Por Ernesto Camou Healy
Esta semana apareció un artículo de don Víctor M. Toledo (La Jornada) en el que analiza el panorama mundial del uso de la tierra agrícola. Se basa en un estudio que compendia los datos que se han ido acumulando desde 1930, con base en el Censo Mundial sobre Agricultura, que realiza la FAO cada 10 años.
Afirma el autor que existen en el mundo alrededor de 600 millones de unidades agrarias reportadas en unos 179 países. Estas granjas se distribuyen de la ¬siguiente forma: China y la India 58%, Asia Oriental 15%, África Subsahariana 12%, Europa y Asia Central 6%, América Latina 4% y Oriente Medio 3%. Del total de las parcelas las que tienen una hectárea o menos representan el 72%, las de entre una y dos hectáreas. 12%, las de dos a cinco, 10%, las de cinco a 10 hectáreas 3%, y las mayores de 10 hectáreas 3%. Preocupa constatar que el 84% con dos hectáreas o menos posee solamente 12% de las tierras agrícolas, mientras que el 1% de las más grandes detentan 70% de las explotaciones agrícolas.
Los datos apuntan a una enorme polarización y a un panorama de desigualdad en las formas de cultivo: Agricultura modernizada que utiliza maquinaria, fertilizantes, insecticidas y produce en extensos monocultivos, contra un esquema de pequeñas parcelas en las que las tareas se realizan con mucho trabajo humano y poca inversión monetaria, y así logran las metas familiares: Alimentarse con cierta suficiencia.
El estudio pinta un panorama en el que se contraponen dos lógicas: La de quienes cultivan para obtener comida para la familia y vender excedentes en los mercados regionales, que son quizá cuatro quintas partes de los agricultores del mundo en el 2021, y las explotaciones agroindustriales, que son como el 6% y siembran según la lógica de invertir capital y trabajar la tierra para obtener un producto que se vende y obtener un capital aumentado.
El problema estriba en que una porción no pequeña de estas agroindustrias usan productos que agreden el medio ambiente, como pesticidas, y prácticas agrícolas que agotan los suelos, pueden provocar esterilidad de las superficies, y hace necesario utilizar más agroquímicos, con los que se elevan los costos, y lleva a más empobrecimiento de los terrenos.
Se arguye que es esta fracción la que alimenta a la mayor parte de la humanidad, lo cual habría que matizar: Sí hay producción suficiente para mitigar el hambre, pero no sucede por problemas de distribución y mercadeo que dificultan que los granos arriben a donde resultan más necesarios. Incluso algunos cereales se desvían a usos industriales, lo cual compite con el objetivo de mitigar el hambre mundial.
Por otra parte, las explotaciones pequeñas por todo el globo buscan, en la mayoría de los casos, obtener alimentos para las familias: Granos, verduras, tubérculos, fruta y proteína animal. En muchos casos lo consiguen, otras se quedan cortos y deben salir a trabajar por un jornal en ciudades o granjas más grandes. Pero dan de comer a unos 500 millones de familias del mundo que, a un promedio de seis personas cada una, alimentan frugalmente unos 3 mil millones de seres humanos que viven en pobreza monetaria, pero tienen algo sobre la mesa.
Una buena parte de las unidades pequeñas son policultivos. Un estudio de la Universidad de San Luis Potosí encontró que en la Huasteca el sistema de milpa produce por cada kilocaloría invertida hasta 40 kilocalorías de alimentos, mientras que el modelo agroindustrial logra apenas 2.5 kilocalorías por una aplicada: Esta consigue ganancias monetarias, mientras que el otro, alimento para los suyos.
Son dos lógicas y dos modelos de agricultura. Parece desatinado atender a uno, y descuidar o negar apoyos al otro, sólo porque no alcanza grandes utilidades en términos monetarios, a pesar de que alimente con sencillez a millones de familias. Hay que entenderlos y valorar lo que hacen por la economía mundial y la nacional.