Por Ernesto Camou Healy
El pasado lunes primero de mayo se conmemoró el Día Mundial del Trabajador, en recuerdo luctuoso por la represión sangrienta que sufrieron los obreros que se manifestaban por sus derechos laborales en Chicago, en 1866. En México se implantó en 1913, cuando miles de trabajadores salieron a las calles a exigir al Gobierno espurio de Victoriano Huerta que la jornada de trabajo fuera de ocho horas.
El trabajo es un imperativo en la sociedad; es también una de las características fundamentales de la persona humana. Por medio del trabajo la persona se construye a sí misma, y contribuye a la cimentación del todo social; el otro rasgo fundamental de la persona es la capacidad de amar, que asegura la permanencia de la especie y de la sociedad en la que está inmerso. Ambas facultades están enraizadas en la persona, constituyen su fundamento y son una secuela de la inteligencia entendida como la facultad de percibir el entorno y sentirse, y saberse, distinto de él, no restringido sino abierto a la posibilidad de reaccionar, y optar por distintas posibilidades de transformarlo.
En el remoto inicio de la hominización aquellos ancestros se supieron distintos del medio ambiente y percibieron que podían adaptarse a él, y también amoldarlo a sus propias necesidades. Entendieron que por su actividad podrían hacer de lo natural algo suyo, a su imagen y semejanza.
Se dedicaron a trabajar su mundo, hacerlo suyo por la recolección y la cacería, y fueron ingeniándose para domesticar animales salvajes, vivir con ellos y de ellos, y a reproducir los granos y frutos que recolectaban: Inventaron la agricultura y fueron dejando la vagancia por planicies y montañas para adoptar un paraje como suyo, como su morada; se tornaron relativamente sedentarios.
Esta transformación fue producto de la inteligencia aplicada como trabajo, y eso les permitió vivir, multiplicarse y diseñar formas novedosas de ser personas: Fueron creando una cultura, un conjunto de usos y costumbres que los diferenciaron de los animales y la naturaleza de su entorno, y en algún sentido se fueron colocando por encima de ella. Pasaron a vivir inmersos en la cultura, que es el artefacto humano por excelencia.
Según la Sagrada Escritura, el primer trabajo humano fue nombrar la naturaleza, adueñarse de ella poniéndole nombre: “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él. Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo” (Génesis 2, 18-20).
Esta actividad nominativa fue, según la Biblia, el primer trabajo humano, la condición para hacer suyo lo natural y pasarlo al ámbito de la cultura. Resulta sugerente que la primera tarea humana sea la del poeta, el que inventa formas nuevas para llamar lo originario; o concebir maneras novedosas de citar lo ordinario, y abrirnos a nuevos modos de entender lo que suponemos ya familiar.
El trabajo en su inicio era aprovechar el medio por la recolección y caza, luego fue cultivo y domesticación, lo que suscitó formas añejas de propiedad sobre cultivares y rebaños. El trabajo transformó a la persona y su sociedad, y en ocasiones puso en pleito a grupos y personas antes cercanas y familiares.
Cuando hubo algunos que hicieron que su trabajo consistiera en diseñar formas de apropiarse del fruto del trabajo de los otros, entonces la noción misma se pervirtió y pasó a ser una sujeción cada vez más alejada de la creatividad y de la satisfacción de construirse a sí mismos: Contra eso se manifestaban los obreros sacrificados en Chicago, hace 186 años. Y sigue siendo demanda válida…
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.