunidades mayas.
La arqueóloga Patricia A. McAnany afirma que los sitios declarados como patrimonio cultural de la humanidad revisten aristas que deben ser ponderadas. Aduce que la asociación de esos lugares con los derechos humanos podría exacerbar conflictos relacionados con el acceso a los sitios y los beneficios consecuentes, y también con la apreciación y conservación de los mismos.
A la narrativa cultural se suman otras constataciones. De manera recurrente el Estado atiende en particular a grupos y comunidades a los cuales les atribuye la suficiente legitimidad política para tener una interlocución con ellos. Ante esto, las comunidades indígenas buscan obtener su legitimidad política mediante la reivindicación de su derecho a preservar su identidad y del respeto a sus tradiciones y expresiones culturales.
Por lo tanto, esta legitimidad política les asegura la satisfacción de sus reclamos de identidad y expresiones culturales. Así, el control y la administración del legado cultural y de los sitios resulta para ellas fundamental, pues entraña el reconocimiento simbólico de su identidad cultural y el basamento de su legitimidad política (Laurajane Smith).
Colofón
Una de las premisas del presente análisis destaca una irresuelta contradicción conceptual: si bien los derechos humanos tienen una vocación universal, el legado cultural es temporal y geográficamente específico.
En la actualidad el patrimonio cultural mexicano encarna los valores y bienes de la cultura dominante. Es en consecuencia vertical y retrospectivo, además de proclive a la transmisión de la historia oficial. La memoria colectiva de las comunidades indígenas, minoritarias en el espectro social, libran una batalla para que sus expresiones tengan un reconocimiento igualmente social. En este sentido su batalla es por la emancipación.
La vertiente arqueológica es uno de los principales ejes de nuestro patrimonio cultural, ya que revela la cosmogonía del universo precolombino y está vinculada al sustrato de nuestra identidad. Los argumentos en torno a los sitios arqueológicos, especialmente resultantes de nuevas exploraciones, varían de un extremo al otro; el énfasis oscila entre el sitio y los derechos humanos.
Por una parte, en la actualidad las comunidades mayas no se reconocen en esos sitios arqueológicos. Sin embargo, este argumento se emplea con frecuencia para marginarlas de los proyectos arqueológicos. (Patricia A. McAnany). No obstante, es precisamente la narrativa de los derechos humanos la que, de acuerdo con múltiples precedentes, ha hecho posible la salvaguarda del patrimonio cultural (Ian Hodder).
La experiencia revela que no existe una fórmula general suficientemente efectiva para solucionar las tensiones descritas. Ante ello el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma formula una premisa incuestionable: es el pueblo de México el legítimo propietario del patrimonio arqueológico nacional.
La disyunción entre la universalidad de los derechos humanos y el legado cultural no hace más que reflejar diferentes aproximaciones, que resultan irreconciliables. Es predecible que las tensiones sociales, especialmente en el sureste mexicano, se intensifiquen a raíz del descubrimiento y la exploración de nuevos sitios arqueológicos, con mayor razón si éstos se multiplican y carecen de la aquiescencia y participación activa de las comunidades y grupos culturales de la región.
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Ubicado en el municipio de Ocosingo, Chiapas, El Cayo es un sitio arqueológico que se asienta en la cuenca del río Usumacinta, cerca de lo que fuera Yaxchilán, antigua ciudad de la cultura maya. Ambas zonas se localizan cerca de otro sitio de importancia capital, Piedras Negras, donde la arqueóloga Tatiana Proskouriakoff (1909-1985) realizó estudios y dibujos de estelas que fueron determinantes para el desciframiento del alfabeto maya.
Entre las investigaciones sobre esa cultura destaca el Departamento de Arqueología de la Universidad de Calgary (Calgary) en Canadá, fundado por Richard MacNeish y Dick Forbes, quien fue uno de los pioneros de la antropología arqueológica y cuyos trabajos al respecto han sido de la mayor trascendencia.
En junio de 1997, ante la inminencia de la sustracción ilícita del Altar 4, el arqueólogo australiano Peter Mathews, experto en epigrafía de esa universidad, junto con sus colegas mexicanos Mario Aliphat Fernández, Armando Anaya Hernández y Nazario Magaña, integrantes del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), intentaron trasladarlo a Frontera Corozal, en Ocosingo, Chiapas.
El plan de salvaguarda se elaboró con los auspicios de la misma universidad y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), bajo la supervisión del INAH y como parte del Proyecto El Cayo, en el cual participaron miembros de la comunidad chol o Winik (palabra que significa hombres creados por el maíz). El monolito, de una tonelada, narra las vicisitudes del reino de uno de los gobernantes precolombinos de la región, lo que permite dar una mejor explicación acerca de las culturas mayas ubicadas en la margen del Usumacinta.
