Por Francisco Ortiz Pinchetti
Aunque con retraso de justo un mes, se cumple este viernes la célebre frase del irrepetible Mago Septién: con la primavera llega el béisbol. Este viernes 21, en efecto, se inaugura en el estadio “Alfredo Harp Helú” la temporada 2023 de la Liga Mexicana de Béisbol, un acontecimiento que tal vez a pocos nos entusiasma y a los de cierta edad nos llena de reminiscencias gratas.
La verdad es que dan ganas de mandar al diablo a las instituciones, como ya hizo Andrés Manuel, olvidarse de las pifias, descalificaciones, insultos, agresiones, contradicciones, reprimendas, confrontaciones y sobre todo las mentiras que salen cotidianamente y a borbotones de Palacio Nacional, para irnos a disfrutar de las emociones incomparables que seguramente nos depara el encuentro clásico entre los Diablos Rojos del México y mis Tigres, hoy de Quintana Roo, todo ello aderezado con una orden de tacos de cochinita y una cerveza Corona bien helada.
Como en los viejos tiempos.
Ya me sobo las manos de imaginar ese hermoso estadio creado por el magnate propietario del equipo escarlata –con el apoyo, hay que decirlo, de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de CDMX– completamente lleno, repleto, con su graderío dividido claramente en dos: azul de un lado, rojo mayoritario el otro.
La Guerra Civil, decían los cronistas de antes. Y lo sigue siendo, a pesar de la merma evidente y lógica de los partidarios del equipo felino, desde que emigró primero a Puebla y luego a Cancún, donde tiene su sede actual. Lo que sorprende no es eso, sino por el contrario, el que todavía sobrevivamos no pocos fieles, irreductibles seguidores de los Tigres.
Les platico que yo soy aficionado al beis desde 1955, año en que se inauguró el Parque Deportivo del Seguro Social de la colonia Piedad Narvarte, que sustituyó al viejo y legendario Parque Delta. Y año también en el que el histórico equipo de los Azules de Veracruz se transformó en Tigres de México. Fue mi hermano José Agustín quien me llevó literalmente de la mano a mi primer partido en ese escenario memorable.
En ese su primer año en la Liga Mexicana, entonces de clase “AA”, los Tigres, manejados por George “Chuck” Genovese, ganaron el primer campeonato de su historia, luego de venir desde el sótano del standing para coronarse de manera espectacular. De ahí es que se decía entonces que era un equipo “que nació campeón”.
Desde entonces, hace 68 años –¡68 años!— soy aficionado al Rey de los Deportes, así haya sido un tanto irregular mi seguimiento a los largo de esas seis décadas y pico de las temporadas del béisbol profesional. (De chavo también lo practiqué durante algún tiempo, en equipos amateurs y aun en encuentros callejeros, en los que participaban mis primos y los vecinos, aunque esa es otra historia).
En los años sesentas, mi afición llegaba a tal grado que era capaz de vender mis libros, como lo hice más de una vez en una librería de viejo de la colonia Roma, para poder acudir al estadio. Recuerdo que en ese entonces las localidades preferentes, atrás de home, tenían un precio de 30 pesos, lo que para mí era rara vez alcanzable, por lo que me conformaba, feliz, con irme a la gradería detrás de los jardines, donde la entrada a localidad “general” era de cuatro pesos. El acceso era por las puertas ubicadas del lado del Viaducto Miguel Alemán, frente al Panteón Francés…. hasta donde alguna vez llevó la pelota el grandote Alonso Perry, de los Diablos, en fenomenal batazo de jonrón. ¿Se acuerdan?
En ese entonces, escribo de memoria, la Liga estaba compuesta por únicamente seis equipos: Los Diablos y los Tigres, del Distrito Federal; los Leones, de Yucatán, los rojos del Águila, de Veracruz; los Sultanes, de Monterrey, y los Tecolotes, de Nuevo Laredo.
Mi afición era casi enfermiza, pues llegaba al grado de escuchar por radio todos los días el partido de los Tigres a través de la XEX, a “la hora mágica del béisbol”, las 7:30 de la noche. Usaba corcholatas de colores (provenientes de diversas marcas de refresco) para formar “equipos” y simular con ellos en un diamante dibujado en un cartón las jugadas que seguía por la transmisión.
En 1960, durante mi “exilio” en Pachuca luego de reprobar el tercero de secundaria, reuní un álbum con los recortes de prensa de todos y cada uno de los partidos de los felinos –entre los que se contaba el segunda base Beto Ávila luego de sus andanzas en las grandes ligas con los Indios de Cleveland-, que ese año obtuvieron el campeonato por segunda ocasión. A la fecha llevan 12 gallardetes.
Durante muchos años mantuve mi atención, presencial o a distancia (como ahora se dice) a las temporadas de beis. Ya acompañado por mi hijo Francisco, a quien contagié no sólo mi afición beisbolera sino también mi predilección por los Fabulosos Tigres, asistimos a muchos partidos, incluido por supuesto el último juego celebrado en el parque del Seguro Social de avenida Cuauhtémoc y Obrero Mundial, el 1 de junio del año 2000, que para nuestro infortunio ganaron los Diablos por nueve carreras a siete.
Posteriormente asistimos, ya no con la misma frecuencia, al estadio del Foro Sol, por los rumbos de la Magdalena Mixhuca, a donde se mudaron ambos equipos capitalinos. Y cuando los Tigres emigraron a la Angelópolis, la mía se convirtió por fuerza en una diversión esporádica. No obstante, asistimos a algunos partidos de las series que durante la temporada sostienen los eternos rivales, primero en el pequeño y grato estadio “Fray Nano” de la Ciudad Deportiva y luego por supuesto en el moderno “Harp Helú”, con capacidad para 20 mil 576 espectadores, donde esta noche se enfrentarán los Diablos y los Tigres en el primer juego de una serie de tres, ante un estadio pletórico… dividido en dos.
Hoy la Liga Mexicana, con categoría “AAA” desde 1967, está compuesta por 18 equipos, agrupados en dos zonas norte y sur. Más peloteros mexicanos que nunca destacan en las Ligas Mayores y el béisbol parece adquirir un nuevo aire, resurgir, alentado por la brillante participación de la selección mexicana en el reciente Mundial de Béisbol y la inesperada y feliz decisión de Imagen Televisión, sirva el anuncio, de apostar por el deporte de los bates y las manoplas y transmitir juegos de las grandes ligas, especialmente de los equipos en los que participan jugadores compatriotas. Lo dicho: vámonos al beis. Válgame.