Bellinghausen: “Muros gritando”

Por Hermann Bellinghausen

El llamado arte callejero, o grafiti y sus numerosas variedades expresivas vía espray, esténcil o nervioso pinturazo, en estos días grita en Bogotá, Colombia, como hasta hace unos años lo hacía en la Ciudad de México, donde ahora los muros públicos más visibles parecen domesticados. Aquí el arte callejero no grita más; ahora adorna.

En una reciente visita a la capital colombiana me saltó de inmediato a la vista la expresividad omnipresente y brutal del grafiti y el mural, a tal barroquismo que por tramos la gráfica invade muros e intersticios como enredadera, con firmas, símbolos, guiños crípticos, rostros, grecas, puñaladas cósmicas. Un arte rápido e ilegal que, como está en su naturaleza, no aspira a la permanencia.

La expresión indígena en esos muros es intensa, algo digno de subrayar en un país más ciego aún que el nuestro a la existencia de sus más de 80 pueblos originarios y 64 lenguas que, claro, caben en la demagogia y la artesanía pintoresca como ganchos turísticos, igual que aquí. Pero mientras Bogotá se inunda con imágenes transmodernas, visiones de yagé, punketadas, molas, rostros dignos agredidos por el tiempo y la barbarie, nuestros muros está convertidos en altares decorativos y nacionalistas que ya no increpan al poder.

Hay que reconocer el éxito paisajístico del arte callejero institucionalizado en la Ciudad de México, en particular al vuelo en teleférico por Ecatepec y sobre todo Iztapalapa que pone a los pies del pasajero un tapiz de fachadas y paredes coloridas, pobladas de figuras y guirnaldas, indias guapas, chicas vampirescas, patinetos tatuados, motivos selváticos, zoología fantástica entre prehispánica y futurista, personajes de historietas. Al grafiti vivo y desafiante lo arrinconan en colonias y calles sin turismo. Igual a todo se lo llevarán el viento y el tiempo.

En Bogotá se respira la violencia de una historia inconclusa. Allá también tienen un inusual gobierno nacional de corte progresista; sólo que el de allá carece del margen de acción y la mayoría que ostenta el de acá, y las heridas de guerra política parecen imborrables. El gobierno local de Bogotá, de verde derecha, si pudiera cubriría de gris los muros y muñones urbanos al estilo de la inefable señora Cuevas en nuestra alcaldía Cuauhtémoc. Muros blanqueados al gusto de los ricos y los fariseos. Pero la experiencia enseña que, cuando se desata, el grafiti ilegal es imparable.

Los muros bogotanos en zonas industriales, la céntrica y concurrida Candelaria, avenidas anchas, callejones de miedo, túneles oscuros, bardas, azoteas, ruinas e inmuebles abandonados desafían la omnipresencia militar y policiaca. Los gritos gráficos suelen ser hijos de la noche. Los huesudos y correosos muros desmienten las adiposidades fáciles de Fernando Botero, el pintor oficialmente nacional.

El grafiti siempre se quiere afrentoso, invasivo, vandálico a veces. ¿Feo? ¿Qué es bonito en ciudades tales? ¿Las catedrales del consumo? ¿Los rascacielos de plástico? ¿Los edificios históricos devorados por adefesios? Nuestras ciudades no son bonitas, para qué hacerle al cuento, y precisamente por eso a veces nos resultan hermosas y entrañables, y no por sus vistosos barrios residenciales ni los atildados espacios de la burguesía.

El raigal muralismo mexicano, tanto prehispánico como moderno (particularmente Diego) fue creado para durar siglos. Los frescos del virreinato, cristianísimos y bajo techo, se revelaron menos ambiciosos en su elección de materiales, por eso batallan tanto los restauradores de iglesias y conventos. Lo mismo podríamos decir de las pulquerías. Uno puede rastrear el hilo del arte callejero en nuestra larga tradición pictórica para las masas, pero si algo no pretenden los grafiteros y muralistas urbanos es durar. Frecuentemente terminan su intervención u obra, la fotografían con el celular, y pélate, wey. Dados sus materiales y su relación con el color, más bien heredan a Siqueiros.

Por lo demás, el arte callejero constituye un movimiento global, desarticulado pero tenaz y proteico que no busca adornar las ciudades sino arañarlas, golpearlas, alertarlas con un aquí estoy, existo cargado de vitalidad, inquietud, rebeldía y asco.

Escribe el poeta colombiano Jaime Londoño en el número más reciente de la revista Blanco Móvil, dedicado justamente a México y Colombia: Entre la tragedia y la esperanza: Somos los que transitamos / Con el pincel de la esperanza / dibujando en los muros/rostros que anhelan (https://blancomovil.com.mx/pdf/BM155-156.pdf).

Desde una transitada avenida de Bogotá pude atisbar un barrio decrépito, lleno de vagabundos, drogadictos y marginados. Sé que exagero, pero parecían zombis. A posteriori no faltó quien me advirtiera ni se te ocurra. Las bardas lucían muy grafiteadas, no por los zombis sino por rápidas brigadas y fantasmas del arte efímero y salvaje que en nuestras hipnotizadas junglas urbanas nos grita reacciona, despierta, no te calles en las calles.

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