Con 32 años de diferencia, así como hace apenas un año, los sismos del 19 de septiembre han sido tragedias enormes para esta ciudad y, sin embargo, nos han dejado una lección de solidaridad y entereza invaluable.
Por Oswaldo Barrera Franco | Libre en el Sur
Ciudad de México. Al principio se sintió como si un enorme camión pasara frente al edificio. Estábamos acostumbrados a las vibraciones que provocan vehículos pesados al circular por la calle frente al condominio donde vivimos, sin embargo, en lugar de disminuir, la vibración aumentó súbitamente hasta convertirse en una serie de sacudidas que nos tomaron desprevenidos. Se percibía, o parecía percibirse, un ruido sordo que comenzó a abarcar cada rincón de nuestro departamento. En ese momento se activó la alerta sísmica y todo se volvió un caos.
Eran las 13:14 del 19 de septiembre de 2017. Apenas un par de horas antes había tenido lugar el simulacro que se lleva a cabo en esa fecha a raíz del sismo de 1985, hacía justo 32 años, otro fatídico día de septiembre. Una generación después volvieron los gritos de desesperación y el ruido de objetos al caer, el crujir de edificios, los ladridos de los perros, las miradas de incredulidad y miedo en busca de un refugio, real o aparente. Era una cruel ironía, una broma sin sentido de la naturaleza. Al terminar el temblor llegaron los lamentos, las llamadas de ayuda y, de repente, un silencio frágil, premonitorio de lo que vendría más tarde aquel día.
A las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985 me estaba bañando antes de ir a la escuela. Hacía apenas un par de semanas habían empezado las clases y estaba acostumbrándome al ritmo de la preparatoria, a mis nuevos compañeros de salón y a las materias de aquel joven año escolar, el cual se vio interrumpido de forma abrupta cuando la tierra se sacudió con violencia. En el baño de la casa de mis padres noté primero cómo todo comenzaba a oscilar y busqué de dónde asirme cuando el movimiento comenzó a incrementarse. No parecía algo tan brusco, hasta que el vaivén aumentó y luego, como si aquel baño fuera una caja en manos de un gigante, todo comenzó a saltar mientras trataba de entender qué estaba pasando.
Después de varios segundos, la tierra finalmente dejó de sacudirse y pude salir del baño. Mi familia y yo estábamos más sorprendidos que afligidos. A pesar de ello, mis hermanas y yo seguimos preparándonos para ir al colegio, que estaba a unos 10 minutos en auto. En el radio pudimos oír las primeras noticias de lo que había ocurrido: edificios derrumbados, nubes de polvo, incendios y gente bajo los escombros de una ciudad que, decían, parecía haber sido bombardeada. Cuando logramos llegar al colegio, sus fachadas rotas aparecieron frente a nosotros. Ese día, y durante varios más, no habría clases. Apenas comenzaba el horror de las semanas siguientes.
“¡No puede ser, no otra vez!”, pensaba hace seis años mientras bajábamos desde la azotea del edificio a donde habíamos subido, estremecidos, en un intento por escapar de la idea de que tal vez aquél era el último día de nuestra existencia. Ante la sorpresa, no hubo tiempo de reaccionar como hubiéramos esperado hacerlo. El “no grito, no corro, no empujo” de cada simulacro anterior había sido rebasado por aquella repentina violencia que nos sacudió hasta nuestros miedos más profundos. Llegamos al estacionamiento, acompañados de otros vecinos, preguntándonos qué nos esperaba al salir a las calles cercanas y si nuestro hogar podría seguir llamándose así.
En septiembre de 1985, la ciudad era un escenario de pesadilla, en particular en el centro. La gente no sabía a quién acudir frente a la magnitud de aquel desastre, pero poco a poco comenzó a organizarse. A pesar del miedo, del riesgo que implicaba mover cada losa y columna caídas, había que movilizarse para sacar a la gente atrapada bajo ellas. A lo largo de varios días, numerosas brigadas trabajaron en medio de ruinas para sacar cuerpos inertes, pero también a personas que agradecían haber vuelto a nacer. Hubo acopio de víveres y medicamentos, se usó cuanta herramienta se tuviera a la mano, vinieron rescatistas, profesionales e improvisados, de otros estados y países. Había que rescatar la esperanza de una ciudad hecha pedazos.
La movilización, al igual que hacía 32 años, fue inmediata. A tan sólo unas cuadras, en la esquina de Petén con la avenida Emiliano Zapata, cientos de personas llegaron hasta el edificio que colapsó en ese lugar. No hubo forma de acercarnos cuando lo intentamos, ya eran muchos los que buscaban cualquier señal de vida bajo los escombros, incluso en la oscuridad por la falta de luz eléctrica. Tendríamos que ayudar de otra manera, como aquellos que prestaron sus teléfonos para ubicar a algún familiar, quienes se desplazaban en autos y motocicletas para llevar ayuda de un lado a otro o los que abrieron las puertas de sus casas para dar refugio a quienes se habían quedado sin techo. Por nuestra parte, acudimos al albergue en el gimnasio de la alcaldía Benito Juárez, cargamos cajas de medicinas y víveres, preparamos comida para los comederos improvisados y confortamos como pudimos a quienes, al igual que nosotros, lo necesitaban.
Con 32 años de diferencia, así como hace apenas un año, los sismos del 19 de septiembre han sido tragedias enormes para esta ciudad y, sin embargo, nos han dejado una lección de solidaridad y entereza invaluable: cuando es necesario, somos capaces de dar por otros más de lo que hubiéramos imaginado. Una generación después, fueron otros quienes, en medio del caos, se encargaron de apuntalar y mantener en pie esta ciudad. A todos ellos, al igual que a las víctimas de ambos sismos, los recordamos siempre.