Por Jesús Chávez Marín.
A Irma se le puso muy grave su mamá y la tuvo que llevar al hospital donde estuvo en cuidados intensivos. Todas las noches le rezaba a San Martín de Porres pidiendo que interviniera ante Dios Nuestro Señor para que su mamita no se fuera a morir. En su desesperación, cuando vio que no mejoraba, le ofreció como manda que a su hijo mayor, que se llamaba precisamente Martín, lo vestiría durante seis meses con el hábito de los dominicos en honor de él que era tan milagroso y que tantos favores le había concedido.
A la mañana siguiente de aquella promesa, por coincidencia o por la fuerza de la fe, el doctor le avisó que la mamá había reaccionado positivamente al tratamiento y que, si todo iba bien, en tres días la pasaban a sala general. Ese mismo día hasta le permitieron a Irma entrar a visitarla cinco minutos.
Una semana después la señora se alivió, salió del hospital bastante recuperada, así que Irma se preparó para cumplir la manda: fue a los Almacenes Touché a comprar telas de color negro y otra de color blanco para coser un hábito de dominico a la medida de su hijo Martín.
Cuando este se enteró de que tendría que vestirse de santo para cumplir la manda de su mamá, se enojó mucho:
—No, mamá, ni creas que me voy a poner esas garras —le dijo renegando.
—No seas malcriado, no son garras, es el sagrado hábito de San Martín de Porres, que además es tu tocayo —replicó ella en tono de regaño.
—Es que me voy a ver muy risión, mamá, no seas mala. Además, la manda la hiciste tú, no yo.
—Pues gracias a esa manda San Martín nos hizo el milagro de que se aliviara tu abuelita, y ahora tenemos que cumplir. Ofrécele ese sacrificio a Dios Nuestro Señor.
Irma duró algunos días para confeccionar el hábito, no era cosa fácil, pues en los primeros intentos no le salía; se basó en estampitas y sobre todo en una foto que vio en un libro de arte que le prestaron en la parroquia, donde venían retratos de santos. Ella era tesonera y siempre lograba lo que se proponía. Su mamá le había enseñado a coser y a bordar, era muy habilidosa. Un sábado en la tarde le habló a Martín para que se midiera el traje ya terminado; el niño seguía molesto por la injusta decisión de su mamá, pero ya dispuesto a obedecer, pues la quería mucho y la respetaba. Ella le dijo que desde el lunes siguiente ya tendría que vestir el hábito a todas horas, a donde fuera, y así sería durante seis meses.
Ese mismo lunes iba a surgir la primera dificultad. Cuando Martín llegó a la escuela y se formó en la fila para el saludo, su maestra de tercero lo llevó aparte a uno de los salones y le dijo:
—Válgame, Martín, ¿por qué vienes con esa ropa? —preguntó azorada, aunque en tono cariñoso.
—Ay, maestra, es que mi mamá hizo una manda y así voy a tener que andar. Yo no quiero venir así a la escuela, pero ella no me hizo caso —explicó muy apenado.
—Pues no creo que te lo vayan a permitir las autoridades escolares; explícale a tú mamá que esta es una escuela pública y que aquí se imparte educación laica, no se admite ninguna expresión de tipo religioso.
—Está bien, maestra, ¿ya me puedo ir?
—Sí, Martín. Por hoy no te pondré falta y te espero mañana en clase, ya con tú ropa normal.
Irma fue a hablar con la maestra para pedirle que le permitiera a su hijo asistir a clases con su hábito dominico, pero ella se negó: el reglamento escolar prohíbe usar todo tipo de manifestación ideológica en el plantel escolar; además debía tomar en cuenta que algunos compañeros podrían burlarse cuando lo vieran llegar así. Irma insistió en lo de la manda, un asunto sagrado no podía dejar de cumplirse, hay potestades más altas. Y por favor le pido respete mis sentimientos de fe, exigió.
