Por Guadalupe Ángeles
Salgo de la oficina y Oli se queda con Lupita viendo un video de Il divo; acabamos de acordar que nuestra comida de mañana será un homenaje a uno de los miembros de ese grupo, que ha muerto apenas ayer. Era un español de cincuenta y un años del que todas coincidimos era un excelente candidato para compartir un café, tanto como un fin de semana en Puerto Vallarta.
Me voy mientras algo me dice Lupita y ya no distingo qué… ella siempre tiene demasiadas cosas que decir cuando tengo prisa de irme.
Recuerdo entonces un fin de semana pasado en la Ciudad de México en compañía de Susy Delgado, mi amiga nacida en Paraguay, y sus amigas de la delegación diplomática de su país acá en el mío. Recorrimos multitud de calles en un automóvil en cuyo interior resonaban una y otra vez canciones de Il Divo. Entre aquellas memorias destaca una en la que paramos en una casa cuya única característica fuera de lo común era poseer en sus baños distintos tipos y tamaños de jabones. Fue ahí, ante ese detalle quizá insignificante, que tuve perfectamente claro que algún día escribiría un texto titulado Traficante de jabones; supongo que a fin de no olvidarlo procuro no tirar ninguna pastilla de jabón de baño por más pequeña y delgada que sea. Por ahora, las que forman parte de esa colección insensata están en una pequeña vasija de barro en el fregadero de la cocina, y sirven para lavarme las manos.
¿Qué podría narrar en un texto así titulado? Quizá la personalidad extraña de un personaje que iba de visita a toda clase de casas y robaba jabones, o entraba a restaurantes (antes de que se generalizara el uso del jabón líquido, claro) y se llevaba estos objetos, útiles pero fácilmente remplazables.
Tal vez sería un ensayo en el que se replantearía la noción de “traficar”: ¿Acaso no traficamos todo el tiempo con ideas ajenas en el afán de construir puentes hacia algo que hemos dado en llamar “cercanía humana”?, ¿qué nos hace cercanos a otros?, ¿repasar nuestros actos cotidianos frente a ellos como prueba de confianza? ¿Y ocultar lo que pensamos que significan nuestros sueños no es de alguna manera reducir el tráfico de sueños al espacio del propio pensamiento? Por ejemplo: ayer soñé un caballo blanco, lo que me sigue llenando de alegría, pues esa figura diáfana y hermosa que se mostraba frente a mí, como queriendo explicar algo importante, era también la cura a lo sentenciado por otras figuras oscuras del mismo sueño.
Durante el día Claudia, mi amiga desde hace muchos años, y yo, nos encontramos en una plaza un tiovivo o carrusel de dos pisos. Al verlo, le confesé que me mareo en esas cosas; no me creyó y se echó a reír de buena gana, lo que no me molestó para nada porque minutos antes le conté que soñé un caballo blanco y seguía contenta por el recuerdo.
No me robo los jabones de los hoteles cuando voy a uno, los guardo de recuerdo, de hecho tengo una pequeña caja de plástico donde conservo un par de ellos y no son juguetes, los uso para lavarme la cara los días que salgo de guardia porque hacen más espuma que el jabón líquido que hay en la oficina, ¿esto me hace traficante de jabones, de sueños, de alegrías? (prueba a lavarte la cara con agua fría a las seis de la mañana en una oficina desierta, te aseguro que experimentarás una suerte de alegría).
Mientras decido qué podría relatar en una novela titulada Traficante de jabones intentaré dar respuesta a estas preguntas; no obstante tener la seguridad de que tales respuestas seguro no sirven para nada.