Por Ernesto Camou Healy
Miguel Hernández fue un poeta español que vivió la guerra civil y murió en la cárcel de Alicante tras haber sido sentenciado a 30 años de prisión por su participación como comisario en las fuerzas republicanas. Pasó su infancia en Orihuela, al Este de Murcia, donde estudió la primaria y empezó el bachillerato, pero una orden de su padre lo sacó de la escuela y lo puso a pastorear el rebaño de cabras que poseía la familia.
Miguel partía todas las mañanas al monte, vigilaba el hato, y se dedicaba a leer poemas y libros que cargaba en su morral. Eventualmente, comenzó a escribir su poesía y conseguía que el sacerdote de su parroquia los pasara en limpio en la máquina de escribir del templo. Cuando pudo compró una portátil, que subía en su alforja y le permitía escribir en esos largos días de atención a la manada.
Poco a poco fue logrando publicar algunos poemas y darse a conocer en los círculos literarios. En un momento fue a Madrid y conoció a varios escritores que apreciaban sus poemas. Trabajó como conserje y vivió pobremente en un cuartucho prestado a cambio de su trabajo. Ahí publicó su primer poemario; Perito en lunas, y pudo acceder a empleos un poco mejores remunerados, y alternar con figuras de las letras en español como Pablo Neruda y Vicente Alexaindre.
Publicó El rayo que no cesa, en honor a Josefina Manresa, su mujer, y poco después estalló la guerra civil. Miguel se unió al ejército republicano que luchaba contra el régimen golpista de Franco. Llegó a ser comisario político en el quinto regimiento, y eso le valió la condena a muerte cuando el franquismo venció a las fuerzas defensoras de la República. La intercesión de varios amigos logró que conmutaran su sentencia por otra de 30 años de prisión en Alicante, donde escribió, entre muchos textos, Las Nanas de la Cebolla, bello poema al hijo recién nacido.
Las condiciones en la prisión eran extremas: Lo habían condenado al encierro y le añadieron el maltrato intenso a su pena. Murió de tuberculosis en 1942, a los 32 años de edad. Su poema Guerra en Cancionero y romancero de ausencias (19381941) retrata los horrores que desencadenan estos conflictos bélicos, entonces y ahora también…
Guerra Miguel Hernández
Todas las madres del mundo, ocultan el vientre, tiemblan, y quisieran retirarse, a virginidades ciegas, el origen solitario y el pasado sin herencia. Pálida, sobrecogida la fecundidad se queda.
El mar tiene sed y tiene sed de ser agua la tierra. Alarga la llama el odio y el amor cierra las puertas. Voces como lanzas vibran, voces como bayonetas. Bocas como puños vienen, puños como cascos llegan. Pechos como muros roncos, piernas como patas recias. El corazón se revuelve, se atorbellina, revienta. Arroja contra los ojos súbitas espumas negras. La sangre enarbola el cuerpo, precipita la cabeza y busca un hueco, una herida por donde lanzarse afuera. La sangre recorre el mundo enjaulada, insatisfecha.
Las flores se desvanecen devoradas por la hierba. Ansias de matar invaden el fondo de la azucena. Acoplarse con metales todos los cuerpos anhelan: Desposarse, poseerse de una terrible manera. Desaparecer: El ansia general, creciente, reina. Un fantasma de estandartes, una bandera quimérica, un mito de patrias: Una grave ficción de fronteras. Músicas exasperadas, duras como botas, huellan la faz de las esperanzas y de las entrañas tiernas. Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea. ¿Para qué quiero la luz si tropiezo con tinieblas? Pasiones como clarines, coplas, trompas que aconsejan devorarse, ser a ser, destruirse, piedra a piedra. Relinchos. Retumbos. Truenos. Salivazos. Besos. Ruedas. Espuelas. Espadas locas abren una herida inmensa. Después, el silencio, mudo de algodón, blanco de vendas, cárdeno de cirugía, mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel en un rincón de osamentas. Y un tambor enamorado, como un vientre tenso, suena detrás del innumerable muerto que jamás se aleja.
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.