Jipitecas

Por Hermann Bellinghausen

No recuerdo por qué no fui al Festival de Avándaro, Rock y Ruedas, en 1971. Creo que no se me ocurrió, o carecí de los permisos correspondientes. En el fondo seguía siendo un roquero de salón. Eso no impidió que sus lodazales me dejaran huella. Vivíamos dentro del rock, orgullosos de tener allá a Carlos Santana y Fito de la Parra, baterista de los Canned Heat, que en 1970 trajeron su Boogie refrito a las Islas de Ciudad Universitaria y la Alameda Central.

Los grupos nacionales perdieron el pudor y cantaban un neoinglés que sirvió para mal llamarlos Onda Chicana: Peace and Love, Dug Dug’s, Three Souls In My Mind, El Ritual, La Revolución de Emiliano Zapata (que pegó en la radio de música en inglés con Nasty Sex), La Tribu, Javier Bátiz y sus Finx. Podíamos sumergirnos en los humos de las tocadas en la Pistahielo Revolución y otros tugurios.

Se era legal e ilegal. Nadie temía meterles miedo a los mayores. Parecíamos peligrosos en un país gobernado por paranoicos. Cuando no represión gacha, razzias injustificadas. Fue difícil tener publicaciones que nos conectaran. Nos volcamos en periodiquitos mimeografiados sin llamarlos fanzines todavía. En el nefasto Heraldo de México, José Agustín y Juan Tovar dirigían atrevidamente un suplemento dominical de música y cine que llenó muchos huecos, junto con las Fábulas pánicas de Alexandro Jodorowsky que yo recortaba del suplemento cultural del mismo periódico, dirigido por José de la Colina. Daba la impresión de que no los leían los directivos de ese diario de ultraderecha.

Hacia 1969 aparece la revista Pop, primer respiradero impreso. En 1971, Piedra Rodante, versión tenochca de la Biblia Rolling Stone. En los dos primeros números tradujo la histórica entrevista de Jan Wenner a John Lennon tras la separación de los Beatles (El héroe de la clase obrera y Vida con los leones) que decretaba el fin del sueño, o por lo menos de mi adolescencia. El 10 de junio el gobierno mostró en la Ribera de San Cosme lo enloquecido de su paranoia. Y la encuerada de Avándaro nos deleitó con sus revelaciones. El reportaje Las chavas y el catre nos puso a rodar en una suerte de feminismo rudimentario. No pasó de ese año y ocho números. Otra revista: La edad del rock.

Dos tiendas se volvieron refugios: Armando Blanco (o Herman de Witt) establece la tienda-antro Hip 70 en avenida Revolución y en las inmediaciones de La Florida. En la Zona Rosa abre Yoko. Allí podíamos desarrollar la contemplación de las portadas y escuchar en las cabinas esa música impagable. Cosa de ahorrar para comprar uno, si acaso, de esos preciosos platos negros que nos elevaban a soñar.

Rotos los Beatles, los de 27 años seguirían muriendo: Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison. Las tocadas estaban prohibidísimas. Aun así en 1968 habían venido The Animals al Metropolitan. En 1969, otro intento con The Byrds y Union Gap en el estadio de la Nochebuena terminó en desastre, y The Doors tocaron en el cabaret equivocado. La escena real se remitió a hoyos fonqui y andanadas de naco-blues en las colonias populares. La raza devino bien Creedence, lista para el advenimiento de Kiss.

La radio fue fundamental desde finales de los 60. Radio Éxitos transmitió por años La hora de los Beatles tres veces al día, más una hora de Creedence Clearwater Revival. La Pantera transmitía cada noche Proyección 590 y Radio Capital sumó a su vespertina Ola Inglesa sus Vibraciones nocturnas. Radio UNAM impartía cátedra de lunes a viernes con La respuesta está en el aire, producido por estudiantes de varias facultades.

Hubo que llegar hasta 1978 para que Raúl de la Rosa vendiera como cultura al gobierno priísta la idea de un Festival de Blues que abrió la primera válvula tras una década de prohibicionismo. Presenciamos a John Lee Hoker, Jimmy Rogers y Willie Dixon, y al año siguiente de un tirón Muddy Waters, Koko Taylor, Son Seals, Blind Joe Davis y Willie Dixon otra vez. The real stuff. Llevábamos una década machacando elepés de John Mayall, Allman Brothers, Paul Butterfield, Ten Years After, Grand Funk Railroad, Savoy Brown.

Todos éramos eruditos en formación, cambios, supergrupos, escándalos, discografías. El árbol genealógico del rock echó raíces en nuestros impresionables cerebros, un montón de información inútil que aún sobrevive en nuestra declinante memoria. Dos o tres acordes bastan para identificar banda, rola y versión.

No estorbaba vivir en México para escuchar rock, aunque la politización post 68 y la música latinoamericana de los exilios nos tildaran de colonizados. Quilapayún, Inti Illimani, Daniel Viglietti, Mercedes Sosa o la Nueva Trova, siendo mejor tolerados por el gobierno, nunca sustituyeron al rock, aunque era más fácil abrir una peña que un hoyo fonqui. Tampoco nos resistimos a los trovadores en lenguas latinas: Serrat ya venía cantando a Machado, Georges Moustaki y Chico Buarque prefiguraron a los cantautores por venir. Pero la raza siguió rugiendo: ¡Queremos rock!.

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