Siguió discutiendo con ella, pero no hubo poder humano que la hiciera cambiar su decisión. Al final, solicitó que dieran de baja a su hijo; ella lo inscribiría en el siguiente ciclo escolar. La maestra trató de convencerla de que era demasiado radical su postura, le iba a perjudicar al niño en su formación, y no solo en la escolar, sino también en la de su vida social. Pero Irma no entendía razones.
Cuando regresó a su casa y le dijo a Martín que durante el resto del año ya no iría a la escuela, este al principio se alegró al imaginar unas vacaciones permanentes, pero después empezó a pensar en que ya no vería a sus compañeros: la mayoría de los amigos eran de la escuela. Por otro lado, se atrasaría en las clases y los que iban junto con él lo adelantarían un año, le tocaría ser compañero de los más chicos.
Martín era popular en la escuela porque era bueno para el basquetbol, además no le iba tan mal en las calificaciones. Trató de explicarle todo eso a su mamá, para que lo volviera a inscribir; le prometió que se pondría el traje de santo en cuanto regresara de la escuela y lo usaría completito sábados y domingos, pero Irma le explicó que esa era una forma incompleta de pagar la manda, era un asunto delicado no cumplir.
Fue así como Martín abandonó la escuela contra su voluntad y se dedicó a ayudarle a su mamá, quien trabajaba en una tortillería. Era de las primeras que hubo en el barrio, había sustituido al antiguo molino de nixtamal. Irma le pidió a su patrón que, aparte de su sueldo como empleada, pues era ella la que operaba la máquina de hacer tortillas, le permitiera vender por su cuenta paquetes de kilo y de medio kilo distribuidas casa por casa.
En la parrilla de la bicicleta que usaba el niño, mandó instalar una canasta en la que cada mañana muy temprano cargaba paquetes de tortillas. Le dibujó una ruta para que fuera casa por casa a ofrecer entregas diarias. El dueño de la tortillería le daba a Irma el 30% de las ventas. Aunque al principio Martín se sentía inconforme por andar vendiendo tortillas en lugar de ir a la escuela, y todavía más que tenía que hacerlo vestido de San Martín de Porres, poco a poco le fue encontrando el gusto a ese trabajo; además se sentía muy bien de ayudarle a su mamá con el dinero.
Conoció toda la colonia en el recorrido diario de su ruta vendiendo tortillas, le daba gusto ver cómo se iban juntando los centavos para su mamá y disminuyendo en la canasta los paquetes. Las señoras del barrio agradecían la entrega y les caía muy bien el muchachito tan educado, vestido de fraile, que pasaba todos los días por su casa. Martín a su vez conoció por primera vez a unos personajes en los que antes muy poco se fijaba: los adultos.
Aprendió a ser discreto con ciertas entradas y salidas de la gente. Aunque antes ya conocía de vista a todos los vecinos grandes y chicos del barrio, ahora los rostros se singularizaban por distintas acciones. Lo primero que le tocó ver fue a un señor alto y moreno, vecino de las orillas, cuando salía muy apurado de la casa de Enriqueta, la mamá de uno de sus excompañeros. Se preguntó qué andaría haciendo de visita tan temprano los días en que Vicente, esposo de Enriqueta, andaba de turno en el tren, pues era garrotero del ferrocarril y duraba días trabajando fuera.
En su recorrido fue de asombro en asombro observando la conducta de los grandes, ya que su relación con los de su edad se había reducido a la pequeña vida de su calle. Entre muchas otras cosas observó que Faustino, un joven ferrocarrilero que trabajaba como jefe de patio en la estación, había montado un discreto sistema de robo que le estaba produciendo más ganancias que las de su sueldo. También le tocó enterarse del movimiento matutino de la Quinta Rosa y de una casa a la que le decían Quica la Chica, los dos burdeles de la zona que antes solo había visto como unas casas grandes muy adornadas, sin que supiera el asunto a que se dedicaban. Poco a poco fue armando el rompecabezas que formaban las costumbres habituales de la gente.
