Debo aclarar de entrada que, a pesar de la similitud de ciertos personajes públicos con especies que efectivamente debieran estar en cautiverio, el título de este texto no tiene nada que ver con el escenario político que estamos viviendo. Lo que pasa es que cuando hurgaba por las noticias del día, entre balaceras, ejecuciones, acusaciones mutuas de los corcholatas por los anuncios espectaculares y descalificaciones presidenciales a Xóchitl Gálvez me topé con una nota que daba cuenta del centenario, este jueves 6 de julio, de nuestro Zoológico de Chapultepec.
Y de pronto me vi trepado con mis papás y mis hermanos mayores en un trenecito descubierto que pitaba intermitentemente y circundaba chucu-chucu-chucu todo el emblemático parque, en el que se guardaban ejemplares de cientos de especies. Lo más emocionante era pasar por un par de túneles, que en realidad eran los bajo puentes de dos de las calzadas de acceso al lugar. Eran segundos de intensa emoción durante los cuales el mundo se oscurecía para de pronto regresar a la luminosidad del día y a la visión de los árboles, lo corrales, las jaulas en las que se aburrían diversos animales mientras rumiaban su alimento.
Me refiero a los años cincuenta del siglo pasado, cuando Chapultepec era el paseo no sólo preferido sino casi único para millones de capitalinos que disfrutaban de su ya vetustas instalaciones, todas ellas inolvidables, como el Castillo con su Alcázar y su rampa de acceso, el Lago con su embarcadero atiborrado, los Baños de Moctezuma con su ahuehuete enorme, la Calzada de los Poetas, la Fuente del Quijote con sus azulejos, la Casa del Lago, el Jardín Botánico con sus bicicletas de alquiler, el bosque poblado de duendes y gnomos e imaginarios, el Monumento a los Niños Héroes, la alargada Fuente Monumental, el parque de La Hormiga, junto a Los Pinos, y más recientemente la Casa de los Espejos en el castillito que fue la Caseta de los Guardias.
Nada más entrañable, sin embargo, que el zoológico, su entrada de Los Leones, su estación, sus animales, sus ruidos, su olor, su trenecito…
Cuando me di cuenta ya estaba escribiendo y describiendo aquel entorno y recordando las diferentes especies que en ese entonces, cuando no eran los zoológicos motivo de polémica ambientalista, se exhibían en esa especie de paraíso terrenal o Arca de Noé para los que entonces éramos niños. Los elefantes y las jirafas, los leones y los tigres de Bengala, los hipopótamos, las hienas, los alces, los venados, el rinoceronte, los monos de diferentes estirpes (gorila, mono araña, mandril, macaco, tití, saraguato), inolvidable el chimpancé que fumaba…
Había asimismo lobos mexicanos, jaguares, cebras, avestruces, canguros, garzas, burros, cabras… y osos polares, ante cuyo “stánd” pintado de blanco –como si fueran rocas de hielo– pasábamos largo rato en espera de que alguno de ellos, con su parsimonia, asomara modorro por la apertura de la cueva simulada.
Olía a estiércol y de vez en vez se escuchaban rugidos, mugidos, relinchos, bufidos, graznidos y aullidos.
Las focas ocupaban su propio espacio, con piscina y todo, en el que daban funciones dos veces al día a cambio de un par de pescados que les pagaba su entrenador.
También me acordé de una enorme jaula en la que había toda clase de aves, desde águilas reales hasta pericos australianos, palomas, gorriones, halcones, búhos, zopilotes y hasta colibríes. Y un edificio de una planta que según decían era “el hospital de los animales”. Hombres de overol llevaban carretillas llenas de trozos de carne para alimentar a las fieras, por atrasito de sus jaulas.
Claro que recordé –y me saboree— la variedad de golosinas que comíamos y que eran parte obligada del paseo, como los algodones de azúcar de color rosa que fabricaban en carritos ex profeso, los chicharrones de harina que el vendedor cortaba con una sierrita y condimentaba con limón y salsa picante, los churritos de harina con chile, los elotes cocidos, los esquites, los cacahuates asados y esas tostadas grandotas, dulces, ovaladas, características de Chapultepec, que por supuesto estaba estrictamente prohibido compartir con los animales.
No puedo omitir la presencia infaltable de los ponis en las calzaditas del zoológico, que podía uno rentar y montar para recorrer sobre su lomo todo el parque, y las carretas tiradas por chivos, ¿se acuerdan?
Con motivo del Centenario del parque zoológico me entero que lleva el nombre de su creador, Alfonso Luis Herrera, un destacado biólogo mexicano que promovió su construcción y lo inauguró parcialmente con apenas 243 animales el 6 de julio de 1923. Eran tiempos del Presidente Álvaro Obregón, el famoso Manco de Celaya. La Ciudad de México tenía sólo 600 mil habitantes.
Hace un siglo.
También supe, comparto los datos, que el parque ocupa 17 hectáreas de la primera sección del Bosque de Chapultepec, en terrenos adyacentes al Paso de la Reforma. Que cuenta con siete áreas con condiciones climáticas y vegetales diferentes, especiales para recrear el desierto, los pastizales, la franja costera, la tundra, un aviario, el bosque templado y el bosque tropical. Y que ahora hay hasta un Museo del Axolote, Anfíbium.
Actualmente hay en su interior mil 235 animales, de 233 especies diferentes, lo que lo hace uno de los más importantes del mundo, aunque su principal notoriedad internacional se ha debido a sus logros en la preservación de especies en peligro y la reproducción en cautiverio de animales fuera de su hábitat tan especiales como el panda gigante, proveniente de China.
Cada año es visitado por más de 5.5 millones de personas, entre las que se cuentan, como ha sido siempre, muchos visitantes provenientes de otras entidades de la República y turistas extranjeros. Es uno de los mayores atractivos de la capital mexicana.
El zoológico fue totalmente remodelado en los años noventa mediante el proyecto “Rescate Ecológico del Zoológico de Chapultepec”, durante la administración de Marielena Hoyo (1982-1997). Fue nuevamente renovado durante la pandemia del Covid-19, cuando permaneció cerrado al público.
No obstante esos cambios, importantes sobre todo porque otorgaron mejores condiciones a los animales, nuestro zoológico conserva su esencia original. Su sabor, digamos. Espero que todavía estén en una de las entradas secundarias los pequeños elefantes de metal, uno a cada lado, en los que también pueden subirse los niños para imaginar una travesía por estepas de África o al menos para que papá les tome una foto. Me dan ganas de darme una vuelta. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
LA CHISPA. En sólo dos semanas cambió el ánimo político en el país, ¿se fijaron? De la apatía y el pesimismo se pasa a la esperanza y el entusiasmo. Unos lo celebran, a otros parece aterrarlos. Hay quienes ya le llaman “el Factor X”. Otros, “la Anti-Peje”. Yo pienso que es La chispa esperada. Y esto apenas empieza, conste.