Cumbre contra la pederastia

Por Ernesto Camou Healy

—El pasado jueves 21 de febrero inició en Ciudad del Vaticano la reunión de los presidentes de las conferencias episcopales del mundo, para discutir el gravísimo problema del abuso sexual infantil cometido por clérigos y religiosos desde hace muchos años, y que parece una epidemia dentro de la Iglesia.

La iniciativa del Papa pretende lograr un acuerdo con los obispos que les permita plantearse al menos dos claves: Entender el problema en su justa dimensión, y encontrar soluciones adecuadas y certeras. No resulta sencillo, pues hay una historia añeja de hostigamientos sexuales contra menores, por parte de muchos clérigos, religiosos y religiosas. Y también ha habido, desde muy antiguo, una protección de los abusadores por parte de obispos y superiores sustentada en una concepción muy limitada de tal conducta y que resulta además improcedente: Considerar al pederasta como un pecador que requiere absolución, y no como un enfermo y delincuente que debe ser denunciado, controlado y quizá aislado.

Es importante subrayar que la pederastia no es privativa del clero católico, sino un delito muy extendido en todas las sociedades. Ya en la antigüedad era frecuente que los hombres y mujeres adultos tuvieran relaciones sexuales con efebos. Hace unos años, un estudio sociológico en los Estados Unidos arrojó que el porcentaje de curas abusadores era menor que el de los pederastas no religiosos en esa sociedad. Incluso es muy frecuente que la pederastia tenga lugar en el seno de las familias, un padre, hermano o tío abusador que cuenta con el silencio del resto de parentela.

Pero el problema existe en la Iglesia, reviste un carácter muy serio y representa un abuso de autoridad incalificable por parte de quienes lo realizan. En la práctica la misma Iglesia ha favorecido que sus miembros “consagrados” sean considerados especiales, apartados del resto de la comunidad, merecedores de una admiración y un respeto que se les otorga sólo por su estatus; de alguna manera, por muchos siglos, ser “padre” implicaba una consideración especial por parte del resto de los fieles: Se le suponía poseedor de una indiscutible santidad, sabiduría, prudencia y fortaleza que no necesariamente se correspondía con la conducta del mismo sujeto en la vida diaria.

Por supuesto había muchos que intentaban acercarse a ese ideal; pero había otros que optaban por utilizar la imagen que les concedía el sacramento del orden para vivir de ello y lucrar, o usar su estatus como una patente de corso que les permitía abusar de los fieles, de los niños, y de otros y otras consagradas. El padre Marcial Maciel es un ejemplo reciente y particularmente repulsivo.

Sucedía que cuando un sacerdote u obispo se topaba con un colega pederasta, su formación los enfocaba a contemplar al pecador, no al delincuente; se inclinaban por la comprensión y la corrección del “hermano,” lo absolvían con una penitencia y lo exhortaban a no volver a pecar.

Tal postura ignoraba tanto la enfermedad como el delito, pero además relegaba a las víctimas a un tercer plano, después de una preocupación por la imagen de la Iglesia, que no debería mancharse por los pecados de ciertos clérigos, y también anteponían al dolor de los perjudicados, el bienestar del agresor que prometía enmendarse. Los que habían sido violados, hostigados o molestados pasaban a tercer término. En la práctica, el clero se protegía a sí mismo. Es necesario, dice un obispo australiano, entender el problema como delito y solucionarlo desde la perspectiva de las víctimas. Y aceptar que el transgresor no cumple con las condiciones para ejercer su ministerio, habría que añadir.

Dijo el Papa al abrir el evento que se trata de “escuchar el grito de los pequeños que piden justicia”. A esos niños se refirió Jesús cuando afirmó que “al que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor fuera que le aten al cuello una piedra de molino y lo echen al mar” (Marcos, 9, 42).

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