Para comprender las novedades que ahora ocurrían frente a su mirada, Martín se hizo aficionado a la lectura de diccionarios y a la literatura religiosa que había en su casa, incluida la Biblia, que en ese entonces estaba prohibido para los niños.
A esta actividad de lectura se sumó el cultivo de la caligrafía, en la cual Martín se había hecho experto desde que su padrino Fermín le regaló para Navidad un hermoso tratado de caligrafía, que era libro muy raro donde venía una infinidad de tipos de letras manuscritas, desde las exóticas hasta las sencillas.
De unas cartulinas blancas que tenía, parte de sus útiles escolares, recortó cuidadosamente tarjetas tamaño postal y escribió con letra gótica muy bien dibujada la primera de ellas, como ensayo. Decía: No desearás la mujer de tú prójimo. No traiciones tu vida. Luego le puso una firma críptica de dos iniciales: BM, que para él significaban beato Martín, que es como llamaban a San Martín de Porres en una radionovela peruana. Dobló por la mitad la tarjeta y al día siguiente la escondió entre los papeles donde llevaba el control de las ventas.
Ese día le tocaba hacer entrega en la casa redonda de la estación de ferrocarril. Como llegaba temprano, había poca gente. Fue fácil localizar la bicicleta del mecánico alto y moreno que vio salir de la casa de Enriqueta. Colocó la postal de tal manera que solo él pudiera hallarla. Fue cuidadoso de que nadie lo viera, y enseguida, como si nada pasara, siguió su ruta.
Muy pronto las tarjetas proliferaron. La de Enriqueta decía: Cuida la virtud de tu casa, no arriesgues la honra por un capricho. La que le escribió al joven ladrón advertía: No apresures tu riqueza con lo ajeno, sé honrado y elegante.
Las postales se fueron haciendo famosas, pero en sordina porque nadie se arriesgaba a poner en evidencia los propios secretos. Sin embargo, los vecinos hablaban del asunto como de algo ajeno, las tarjetas misteriosas que nadie había visto jamás pero que ya se habían hecho presentes como leyenda.
Los más dados a la imaginación hablaban de versículos que se escribían directamente en algún convento donde había profetas que adivinaban el pasado y el futuro y llegaban de la nada, como un milagro. Algunas conductas equivocadas se corrigieron, por temor o por arrepentimiento; otras de las advertencias fueron ignoradas y atribuidas a cualquier ocioso vengativo. Nadie sospechaba que un niño de nueve años pudiera tener esos alcances, aunque anduviera vestido de monje.
Tal vez todo hubiera continuado igual. Cuando aquellos oráculos morales llegaban, con aquella escritura dibujada letra por letra donde una extraña prédica de este mundo o del otro movía conciencias, conseguían que algunos se arrepintieran y otros por lo menos supieran que ya se les había descubierto el pastel. Y así fue pasando un día y otro, hasta que el niño predicador y calígrafo cometió un error fatal.
Se había enterado y hasta casi le tocó ser testigo de que Maximino, cada vez que llegaba de parranda, por cualquier motivo golpeaba terriblemente a su esposa, a veces hasta desmayarla. Era un hombre tranquilo, pero cuando se emborrachaba se volvía un monstruo; no sé qué atávicas amarguras le provocaban atacar a su esposa de manera tan vil, pues ella era una mujer muy noble con él y con los hijos.
Más pronto que tarde, Martín dibujó en la respectiva tarjeta cada letra de las siguientes palabras: “No golpees a la madre de tus hijos. Es violencia contra tu mismo espíritu”.
Y todo hubiera salido bien, si no es porque Martín dejó escondida la tarjeta en la caja de herramientas del sujeto equivocado: nada menos que la del hermano de la mujer golpeada. Este esperó furioso a que dieran las siete de la tarde, la hora en que sabía que su cuñado llegaba a la cantina El Resbalón. Cuando entró; ya estaba allí su cuñado y de inmediato lo increpó:
—¿De modo que eres muy bueno para pegarle a las mujeres? —le preguntó furioso.
