Por Hermann Belllinghausen
El peligro no es que dejemos de leer, sino de que las palabras dejen de tener sentido. He ahí el verdadero dilema que plantean la tecnología, los nuevos hábitos y su relación con el añejo pero nunca masivo ejercicio de la lectura.
Por profesión de fe, y también sentido práctico, la humanidad letrada ha depositado durante siglos en el libro su posibilidad de lectura y duración, sellando el sentido final de la escritura: ser leída por los ojos o dedos de otros. Alcanza el pensamiento y tal vez los demás sentidos. Un buen texto, y más un poema, se escucha hasta en silencio. Posee un aroma; al menos el del papel. Claro, si uno se topa con Proust la cosa se pone excelsa. Los banquetes criollos de Lezama Lima son fiesta para el paladar lector.
Pero no todos tienen el talante, la necesidad o la oportunidad de leer La Recherche, Paradiso, Fortunata y Jacinta y otras delicias. Ni tendrían por qué. La humanidad ha urdido mil maneras de trenzar sus historias, imaginarlas y heredarlas. El caso más extendido es la Biblia; la egolatría judía llama al suyo el pueblo libro
, no sin razón. Los hebreos se rigen por uno de los artefactos de lectura más poderosos creados por la humanidad. Ocupa el meollo de todas las cristiandades y forma parte de la savia que nutre la religión que más crece en el mundo, esa vasta feligresía coránica que entre la deidad y nosotros también pone un libro.
Hubo y hay lectura monacal (ahora la llamamos académica) lejos del mundanal ruido. Hubo quien cosechara épica, tragedia, chismes, y con el tiempo los folletones que derivaban de Homero y las tardías novelas griegas construyeron la portentosa novela moderna. Romances y corridos transcritos. Ya muy acá del milenio pasado se generalizaron los periódicos, y con ellos la información
. El salto del papel a otras plataformas, antes que los libros, lo dieron los medios de comunicación escrita convertidos en páginas-televisión.
Los que venimos de las últimas generaciones del papel nos desconcertamos ante las formas en que lee (y quisiéramos entrecomillarlo) la generación que heredará nuestras bibliotecas obsoletas. No despega sus ojos de pantallas fijas o portátiles: las páginas que la gente ve-y-lee continuamente.
La pirotecnia visual y sonora que acompaña esas lecturas (golosina mediática la llama Ignacio Ramonet) captura la atención de un tipo de lector en el cual nos resistimos a reconocer la actitud concentrada, cerebral, exclusiva de la lectura tradicional
. Esa que ejercen todavía profesionistas, intelectuales, científicos, periodistas, el público lector donde quiera que se le encuentre, y en general, habrá que suponer, la población alfabetizada, que en Europa, China, el extremo Oriente y parte de las Américas es mayoritaria.
Quizá nunca antes la humanidad estuvo más capacitada para leer, y sin embargo tenemos la percepción de que se lee menos que antes, o se lee distinto. No me refiero aquí al analfabetismo funcional, resultado de la mediocre enseñanza que prevalece, sino a personas alfabetizadas en otros códigos, no necesariamente verbales, y llegado el caso, los textos son breves y elementales.
No todas las formas de expresión se encuentran en tal encrucijada. Por ejemplo, la canción popular (que en la última mitad del siglo XX se sustentó en buenas letras
, con frecuencia poéticas) hoy aparece aquejada de una idiocia balbuciente donde la pobreza lírica es alarmante, pero no siempre se acompaña de música despreciable; los corridos tumbados son tan huecos como el reguetón, pero la parte instrumental (acústica) merece asociarse con la insigne tradición norteña de la cual vienen.
Lo que peligra es el lenguaje verbal: un emoji vale más que mil palabras.
A pesar de su omnipresencia avasalladora, las nuevas plataformas de lectura coexisten con una todavía considerable población lectora en los viejos términos, donde la palabra cuenta como puerta a la verdad y la libre imaginación, arma insustituible contra la mentira (y vehículo, vaya que sí, de todas las mentiras de la Historia).
Surgen formas activas
de lectura que ameritan atención. Así describe Khadija Ftah a los lectores prosumers: Personas fans de un libro o autor que, además de disfrutar de la lectura, crean contenido con base en lo que leen, convirtiéndose en lectores activos
. Pueden llegar a influencers, una figura que en la actualidad media entre la juventud y la lectura
. La palabra prosumer o prosumidor combina consumidor y productor, e indica el papel activo que desarrollan en la lectura los nuevos consumidores. “Contenidos como las fanfics o los angsts son ejemplo de ello”. (Inèdit, 11/5/23). Otro fenómeno, en más de 50 idiomas, es la literatura Wattpad, que se atiene a su rating en las redes.
Confiemos en que los canónigos de la lectura –y los miles que abarrotan una vez al año las ferias bibliográficas o adquieren libros físicos
en librerías de nuevo, de usado y en línea– mantengan la flama de las palabras que significan, la variedad de lenguas, las miradas bien dichas