Los antecedentes de la zona son sin embargo embrollados: En la década de los setenta el gobierno de Luis Echeverría dotó de tierras a grupos de campesinos, pero lo hizo a expensas de la comunidad chol, a la que despojó de una parte de sus territorios. Estos hechos provocaron que el sitio de El Cayo quedara inmerso en un conflicto ante la dudosa legalidad de los terrenos y la incertidumbre respecto de quienes eran sus dueños legítimos.
Los investigadores fueron intimidados por lugareños armados que habían logrado afincarse en el lugar e impidieron la remoción del monumento, por lo que tuvieron que emprender la huida en condiciones dramáticas.
La prensa internacional y la literatura especializada extranjera dieron cuenta del suceso. El reputado mayista Michael D. Coe, de la Universidad de Yale, lo calificó como uno de los mayores desastres de la arqueología del Nuevo Mundo (Angela M.H. Schuster).
Ante la reacción de la comunidad internacional, se propalaron toda clase de versiones exculpatorias; una de éstas sostiene que el altar fungía como referencia limítrofe y que por ese motivo integrantes de la etnia chol impidieron su desplazamiento (Anne Pyburn). Otros lugareños llegaron a exigir que la pieza fuera sepultada con concreto, lo que, junto con las protestas de la comunidad chol solidaria con el rescate, se entendió como una evidencia de que los agresores no pertenecían a esa etnia (Patricia McAnany).
A raíz de estos hechos, el jesuita de origen belga Jan de Vos (1936- 2011), otro de los grandes expertos en la cultura maya de la zona, concluyó de manera terminante: “No puede realizarse ninguna investigación arqueológica sin una consulta previa e informada con las comunidades indígenas y sin que éstas participen en la toma de decisiones”.
La UNESCO
A la Convención de la UNESCO de 1972 sobre la protección del patrimonio mundial cultural y natural (Convención del Patrimonio Mundial), de la que México es parte, debe agregarse ahora la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DNADPI), aprobada en septiembre de 2007, y la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DADPI) de junio de 2016. En el caso mexicano se debe incorporar adicionalmente el Convenio 169.
La DNADPI y la DADPI comportan un carácter terapéutico de origen, ya que intentan revertir las arremetidas sistémicas y de discriminación que han experimentado secularmente las comunidades indígenas. Ambas se agregan a los instrumentos internacionales de derechos humanos y configuran una amalgama de principios y de derechos en ámbitos tan diversos como el histórico, cultural, social y económico de las comunidades indígenas.
Un análisis superficial concluiría que las dos Declaraciones son someras, pero no es así. Si bien en apariencia no son vinculantes, su estrecho vínculo con otros mecanismos internacionales las entrevera en el derecho internacional consuetudinario. Más aún, forman parte de este último los derechos relativos al reconocimiento y preservación de la identidad cultural de las comunidades indígenas (International Law Association).
Ambas Declaraciones, pues, distan mucho de reducirse a una retórica estéril. En el caso de la DNADPI, las agencias especializadas de la ONU promueven su aplicación y efectividad; de esta manera, el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas –órgano asesor del Consejo Económico y Social (ECOSOC por sus siglas en inglés)– ha urgido a la UNESCO para que contribuya a que las comunidades indígenas participen en el Comité Intergubernamental para la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de Valor Universal Excepcional (Comité del Patrimonio Cultural). Éste, junto con el secretariado ad hoc, administra la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial, a la cual se le dotó de una estructura intergubernamental que la provee de un grado significativo de autonomía gobierno, lo que le permite sustraerse con frecuencia a la política general de la UNESCO.
De igual manera, el Mecanismo de Expertos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU (EMRIP por sus siglas en inglés) consideró que en múltiples ocasiones las comunidades indígenas resultan damnificadas por las políticas de conservación del legado cultural, cuando es a ellas a quienes les asiste el derecho primario de la salvaguarda, transmisión y revitalización del patrimonio cultural y natural que se ubica en sus territorios.
El Relator de la EMRIP postuló que la DNADPI y sus directrices operativas configuran el marco general para la nominación y administración de ese patrimonio. Por ello, exhortó al Comité respectivo a implicar en ello a las comunidades étnicas y pugnar por su derecho a la consulta libre, previa y culturalmente informada. Más aún, conminó a éstas a participar en la toma de decisiones que les atañen, como un corolario de su derecho a la autodeterminación.
Esta tendencia ha obligado a la Conferencia General de la UNESCO a admitir la existencia de un nuevo consenso internacional en lo concerniente a la perspectiva y significación de los derechos culturales, en las cuales fulguran las aspiraciones de las comunidades indígenas. Su fundamentación quedó acreditada con la DNAPDI y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. De ahí el requerimiento de la UNESCO a todas sus instancias de gobierno para implementar mecanismos que asegurasen la participación plena y efectiva de las comunidades étnicas en aras del control, salvaguarda y desarrollo de su legado cultural.
