Por Jaime García Chávez
Las incógnitas han empezado a despejarse. En muy pocos días se definirán las candidaturas presidenciales más importantes, y quedará en reserva, para un poco tiempo más, el camino que tome Movimiento Ciudadano de Dante Delgado, que pasa por una crisis interna que mengua su fortaleza.
En esa ruta de decisiones trascendentes, la ironía de la historia se ha hecho presente y de manera inocultable, aunque no siempre el común de la gente lo advierta. Una dosis de historia nos puede aleccionar de manera sencilla.
El PRI, fundado por Plutarco Elías Calles en 1929, llegó a su fin de la manera más grotesca que se pueda imaginar: aliado a dos partidos políticos que se fundaron precisamente con el objetivo central de desaparecerlo, por su carácter de aparato de estado, para impedir la presencia o insurgencia ciudadana.
Los priistas, que se autoconcebían como los más excelsos maestros de la política, no han sido capaces de sacudirse el nefasto liderazgo de Alejandro Moreno, el exgobernador de Campeche que tiene deudas por corrupción que se han convertido en hilos para jalarlo desde los aparatos represivos del estado y modular sus decisiones.
El viejo partido elevó a miles de personas a la cima del poder, pero a la precisa hora de ir a un proceso democrático contra el PAN y el PRD, al final se decantó por su ancestral miedo a la democracia, y su abanderada Beatriz Paredes prefirió declinar —ironía de ironías— precisamente ante la postulante del PAN, partido que históricamente lucho por la destrucción del tricolor.
Alejandro “Alito” Moreno y Beatriz Paredes no pasarán a la historia como los líderes partidarios que capitularon tras del fragor de la batalla. No fue así, sino que entraron al refugio que abriga la preservación, así sea mínima, de una partidocracia que se pudrió lentamente y que no inspira la más mínima confianza ciudadana.
Escuché a lo largo de los últimos días que se encontraron benevolentes adjetivos para hablar de Beatriz Paredes: que fue una joven socióloga brillante, que contestó un informe presidencial, que tenía un estupendo manejo de las ideas y el análisis político, que fue dirigente partidaria, Gobernadora, Senadora, Embajadora, en fin, que tenía una historia muy abigarrada de cargos que le daban experiencia y empaque para ocupar la silla presidencial.
Pero a toda esa retahíla de bondadosos calificativos, nunca escuché que se respondiera a una sencilla pregunta, ¿todo ese talento se puso al servicio de qué?, porque la respuesta implicaba hablar del desastre que se inició en su vida con Luis Echeverría Álvarez y terminó con Peña Nieto. En otras palabras, muy capaz, muy preparada, pero al servicio de una hegemonía autoritaria y corrupta.
No hace mucho tiempo sería impensable que una precandidata del PRI entregara la estafeta a una panista, y eso sería una ironía divertida, sino fuera por el gran costo que esta historia ha representado para nuestro país.
El PRD, a su vez, puso otra cuota de ironías. Este partido, con todas las críticas valiosas que se le puedan hacer, surgió a la escena pública para convertirse en un instrumento de la ciudadanía, que auguraba un porvenir democrático que empezaba por reconocer que si los partidos no están enraizados en la ciudadanía, difícilmente pueden jugar su rol, así sea que se conviertan en aparatos de poder y corrupción, como le sucedió precisamente a este partido, al que surgió contra un fraude descomunal realizado por el PRI, Miguel de la Madrid, Manuel Bartlett y Carlos Salinas de Gortari.
Los mariscales del PRD que firman el armisticio con el PAN y el PRI, están encabezados por un antiguo miembro de la Liga 23 de Septiembre, Jesús Zambrano; y como luego dicen, los extremos se tocan, y ahora hace el trío con el PRIAN, con la derecha de raíz neoliberal que desmiente, palmo a palmo, todo compromiso con la izquierda. Se trata de una ironía dolorosa.
¿Ahora qué tenemos? Una visión política anclada en el pasado, una tríada de partidos rencorosamente enemigos entre sí históricamente, que ahora se cobijan en una plataforma en la que tienen muy claro contra quién van, pero no para qué, porque dar respuesta a esto último significa hacerse cargo de una historia de trapacería que va más allá de lo simplemente electoral.
Y la ironía mayor: la lucha será contra la reedición de ese pasado, que hoy ostenta el poder con otra careta.
Pareciera que en toda esta historia el futuro no cuenta para nada.