El lunes próximo se cumplen 30 años de la rebelión zapatista en Chiapas. El Año Nuevo de 1994 nos enteramos que guerrilleros chiapanecos habían tomado San Cristóbal de las Casas, Ocosingo y otros puntos del Estado. La embestida le arruinó al Ejecutivo los festejos por el inicio del Tratado de Libre Comercio.
Fue insólito: Unos indígenas declararon la guerra al Gobierno aduciendo motivos justos y razonables. Para la mayoría la revuelta tenía un fondo de razón pues la población originaria había sido excluida desde antiguo.
En los siguientes días vimos por televisión al ejército atacar posiciones en la montaña, matar a indígenas armados con palos en el mercado de Ocosingo, usar la fuerza aérea para bombardear trincheras del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y embestir contra vehículos que transitaban por los Altos de Chiapas.
Hubo entonces una reacción ciudadana de la que mucho aprendimos: Se sucedieron protestas, mítines, desplegados periodísticos y muestras de solidaridad que insistían en que dejaran las armas y se sentaran a parlamentar una paz urgente. Fue una movilización que demostró que muchos nos oponíamos a la guerra y la masacre posible. Luego se nos sumaron, en todo el globo, manifestaciones similares que señalaban que en Chiapas se necesitaba justicia y paz, no guerra.
Salinas tuvo que contener la embestida militar y establecer pláticas para intentar una “paz con justicia y dignidad”. Hubo varios intentos de diálogo, en la Catedral de San Cristóbal bajo la mira de don Samuel Ruiz, su obispo, y después el “diálogo de la selva”; más tarde, con la intervención de la Comisión de Concordia y Pacificación, en las pláticas de San Andrés Larrainzar se planteó una conversación dividida en seis mesas temáticas sucesivas, las de Derechos y Cultura Indígena, Democracia y Justicia, Bienestar y Desarrollo, Conciliación en Chiapas, Derechos de la Mujer y Cese de hostilidades.
Cada mesa consistiría en varias sesiones con representantes de Gobierno y del EZLN, y un cierto número de asesores de las partes. Al final se llegarían a acuerdos parciales que se integrarían al Acuerdo Final de Paz con Justicia y Dignidad.
En marzo de 1996 el EZLN me invitó como asesor en la mesa sobre democracia y justicia. No lo pensé demasiado y volé hasta Chiapas interesado y contento por regresar a donde había trabajado por varios años. En San Cristóbal me presenté en una oficina donde comprobaron que era convidado y me dieron un documento para participar en las negociaciones. Me instalé en un hotelito modesto y reencontré con amigos y compañeros de otras lides y mismas inquietudes.
El día comenzaba pepenando un licuado de frutas en la plaza. Luego tomábamos un camión que en una hora nos dejaba en el pueblo y caminábamos entre dos filas de soldados que resguardaban el evento. Presentábamos la acreditación, cruzábamos un detector de metales bajo la mirada adusta de un militar, y arribábamos al recinto: Una escuela rodeada de mujeres indígenas que funcionaban como cinturón de protección. Los asesores ocupábamos un ala de la tienda de campaña situada en la cancha de basquetbol. En el otro lado estaba la delegación del Gobierno, luego la Comisión Nacional de Intermediación, presidida por don Samuel, y, enfrente, los representantes del ejército zapatista.
Ahí se discutían, analizaban y redactaban las propuestas. A mediodía un grupo de estudiantes ofrecía a precios razonables, comidas corridas: Arroz, guisado y un altero de tortillas.
Los trabajos se suspendían a las 6:00, pues la delegación gubernamental no aceptaba alargar las sesiones. A esa hora tomábamos el camión a San Cristóbal.
Por las noches nos juntábamos en alguna fonda a tratar de entender el rejuego que se perfilaba y cenar algo. Eran pláticas sabrosas con amigos que la vida volvía a reunir y nos sentíamos satisfechos de ser parte de ese esfuerzo.
Varias veces asistimos hasta que la delegación gubernamental anuló el diálogo y se cayó en una tregua precaria que perdura tres décadas más tarde.