Esa mujer escribió poemas al amanecer, ¿o fue un solo y largo poema para rendirse, exhausta, en homenaje a la piel del amante, a la forma de su cuerpo?, ¿supo esa mañana la verdad que encubría tanta frase común, leída para nada?, ¿preguntó si para nada había sido tanto, o solo sonrió involuntariamente? Buenas compañías, dicen, hacen buenos recuerdos.
Ella escribió una larga serie de poemas breves como besos de despedida, como caricias a oscuras, o frases pequeñas para guardar el tiempo vivido.
La vieron sentada frente a la taza de café cotidiana con la mano sobre los papeles perfectamente mecanografiados, como si le transmitieran cierta tibieza, la misma que le hacía sonreír.
Nunca tan bella como esa mañana sin edad, glorioso su cabello, aunque peinase canas, delatora la sonrisa en su rostro.
Ávidas alas de ángeles invisibles acariciaban sus brazos porque de repente, con suavidad, ella tocaba su piel, dibujaba arabescos en ella, como si señalase un camino a esas alas que nadie veía.
Con dulzura miraba el cielo, las nubes eran tenues como presentimientos, sentía el corazón más grande, la muerte más remota. Al mirarla, se pudiera pensar que quizá levitara al ponerse de pie.
La urgencia, antes piedra oscura, asesina en su mano, es ahora el argumento desarrollado entre páginas que revisa entre pausados sorbos al café.
Su dolor dormita en dos o tres estrofas perdidas entre musicales remembranzas.
“Antes, ahora, después”, alias que el tiempo tiene, esas palabras eran tomadas como pequeñas ciudades, el sitio eran sus ojos.
Torcidos los caminos, todos, consumida por fuego la última verdad en su imaginación, visitada la cueva milenaria del instinto, remontando ríos que exigían su ahogo, volvió la vista al escuchar su nombre:
“Cada vez es más pequeño el mundo”, murmuró, al mirar frente a sí a un hombre de edad indescifrable, que la miraba con una dulzura gemela de la suya, pero en el instante previo a que se tocaran sus manos, ella dijo:
“Eclipse… eclipse… eclipse… eclipse… eclipse…” en tonos que degeneraron desde la sonoridad más sensual, pasando por timbres más bien ríspidos que herían los tímpanos, hasta un bajo profundo pronunciado muy lentamente.
Maldiciendo, el hombre descubrió el seno derecho de la dama, del que un humo oloroso a cables quemados escapaba… Así nunca podría terminar la novela rosa que tenía atorada desde el verano… ¿Cuándo aprendería que no debía comprar robots, por más perfectos que se vieran, en las baratas de año nuevo?