La conjunción de la DNAPDI y el Convenio 169 con la Convención del Patrimonio Mundial revela sinergias, pero también conflictos irreductibles provenientes de los reclamos de las comunidades indígenas, que reivindican para sí una sola prestación de principio: la prevalencia de la narrativa de los derechos humanos. Esta última las ha impulsado a reclamar incluso que la lista del patrimonio mundial sea auditada, específicamente en lo que respecta a los sitios ubicados en sus territorios. Además, han apremiado al Comité del Patrimonio Mundial para tener en él una representación adecuada.
Ante la magnitud de los reclamos, finalmente el Comité del Patrimonio Mundial integró en las Directrices prácticas para la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial (Directrices Prácticas) un exhorto a los Estados nacionales para que asegurasen la participación de las comunidades locales, a las que consideró copartícipes –“socias” en la salvaguarda del patrimonio mundial, como las llamó eufemísticamente. En lo que corresponde al patrimonio cultural y natural de la humanidad, incorporó el rubro de paisaje cultural, en una concepción que abarca obras conjugadas del ser humano y de la naturaleza.
Para atemperar su postura el Comité del Patrimonio Mundial adoptó en el 2007 una estrategia global para hacer efectiva la participación de las comunidades indígenas en la implementación de la Convención del Patrimonio Mundial, y en el 2011 exhortó a los Estados miembros a sumarlas en las tareas de nominación, administración y salvaguarda de los sitios que figuran en la lista del patrimonio mundial. Las Directrices Prácticas empero continúan incólumes.
La narrativa de los derechos humanos presenta por consecuencia grandes desafíos en lo que corresponde a la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial. Sobre ésta las comunidades indígenas han sostenido que una de sus deficiencias ha consistido en la promoción de la diversidad y del pluralismo cultural. Más aún, sostienen que esta Convención postula una dinámica colonialista a través de una asimilación e integración forzadas. En este contexto la narrativa de los derechos humanos ha sido de gran trascendencia en la salvaguarda de la integridad cultural de las comunidades indígenas.
La vindicación es clara: si bien el patrimonio indígena forma parte del patrimonio cultural y natural de la humanidad, de ahí no debe colegirse que se le asuma como un patrimonio común cuyo uso y goce le pertenezca a toda la humanidad, pues existe el recelo de que con ello se sustraiga al control de la propia comunidad.
El empecinamiento en el Comité del Patrimonio Cultural ha sido proverbial; su incesante retórica en la defensa de los derechos humanos queda contradicha por el proceso evolutivo de las Directrices Prácticas, cuya adaptación ha sido lenta y ha estado plagada de obstinaciones. Los esfuerzos de las etnias tuvieron un impulso significativo en la reunión del Comité del Patrimonio que sesionó en 2007 en Christchurch, Nueva Zelanda, bajo la presidencia de Tumu Te Heuheu, jefe de la tribu maorí Ngati Tuwharetoa de ese país y primer indígena que lo encabezó; durante su presidencia se propuso la creación de un Comité de Expertos del Patrimonio Mundial de las Comunidades Indígenas (WHIPCOE por sus siglas en inglés).
La narrativa de los derechos humanos plantea enormes desafíos e interrogantes. En virtud de que la UNESCO es un organismo especializado de la ONU compuesto exclusivamente por Estados nacionales, las comunidades indígenas quedan por lo tanto excluidas de la toma de decisiones; esta realidad se ha empleado como argumento para legitimar el rechazo explícito a la redacción de instrumentos internacionales, entre éstos la Convención del Patrimonio Mundial y de sus Directrices Prácticas.
Las inconsistencias son tan rotundas como sorprendentes. Estas Directrices se reducen a una mera excitativa para que los Estados involucren a las comunidades indígenas. En contraste, la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial del 2003 preceptúa esta participación con carácter imperativo.
Los precedentes
En 1988 Australia registró en la lista del Patrimonio Natural de la Humanidad de la UNESCO los Trópicos Húmedos de Queensland, situados en la costa oriental de ese país, por su importancia natural. No obstante, la vertiente cultural quedó excluida. En ese entorno habita una población aborigen que se considera como la cultura más antigua de selva tropical, que data aproximadamente de hace 40 mil años. Tiempo más tarde, este grupo se inconformó y pidió su reclasificación bajo el rubro de paisaje cultural viviente.
En Kenia, el gran sistema de lagos conformado por las cuencas Bogoria, Nakuru y Elmenteita fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 2011 a solicitud del gobierno de aquel país. Sin embargo, el pueblo Endorois se sintió ultrajado por la medida y recurrió a la Comisión Africana de Derechos Humanos (Precedente Endorois v. Kenia). Ésta sentenció que Kenia había transgredido los derechos culturales de esa etnia, pues a raíz de la declaratoria mencionada se les impedía a sus miembros el acceso para realizar ahí sus ceremonias religiosas y culturales. Y, más grave aún, determinó que se había ignorado su derecho a una consulta previa, libre y culturalmente informada.
