G. Ángeles: “Daniel”

Por Guadalupe Ángeles

Me dirás que hablo por hablar, tal vez sea cierto, tal vez no, cuestión de que me escuches y no te dediques a pensar que sería mejor que yo fuera de otro modo, o de plano otra. Apostemos, te animarías a romperme el cuello solo porque no te da la gana de- hacer- lo- que- te- digo- que- quieres- hacer, apuesto el pescuezo a que te remuerde la conciencia si me matas.

            Pero no me hagas mucho caso, es que es domingo, y me aterra pensar que tengo todavía un montón de horas por llenar, mientras tú pareces no sentirte especialmente inclinado a retorcerme el cogote. Haces bien. Me dolería.

            No sé qué me da viéndote allí, con la pijama puesta todavía a las cuatro de la tarde; con el gato echado en tu barriga como si ambos fueran un monumento al ocio; sí, ya sé que te estoy diciendo lo que tú me dices cuando por las noches me animo de más viendo las tragedias de aquella banda de tontos que asolan a los pacientes y a los no tanto en ese programa de la televisión ¿será que tú me ves como yo no puedo verme? ¡Faltaría más!, ¡que yo me viera con tus ojos…! eso me gustaría si tus ojos fueran los de hace veinte años, cuando te dabas cuenta si me cambiaba el peinado o me untaba crema o no… ahora te da lo mismo si voy vestida o se me olvida ponerme algo encima al despertar, bueno, no tanto, de repente me preguntas si no me da frío abrir el refrigerador sin ropa, y solo te miro con esta cara que dices de regañada, cuando en realidad quiero decirte con los ojos que algo debo aprender de las películas que traes cada tercer día, para que nos sentemos juntos frente a la pantalla y solo nos toquemos las manos por accidente, cuando me pides que te pase una cerveza.

            Pero se me olvidan a mí también tus ojos de hace veinte años, te juro que quisiera revivir ese tiempo, cuando todavía encontraba en el espejo a una joven con ideales, Cuba era mi meta, por lo menos allá estaban haciendo posible al hombre nuevo, que quién sabe qué sería, pero seguro sería mejor que los amigos de mis tías, que, ahora que lo pienso, se parecen mucho a ti, al que eres ahora, pero no hablemos de eso, prefiero recordar a la que yo era: una agradable presencia, diría aquel viejo que me invitó un cigarro el día que fui a pedir trabajo en la fábrica de jabones de la que era el dueño, chistoso el señor, preguntándome por qué no me había casado, tan elegante joven y con esa necedad (necesidad yo diría) de emplearse en alguna oficina oscura, ¿quieres que te cuente el cuento? Pretendía pervertirme, pero solo por teléfono (¡así será bueno!) en fin, no logró nada, solo que me fumara ese cigarro. Era cuando estaba aprendiendo a fumar y todavía me mareaba, me sigo mareando, por eso no fumo, pero qué vas a saber tú de esas aventuras si apenas me miras, y todo lo que teníamos que decirnos, parece que nos lo dijimos en el tiempo que duran los anuncios, claro, es vital para ti ver ese programa, ¿qué le vamos a hacer? Nadie es perfecto, eso diría mi abuela, tan propensa a proponer soluciones sin sentido.

Me perdonarás si te digo que la buena mujer pasó a mejor vida y yo no sospechaba que me iba a convertir en ella, ya soy ella, ¿te acuerdas cuando traje un pastel luego de visitar a mis tías en Morelia?, igualita, abriendo la puerta de la casa con dificultad por los paquetes, igualita, llegando a una casa donde tú y otros veían la tele y sin mayores trámites me dijeron “hola”, como concediéndome un tiempo que no tenían, pero ¿me estoy quejando? No creo, yo también quería ver la final del concurso y me senté, aventé los zapatos y muy al rato fui a la cocina por un cuchillo para partir el pastel.

Donde me doy cuenta de que soy ella es en ese hoyo del tiempo cuando quiero hablar y los que están sentados en la sala no quieren ser interrumpidos ‒quizá nunca vuelvan a ver un programa tan bueno en la tele‒ quizá las palabras que diga no signifiquen nada para nadie, supongo que eso pensaba ella cuando hablaba y le contestábamos con monosílabos, en fin, la vida es rara.

No soy de las que toman decisiones apresuradas, leo con cierta flojera el periódico, aunque esté pensando todas estas cosas, no tiene mi pensamiento la fuerza suficiente para hacer que me levante, me vista (yo también ando todavía con la pijama) y salga a ver si el mundo es el de siempre, si los árboles de la avenida aquella, donde vimos hace muchos años el desfile de las hormigas, siguen siendo hermosos a las cinco de la tarde, tengo miedo tal vez, ¿y si regreso y no estás? ¿y si la que no regresa soy yo? ¿a dónde iría?

Tengo todavía el teléfono de Daniel Ancira, mi primer novio, lo encontré hace poco en el supermercado, me contó que estaba divorciado, ¿y si le hablo? Nunca me ha llamado la atención el adulterio, al fin y al cabo los hombres son todos la misma gata revolcada, pero no creas, Daniel me vio como antes tú, no sé, si pienso en lo que pudimos ser nosotros no se me ocurre nada, era yo sola la que tenía que haber entendido al mundo de otra manera, no era para mí esta vida de domingos hinchados de vacío. A veces pienso que estamos juntos por pura flojera, no hay nada que decir, no hay nada que planear, solo dejar mansamente que los días pasen, que se acabe la semana para no trabajar y llenarnos de nada en estas horas libres para nada.

Me levanto de la mesa, dejo el periódico como un pájaro muerto sobre la silla, voy a la recámara y busco mi mejor ropa, con este sol de marzo el agua del baño debe estar caliente todavía.

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