Bellinghausen: Robbie y los muchachos de La Banda

Por Herman Bellinghausen

Para quienes seguíamos a The Band desde Music From Big Pink y el segundo álbum (el sepia, homónimo, saludado con una portada por la revista Time en enero de 1970, algo inusitado entonces), la experiencia auditiva no se comparaba con ninguna otra. Por muy asociados a Bob Dylan que vinieran (y a quien honraban con buenos covers), de hecho no se parecían a él, ni a nadie. Su sonido poseía una pureza, una exactitud que traducía virtuosismo y honestidad. De algún modo, era la banda perfecta, por eso no tenía otro nombre que El Nombre.

El quinteto canadiense-estadunidense fue compacto. Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y Robbie Robertson protagonizan un capítulo irrepetible en la historia del rock. Cantando historias rarísimas de la guerra civil en tono sureño, de esclavos negros, cuatreros mexicanos y texanos, baladas tristes, carnavales y peleas de cantina a través de una geografía de western lírico, sus recuerdos se volvieron nuestros. Barbones y sombrerudos, con vocalizaciones en armónica ironía y simpáticas caras de duende vagabundo, quién no los iba a querer.

Robbie Robertson (Toronto, 1942-Los Ángeles, 2023) es el núcleo nervioso. Si bien de voz brilla por su ausencia en un grupo de voces, suyas son las guitarras más atrevidas y las canciones, suya la idea del conjunto. A la larga, eso determina el fin. Su ciclo va de 1967 a 1976, aunque la historia comenzó antes y ya venía cargada de emoción y aventura.

A principios de los años 60, el canadiense Ronnie Hawkins ejercía un r&b descocado y libre. Casi adolescente, Robbie se le pegó y su talento pronto se hizo prominente (como ocurría a Steve Winwood en The Spencer Davis Group). Por entonces comienzan sus asociaciones con Helm y Manuel, hasta que en 1965 conforman los nuevos Hawks sin Hawkins, alineación de tugurio y talón.

Mientras tanto, algo lejos, en Nueva York y Newport, el famoso Bob Dylan destroza corazones al abandonar el folk y el country por un crudo sonido eléctrico que aturde y enfurece a sus seguidores. Lo acusan de venderse al rock, cuando en realidad lo está reinventando. Lo que resultó, hoy sabemos, fue el mejor Dylan de la historia, entre 1965 y 1966, con su famosa primera trilogía; más adelante la crítica identificaría otras. Los intérpretes que acompañan esas grabaciones históricas no soportaron lo que propiciaban sus conciertos. Al Kooper llegó a confesar que no quería que lo mataran. Lo mismo el prodigioso pero frágil Mike Bloomfield.

Dylan se encontró sin grupo para su gira europea. Se había conocido y entendido con Robbie, así que viajó a Toronto, reclutó a los incombustibles Hawks y los embarcó en la gira más confrontada con el público en la historia. En Inglaterra las amenazas fueron de muerte. Filmada esa experiencia por el insustituible DA Pennebaker, vemos a la futura Banda en plena guerra, con Dylan al piano, la armónica y las provocaciones, y las guitarras de Robbie, Danko y Manuel ajusticiando musicalmente a la audiencia que rebosó el Albert Hall un año antes de Un día en la vida de los Beatles.

Al regreso a Estados Unidos, Dylan se dio en la madre yendo en moto y salió de cuadro. En tanto, los Halcones se reagruparon en la colonia bohemia de Woodstock, en el norte del estado de Nueva York, para tocar y componer en una gran casa fea color de rosa donde produjeron su primer disco. Recuperado, Dylan los siguió al exilio interior y, siendo vecinos, crearon un mito: las cintas del sótano, The Basement Tapes, que inauguran la piratería (bootleg). Un borrador prodigioso. Al respecto escribe el historiador Greil Marcus: Salida de alguna extraña dislocación de arte y tiempo, su música resultaba transparente e inexplicable. Hoy se han remasterizado las grabaciones y se conocen al detalle las improvisaciones de ese verano de 1967. En pleno Summer of Love, Dylan se desmonta (a decir del historiador Mike Marqusse), se aleja de la experimentación en boga y se pone ranchero y minstrel (juglar). Como siempre, sólo por molestar.

Bob y Robbie componen, parafrasean, se roban entre sí y dejan puesta la mesa para lo que seguiría en sus carreras respectivas, por caminos divergentes pero familiares. Marcus recrea el periodo en Invisible Republic (Henry Holt and Company, 1997). Borrachos de ideas, Robbie recordaba que Bob llegaba diario con algo nuevo, no se sabía si suyo o robado de la tradición. Curiosamente, sólo hasta 1974 grabarían un álbum juntos, quizá por el gusto nostálgico de hacerlo: el diamantino Planet Waves.

Las cosas se precipitan. Para 1976 Robbie está cansado de La Banda, de conciertos en estadios, alcohol, drogas y obligaciones contractuales. Elige a Martin Scorsese para una magna despedida: El último vals, primer concierto de rock filmado a la perfección, un documental ejemplar. The Band recapitula avatares, repertorio y aventuras previas con sus ahora invitados Ronnie Hawkins, Dr. John, Muddy Waters, Paul Butterfield, Staple Singers, sus paisanos Joni Mitchell, Neil Young y Neil Diamond, Eric Clapton, Van Morrison, Ringo Starr, Roger McGuinn, Ron Wood, los poetas beat Lawrence Ferlinghetti y Michael McClure.

Baja el telón. Comienza para Robbie otra historia. Una carrera solista a la altura de lo logrado por La Banda en su puñado de obras magistrales: Stage Fright, Cahoots, Northern Lights Southern Cross, los covers de Moondog Matinee y la un tanto agónica Islands.

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