G. Ángeles: “Estampa”

Por Guadalupe Ángeles

Unos tibios dedos de látex tocan mi hombro, bajan hacia mi brazo y sé que debo despertar, me desprendo de la mano suave y apago el despertador que así me ha hecho llegar a este domingo de 2035.

      Estoy en mi recámara vintage, así la prefiero, le tomé cariño a sentirme en el espacio de mi infancia, a ese lugar con los mismos libros de siempre a la espera de ser leídos, con la ropa que nadie se pondría en esta época pero que yo me atrevo, pese a todo; abro la cortina y no veo las calles de ese tiempo. Es lo oscuro del espacio lo que contemplo, pues mi casa es, como todas, una cápsula suspendida en esto que ya no es la tierra ¿No queríamos el cosmos infinito? Pues ya está.  Y si bien es cierto veo la vieja tierra desde aquí, ya no pertenezco a ella ni me pertenece.

      Reviso el funcionamiento de mi aparato para la sordera y lo incrusto, como siempre, en la incisión que me fue hecha en la mejilla derecha para portarlo sin ideas viejas; ya, se supone, no debo sentirme sorda si nadie sabe que lo estoy, en fin. Por la tarde tendré mi videollamada con mis hermanas, también con mamá, su cerebro fue rescatado antes de que su cuerpo alcanzara una decadencia que la hacía preferir la muerte; fue bueno haberla convencido de quedarse con nosotros a través de ese artefacto que nos permite comunicarnos con ella y más parece un acto de magia que un avance tecnológico, seguro los más viejos pensarán (¿pensamos?) que no hay ninguna diferencia entre magia y ciencia.

     Mi hija también estará, una vez que termine de dictar sus clases, ella imparte esa materia que hoy conocemos como viejo feminismo, una materia que todavía fascina a todas las excéntricas que anhelábamos un mundo mejor y ahora nos acomodamos como mejor podemos en esta sociedad donde compartimos nuestros derechos inalienables con las máquinas que, rara vez, se pueden distinguir de lo que antes era un ser humano (y eso de acomodarnos… ¿alguna vez hicimos algo distinto?).

      En fin, ella estará y por eso los domingos son mi día favorito de todas las semanas que a veces transcurren suave o ásperamente, depende de mi química corporal, según dicen los entendidos.

     Recuerdo que debo enviar el reporte semanal al Comité Central de Decadencia Prerrobótica y lo hago en dos minutos. Haré enseguida una hora de ejercicio, no hay otra manera de revertir la decadencia que habrá de alcanzarme, espero que no tan pronto, pero, eso seguro, inevitablemente… ya veremos entonces que se hará con este cerebro mío.

     Me visto de prisa y solicito sea activado el puente que va de mi cápsula hacia el centro deportivo. Ello me permitirá hacer una breve caminata hacia la cápsula más grande donde ya otros ocupan sus lugares en las caminadoras o bicicletas fijas; yo elijo la alberca y apenas entro en ella sé, si es que alguna vez lo había olvidado, que soy humana (bueno, en casi el cien por ciento de mi estructura corporal).

     Mi hija me enseñó lo que sé del Feminismo, pero hoy solo es historia, a nadie le importa ya si eres hombre, mujer o máquina; la idea, supongo, es ser productivo en el campo en que trabajes, porque a estas alturas el asunto laboral es el eje alrededor del cual giran casi todas las vidas; en cuanto a mí, afortunadamente, debido a mi edad, puedo disponer del tiempo como mejor me guste. Alcancé, por rara fortuna, una jubilación imposible actualmente para otros. 

      Pretendo con mi tiempo dar cuerpo a una vocación cuya primera noción se pierde en los laberintos de mi memoria. Ojalá pudiera escribir novelas de la altura literaria de Shikasta, pero con el empeño actual acaso solo pueda pergeñar un volumen de memorias que solo habrá de interesar a los melancólicos que sueñan todavía las batallas libradas en el corazón de ese espléndido animal hoy muerto: el mar. No logro acostumbrarme a este hecho, equivalente a la muerte de alguien muy amado. Me cuesta trabajo pensar que no hay ningún océano ya.

      El cambio climático arrasó con aquellas hermosas masas de agua que siempre imaginamos serían eternas. De hecho, más de algún científico creyó ver en los pastos marinos la salvación de la naturaleza en su totalidad; sin embargo, cuando se iniciaban las investigaciones destinadas a la mejor manera de aprovechar tal descubrimiento, las increíblemente extremas temperaturas absorbieron todo mar; algo que ninguna mente, por más afiebrada, pudo imaginar. El mal estaba hecho, en cosa de cinco años los paraísos antes tan deseados por los burócratas de todo el orbe pasaron a ser tristes reliquias aptas solo para provocar inmensa tristeza; el rito antes tan precioso y preciado de liberar tortugas de madrugada se convirtió en un mito que los más jóvenes creen es un invento de viejos decadentes.

      Mentiría si dijera que no disfruté mi hora de nado libre; siempre ha sido fácil para mí extraer placer de toda experiencia.

      Recuerdo que cuando todavía nos movíamos sobre la superficie de la tierra un simple paseo sobre la hierba de un camellón me resultaba agradable, o mirar a la gente que caminaba despreocupada. Ninguno de nosotros imaginó que en tan pocos años tendríamos que adaptar el entorno, más allá de la tierra, para seguir siendo humanos, sea esto lo que sea.  

     No nos creímos que sería tan difícil distinguir a un ser humano de estas máquinas magníficas que andan entre nosotros con gracia infinita. Descubrimos tarde que era dioses buenos los árboles pues ¿cómo no iban a serlo si transformaban el veneno que producen los motores en oxígeno? Lamentablemente, pocos fueron en su momento buenos ecologistas, aunque todos soñábamos con vivir cerca de un río o a la orilla del mar, ese milagro muerto, del que tantas veces se cantó que era como el útero, por eso nuestro amor, por eso nuestra paz al entrar en él, y ciertamente, esa paz es otro nuevo mito, desconsuelo de enemigos de la farsa llamada civilización, que bajo ningún juramento humanitario logró convencer de detenerse a sus perpetradores cuando era tiempo todavía, antes de entrar al laberinto donde aprendimos que así hiciéramos diez mil veces la misma pregunta, no por ello se transformaría en respuesta. Siempre lo tuvimos presente, siempre… “¿de veras destruimos nuestro jardín?” Atendimos, sin embargo, a cuestionamientos que se antojaban quizá más sofisticados, deslumbrados como estábamos por los avances tecnológicos; tan atentos estuvimos a la maravilla que frente a nosotros iba creando un mundo no humano, que fuimos capaces de declarar sin ningún empacho: “Este es el momento en el que la máquina se convierte en el hijo del hombre gracias a la aplicación de los principios básicos de la psicología ¿O no Pavlov?” ¿Cómo se supone que ve un Dios? Es el autor omnisciente balanceándose entre la piedad y la burla. Claro, queremos pensarlo así, para no salir tan mal librados de esta aventura absurda en la que nos creemos dioses todavía, qué ilusos. Desesperados animalillos que juegan a pararse derechos y creen que ver el sol sin miedo algo hace (ese anhelo de transformación, ese deseo de ser alguien que no se es ¿a todos nos pasó?) Con la ciencia creímos matar la muerte y probablemente solo logramos dar muerte al raciocinio, a la lógica, a lo más profundamente humano que ya nadie sabe qué es.

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