Leer novela negra

Por Guadalupe Ángeles

¿Qué tan estúpido es decir: este café sabe como si lamiera el lomo de un perro gris mojado por la lluvia? ¿Es vicio pretender controlarlo todo? A veces no se quiere entender, solo sentarse a leer como si las palabras fueran vistosas figuras de un desfile. Pregunten si no a los lectores de novela negra (lugar peligroso si los hay), el desprevenido toma uno de esos libros un sábado por la tarde inocentemente sin saber que será interrogado personalmente por cada una de esas páginas y sale como los luchadores del ring, envuelto en toallas mojadas por el propio desconcierto, por una desolación aprendida más fácil que respirar.

     Supongo que, más que hablar conmigo, pretendo advertir a los inocentes como yo, espabilados para todo menos para el ataque sutil de la filosofía escondida en descripciones de hábiles jinetes luciéndose a las afueras de un juzgado.

     Sabido es que existen quienes se esconden tras las palabras: leyéndolas o escribiéndolas, y, suponíamos todos que la novela negra para eso servía hasta que nos abrió los ojos, como nos abrió en canal una pregunta no expresamente dirigida a nosotros pero, misil hábilmente programado dio en el blanco y no hubo espectáculo más esplendoroso que esa flor blanca abierta en todos los colores del arco iris haciendo danzar sus innumerables pétalos desde pecho del inadvertido lector y llenando la habitación del mismo, salvado de la muerte multicolor gracias al viento que desde la ventana llevó todos los pétalos a invadir cada habitación de la casa del silencioso lector al que se le divide el corazón entre la más absoluta maravilla hasta un instinto de cubrirla con las manos para suplicar moderación a la desbordante flor para ocultar su ignominioso desamparo ante preguntas como océanos.

     ¿Quién es uno ante el lenguaje así dispuesto para delicadamente herir y matar la indiferencia? Y de manera tan bella como al principio (fingiendo indiferencia siempre) el lector decide que tiene hambre y mágicamente los pétalos multicolores se transforman en hormigas militarmente entrenadas para entrar en este u otro cuaderno haciéndose pasar por palabras coherentes para explicar que no hay lugar dónde esconderse de la propia conciencia (¿demasiado rezo infantil? ¿demasiado Freud atorado en el cogote?)

     Mutilar frutas consuela, beber café tal vez; oler la soledad sin asco, escuchar música para irse de uno mismo, quizá. Todos los extremos son malos, nos dijeron cuando niños; perdidos ahora en una adultez solo de nombre no dejamos de buscar mantitas calientes para que nos acompañen y hagan olvidar que la mano poderosa del universo nos tomará cuando quiera por el cuello y nos lanzará hacia el infinito que nos pertenece por legítimo destino. ¿Quién nos enseñó a temer tanto? ¿Amor o miedo? ¿Conocemos la diferencia?

     A estas alturas a nadie importa quién fue el asesino, o si el expolicía por fin podrá escribir su novela.

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