—¿Qué traes? —dijo Maximino sorprendido.
—¡No te hagas pendejo!… ya sé que le pegaste a mi hermana, casi la matas.
—No te metas en lo que no te importa, esos son asuntos de mi casa.
—Los asuntos de mi hermana son mis asuntos. ¿Así que muy valiente con las mujeres?
—No quiero bronca contigo, eres mi cuñado, pero eso no te da ningún derecho.
Al hermano le dio más coraje el cinismo con el que el otro trataba de evadir el pleito. Se puso de pie frente a él y lo retó abiertamente:
—Pues bronca ya la tienes. A ver qué tan macho te pones con un hombre: vámonos aquí afuera para ponerte el doble de chingazos de los que le diste a mi hermanita.
Maximino no se levantó de su silla, dando a entender que no aceptaba el reto. Ya asustado replicó:
—No quiero que vayamos a tener problemas ni tú ni yo, estamos en un lugar público. Si quieres otro día nos vemos para hablar de este asunto.
El otro ya muy apenas podía contener el coraje. Cuando recibió la postal firmada por BM, de inmediato había ido a casa de su hermana y la encontró en condiciones deplorables, a pesar de que ella trataba de ocultar las marcas de los golpes: un ojo casi cerrado, dos dientes rotos y todo lo que la ropa ocultaba. Recordando esa estampa, gritó:
—No seas cobarde, levántate.
—Ya te dije que no quiero pelear, entiende.
—Pues si no te levantas, allí mismo te madreo.
Ya no esperó réplica, con agilidad furiosa sacó de entre sus ropas un verduguillo y se lo enterró completo en el abdomen. Con la misma agilidad lo limpió en la camisa de Maximino y salió de la cantina en completa calma, antes de que casi nadie se hubiera dado cuenta de lo que pasó.
Mientras Maximino comenzó a desangrarse, luego de dar algunos pasos y caer al piso, el cantinero tomó el teléfono para llamar a la policía, misma que llegó media hora después, cuando ya Maximino había dejado de respirar.
Los agentes preguntaron por el nombre del agresor. En parte porque nadie lo sabía, y en parte por la conspiración de silencio que suele haber en esos lugares, no se supo nada en claro. Cuando los servicios periciales llegaron, ya la cantina estaba desierta y solo el cantinero respondía una y otra vez que no conocía a tales sujetos. Ni al muerto, ni al otro.
La noticia de la tragedia salió en el radio y en los periódicos del día siguiente, todo el barrio se enteró y se preguntaban quién podría haber sido el que mató a Maximino en la cantina El Resbalón, pues a pesar de que los vecinos frecuentaban ese bar, a ninguno le tocó ver el pleito. El hermano de la esposa no vivía en ese barrio y muy pocas veces la visitaba, así que nadie lo hubiera podido identificar. La policía hizo algunas pesquisas, pero todo fue inútil, a los dos meses ya se había dado carpetazo al asunto.
El que siempre supo quién desencadenó los hechos que llevaron a la muerte a Maximino fue Martín, pues desde muy pronto se había dado cuenta de que se equivocó al poner el mensaje donde no correspondía. Por una fatal casualidad, el cuñado había ido esa mañana a visitar a su hermana y dejó su caja de herramientas a la entrada de la casa, el muchacho pensó que era la de Maximino. Y allí muy escondido puso el mensaje sentencioso.
De golpe se dio cuenta de que nadie puede intervenir en la vida de los demás sin arriesgarse a que sucedan cosas irremediables.
Para no levantar sospechas siguió repartiendo las tortillas con toda normalidad, vistiendo el hábito religioso con humildad y resignación. Nunca pudo borrarse el remordimiento de haber causado una muerte. Y así siguió hasta que terminaron los días de la manda y volvió a la normalidad de un niño de nueve años que, sin embargo, quedó marcado. Cuando inició el ciclo escolar, su mamá lo inscribió de nuevo en la escuela y Martín se integró al grupo, aguantando con timidez que ahora era el grandulón de la clase.