Lo relevante de este caso, entre otras aristas, es la colisión entre una decisión del Comité del Patrimonio Cultural, la decisión unilateral de un Estado miembro y la flagrante transgresión a los derechos humanos de una comunidad indígena.
Al fallo de la Comisión Africana de Derechos Humanos se suman otros de gran valía, como el relativo al Parque Nacional Kakadu de Australia, provisto de una inmensa variedad de ecosistemas y a cuya riqueza natural se añade la cultural. El área contigua de Koongarra había quedado excluida de la declaratoria; la razón: en ésta se había localizado un importante yacimiento de uranio, lo que suscitó fuertes expectativas económicas.
Finalmente, en junio de 2011 esta zona fue agregada al parque nacional y quedó sujeta a la legislación protectora australiana del patrimonio cultural de la humanidad. Con ello se salvaguardó la riqueza cultural y natural de la región y, más importante aún, el entorno de las comunidades aborígenes que la habitan.
El activismo
La militancia de las comunidades indígenas en defensa de sus derechos se ha incrementado en los últimos tiempos. En junio de 2013 se reunió en Alta, Noruega, la Conferencia Preparatoria Mundial de los Pueblos Indígenas para elaborar un texto, el Documento de Alta, que hubo de aprobar íntegramente la Conferencia Mundial sobre los Pueblos Indígenas celebrada en la ONU en septiembre de 2014.
En ese documento, respaldado por el gobierno de México, se hizo un enérgico llamado al Comité del Patrimonio para que modificara las Directrices Prácticas, a efecto de hacer prevalecer los derechos culturales de las comunidades indígenas, entre ellos el relativo a nominar, designar, administrar y controlar los sitios del patrimonio mundial comprendidos en sus territorios.
En esa conferencia los Estados parte, entre ellos el mexicano, asumieron la obligación de establecer, de manera conjunta con los pueblos indígenas interesados, mecanismos justos, transparentes y eficaces para el acceso a objetos de culto y de restos humanos en los ámbitos nacional e internacional, así como a la repatriación de los mismos.
La política del Comité del Patrimonio Mundial confronta los fundamentos de la Carta de las Naciones Unidas –que postula la promoción del respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales para todos sin distinción de raza, sexo, lengua o religión (artículo 1.3)– y los de la propia UNESCO, en los que el respeto universal a los derechos humanos es uno de sus principios cardinales (Artículo1 de la Carta Constitutiva).
Por lo anterior, la interpelación al Comité del Patrimonio es terminante, toda vez que éste debe proveer de transparencia y acceso a la información para permitir el acceso público a la nominación de los sitios postulados como patrimonio cultural y natural de la humanidad, así como restituir los derechos culturales de las comunidades étnicas en aquellos sitios situados en sus territorios y que hayan sido inscritos en la lista del patrimonio mundial. El predicado de sus derechos culturales es extensivo; no solamente se constriñe a sus costumbres, lengua, y valores espirituales, sino a sus expresiones culturales, al conocimiento tradicional y a su transmisión intergeneracional.
Epílogo
Las obligaciones del Estado mexicano en la materia analizada aquí son incontrovertibles: a las asumidas en los foros de las Naciones Unidas deben agregarse las regionales, en específico las previstas en la DADPI, que lo compele no solamente a observar el derecho a la consulta previa, libre y culturalmente informada, sino a obtener previamente la aquiescencia de las comunidades indígenas. La jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha refrendado recurrentemente este criterio.
En abono de lo anterior, los grupos étnicos han sostenido una y otra vez que tienen sus propias estructuras y prácticas políticas, económicas, sociales y culturales para la salvaguarda de su identidad y legado culturales, las cuales deben permanecer al margen de interpretaciones dominantes colonialistas.
Los Acuerdos de San Andrés Larráinzar sobre Derechos y Cultura Indígena (1996), de cumplimiento obligatorio, tampoco dejan lugar a dudas. Por su parte, la recomendación al INAH es incuestionable y se resume en una premisa: respeto absoluto a los derechos humanos asociados íntimamente a la integridad de los sitios y las expresiones culturales (Acuerdo 3.2 Acciones y Medidas para Chiapas. Compromisos y propuestas conjuntas del Estado y Federal y el EZLN).
El contexto es claro: el indigenismo en México se ha significado por intentar homogeneizar a los pueblos indígenas; implicó una integración selectiva en la conciencia nacional a través de la idealización de las expresiones y sitios culturales, que se desarrolló al margen de los grupos originarios. La creación de una estructura burocrática externa y no menos autoritaria terminó por imponerse a los intereses de las comunidades indígenas mexicanas.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.