Por Jesús Chávez Marín
Respeto mucho a los bipolares porque soy uno, deberíamos fundar una cofradía pero a veces somos neuróticos y no dura. A pesar de que tuve la suerte de hallarme en la vida al sabio doctor Rodolfo Caballero que me trata y me aconseja, de vez en cuando me asaltan todavía feroces insomnios, o temporadas en las que todos los deseos mueren.
A la reunión llegaría una linda mujer con su blusa fashion sucia, manchada de rímel, su pelo grasiento de cuatro días sin bañarse.
―A mí ni me vean, ya todo me vale madre. Nomás vine porque… no sé por qué vine total, todos ustedes están igual de tronados que yo, pierdo mi tiempo.
―Pero m´hija, no te apures. Esta no es una junta de doble a, nomás venimos para organizarnos y ver si de aquí sale un proyecto maravilloso como los que a todos se nos ocurren al minuto ―respondería un señor que andaba en su etapa de entusiasmo y además tenía la vaga idea de ligársela.
―Ni soy tu hija ni creo que me importen un pito tus ideas ni las de ayer ni las de ahora, Rigoberto, no mames.
Por allí se iría la sesión y alguien hablaría del injusto desprestigio que sufrimos los bipolares en este mundo global y corporativo, del ansia que da que lo miren a uno sospechoso por cualquier tristeza o entusiasmo que en cualquier persona resultan equis, pero en nosotros es motivo de que personas que te aman y también algunas que no aman, pregunte:
―¿Ya dejaste otra vez las pastillas?
Y como no hay tal cofradía imaginaria, cada uno va aprendiendo a vivir con esta lotería bioquímica que nos tocó en destino, como el resto de este mar de individualistas que nos hemos vuelto en el siglo que va.