Homenaje a H. Y.
Por Guadalupe Ángeles
Cuando somos jóvenes tenemos la ilusión de ser buenos, creemos que nuestro talento será reconocido y emprendemos acciones que aseguren esto, por ejemplo: una poeta va a ver al editor de un periódico, le entrega algunas muestras de su trabajo y acepta que la lleve en su carro a la parada del camión, ¿verá sus poemas publicados en ese periódico? Probablemente.
Esa acción ha sido el inicio de una serie de muchas que, piensa, la conducirán a ocupar el lugar que seguramente le pertenece por derecho propio.
Años después, en compañía de otro autor igual de joven e ingenuo se acercan a un editor encargado de publicar a “los nuevos valores” quien, al aceptar los manuscritos de ambos no realiza un acto de reconocimiento (o tal vez sí, en algún grado) pues simplemente cumple con su trabajo como burócrata encargado de que el dinero etiquetado se destine a los fines con que el Estado cumple con los jóvenes desde su muy particular función (¿el ogro filantrópico?, algo así, supongo).
A la edad que tengo ahora, muy lejana a la de esa joven poeta, mi actual editor, cuya paga es un masaje a mi ego, me pide que escriba sobre escribir y leer (¿eso era de veras?) y yo, al leer su mensaje, me lanzo, inspirada (ya que al momento de verlo estaba en una biblioteca esperando el inicio de la presentación de una novela) a dictarle a mi teléfono celular una parrafada que se refiere al acto de la lectura y sus implicaciones con el deseo, que no otra cosa ha sido para mí escribir y/o leer: un acto lúdico tan misterioso y fuerte como esas pasiones a las que de continuo se les pretende sacar la vuelta, pues trenzados están en su cuerpo el placer y la duda, esa fatídica sensación de “¿para qué?”; y de ahí quizá que la escritora que soy nunca ha dejado de ser una adolescente, aunque ahora haya tomado la pluma y quiera explicar que esa parrafada solo mostraba una o dos imágenes de alguien que desea tanto leer y escribir que tiene miedo, como cualquier adolescente tiene tantas ganas de vivir que se da de frente con la realidad más de una vez, y por más fuertes que sean esos golpes no desiste de su idea de entregar tiempo y energías a un amor quién sabe qué tan bien correspondido, llega a pensar que eso no importa, lo que cuenta es amar aunque el ejercicio de ese verbo se reduzca al instante en que toma la pluma y escribe en cuadernos escolares su forma de entender la vida: por escrito.
La edad solo da la conciencia de que quizá el texto que se escribe en ese (en este) instante quizá sea el testamento que nuestros deudos leerán con la misma sonrisa condescendiente con que leyeron los poemas o novelas que nos desnudaban demasiado a sus ojos de personas prácticas, prudentes.
Da probablemente también la edad, la certeza de lo inútil de creer en el talento, pues si se tuvo o no, solo el tiempo que dure respirando lo escrito lo dirá. Ya no se sueña con la gloria, el texto escrito (sacado de la nada por el acto mágico del lenguaje) es suficiente regalo, pues da cuenta de que aún se es capaz de poner las ideas en orden, como quien pone un pie delante del otro al caminar, como quien construye una pared así: ladrillo, mezcla, ladrillo (gracias H.Y.*) y se hace así su casa de palabras, único lugar al que se le puede llamar hogar.
* En un taller de ensayo Heriberto Yépez nos contó que trabajar como albañil le enseñó eso: se hace una novela paso a paso, página a página, igual que se hace una pared: ladrillo, mezcla, ladrillo. Este texto es un homenaje a H.Y.