Por Joaquín Calderón Ochoa
Fue una experiencia que por algunas razones personales rezaba porque se extendiera hasta el infinito, que no existiera el fin, que todo permaneciera tal y como se veía en esos momentos: una veredita estrecha en momentos, un poco más amplia en otros, cantidades inmensas de pastos amarillos pajizos, matorrales, árboles, arroyos, un poco de polvo, rocas, pájaros y por entre todos esos espacios entreverados, los pasos, voces, risas y pláticas de los caminantes; formando burbujas de armonía y fe, sí, burbujas que como barcos de vela se van viajando hasta el horizonte, hasta donde encuentran personas tristes o necesitadas y las envuelven para reconfortarlas, aunque sea un poquito. Los caminantes no lo saben, pero por eso es que van felices.
Y me preguntaba, cuántas veces los humanos emprendieron caminatas así, en grupo, en hileritas y acompañados por una fuerte voluntad, demostrando lazos de fraternidad y mirando desde lo alto hasta donde alcanza la vista, una y otra vez, intentando percibir y comprender el rumbo, el rumbo de la vida.