Por Gabriela Gil Veloz
La inspiración de la senda
Rey es el primero de los diez hijos que tuvieron José Calderón y María Luisa Ochoa (José y María); su madre lo parió después de la media noche, un primero de junio de 1955 en Carichí, lugar de una de las primeras misiones jesuitas en Tarahumara. Siete años después de que Rey nació, dejaron Carichí, toda la familia se mudó a Santa Ana Namiquipa, al noroeste del estado. Años después Rey entró al seminario diocesano de Tarahumara en Carichí, cuando tenía 12 años. Pasada la secundaria y la prepa, Ricardo Robles SJ “el Ronco” les propuso a los seminaristas hacer un “cuarto año” para aprender la lengua rarámuri y convivir con las comunidades.
Rey es el primero de los diez hijos que tuvieron José Calderón y María Luisa Ochoa. Foto: Archivo Fotográfico del Seminario San José Obrero, Acervo Ricardo Robles SJ.
En el cuarto año fue en donde Rey conoció la historia antigua de las misiones jesuitas de Tarahumara. Entre ellas la de Carichí y el padre Tomás de Guadalaxara, un jesuita poblano que misionó en Chihuahua y refundó la misión de Carichí. El padre Tomás, salió del pueblo de San Joaquín y Santa Ana el 6 de noviembre de 1675. Pasó por San Borja, Tepórachi y Boréachi con cinco rarámuri que lo invitaron con insistencia. El misionero y los rarámuri iban en mula, —tal vez los rarámuri a pie— para llegar a Carichí. Al llegar, Tomás encontró que los rarámuri tenían una gran fiesta, un yúmari de varios días. Le pidieron que bautizara a los niños. Los rarámuri llamaban a su pueblo Werú Carichí, Guadalaxara les propuso renombrarlo Jesús Carichí.
Esta historia se quedó en su corazón, con el anhelo de algún día recorrer con las plantas de sus pies, aquel mismo camino que el padre Tomás de Guadalaxara SJ recorrió para refundar Carichí.
Pasaron los años, la vida misma. Rey salió del seminario a sus 19 años para colaborar en procesos de educación comunitaria en el Cerro de la Cruz en la ciudad de Chihuahua y luego en la Lealtad. Se forjó como albañil y luego como carpintero con sus compañeros de comunidad (exseminaristas y gente del barrio). Más adelante, entró a la Mueblería del Pueblo, una cooperativa carpintera que años después transformaron en la Carpintería del Pueblo en donde colabora desde hace más de 40 años. Ya en la carpintería conoció a Paty, una maestra exvoluntaria de Gonogochi, una escuela rarámuri en Tarahumara. Hicieron vida juntos, crearon y criaron dos hijas.
En 2020, Rey retomó sus investigaciones de la ruta de Tomás Guadalaxara. La compartió con otro exseminarista carpintero carichiense, Carlos Granados. Carlos tenía la experiencia previa de recorrer caminando la Ruta de la Plata, de Batopilas a Chihuahua. Así planearon la primera ruta misionera; Rey desde la historia, Carlos en el camino; coartada por el covid. Ese año, Rey y Paty la hicieron en auto: Santa Ana, San Borja y Carichí.
El inicio del 2021 nos arrancó a Paty. Ese fue el primer año que carichienses caminaron los cuatro días de la senda. Una expedición de diez hombres y cinco mujeres.
Este año, 2022, recorrimos con ellos el primer día y los recibimos el último.
Nuestra historia
—2020— Durante mi trabajo de campo, busqué a religiosas, sacerdotes, laicos y exseminaristas involucrados con el vicariato y la diócesis de la Tarahumara. Encontré diversidad de personajes. Varios de ellos me hablaron de Reydecel, un exseminarista que vivía en Chihuahua. Tiempo después lo encontré en Facebook, le escribí, a los cuatro meses me respondió. Le pedí una entrevista. Me respondió que seguramente lo estaba confundiendo con su homónimo que trabaja en el Archivo del Arzobispado. Pensé que era uno más de los que no quería ser entrevistado.
Otros meses después, él fue quien me escribió. Me preguntó por el libro de Joseph Neumann Historia de las rebeliones en la sierra Tarahumara (1626-1724). Le envié la versión checa escaneada que tenía. Estuvo muy agradecido y ahí empezó la amistad. Me contó de una caminata que organizaba de Santa Ana a Carichí, el camino que recorrió Tomás Guadalaxara (1648-1720) del 6 al 9 de noviembre de 1675 cuando lo invitaron los rarámuri de Carichí a bautizar a una fiesta de yúmari. Esa era la razón por la que quería el libro de Neumann, buscaba información sobre los misioneros de Carichí. Intercambiamos textos, opiniones, experiencias.
Me contó de una caminata que organizaba de Santa Ana a Carichí, el camino que recorrió Tomás Guadalaxara (1648-1720) del 6 al 9 de noviembre de 1675. Foto: Reydecel Calderón.
Un día de noviembre (2020) le llamé por teléfono porque tenía algunas dudas del seminario. Me dijo que no tenía nada que contarme, tenía más de 40 años fuera de Tarahumara. Le dije que estaba bien pero le pregunté cómo entró al seminario, quienes fueron sus maestros, cómo fue la formación. Habló por más de dos horas, yo anoté algunas ideas. “Lo bueno es que no tenías nada que contarme”, le dije y reímos.
Por fin nos conocimos en persona, el lunes de pascua de 2021. Yo volvía de Raramuchi e iba rumbo a Guadalajara. Esa mañana antes de que saliera mi avión, pasó por mí y me llevó a la carpintería del pueblo y tomamos él un café y yo un té. Me dio unas coyotas “para que le llevara a mis familiares”.
En junio de ese mismo año volví por unos días a Chihuahua, uno me llevó al Cerro Grande, otro a la carpintería con Pancho Ortiz para hablar del seminario y el último día fuimos a los Ojos del Chuviscar con Nithia y Tanya. Caminamos descalzos en el lodo para cruzar el río. Vimos las pinturas rupestres.
Nos seguimos escribiendo, él me mandaba sus textos de los 40 años de la carpintería del pueblo y de la historia de su familia. Yo le envié un texto sobre Talao, el cantador de Bawinokachi. Me invitó a la Senda de los Misioneros del 2021, no fui porque estaba escribiendo el último capítulo de mi tesis. Leí sus crónicas de la caminata. Y yo le compartí ese último capítulo: la misa yúmari. En 2022 le envié los demás capítulos corregidos: la actualidad de la diócesis, Salvador Martínez Aguirre (1958- 1972), José A. Llaguno (1972-1992), José Luis Dibildox (1994- 2005). Me leía, me daba ánimos, le daba sentido a la investigación que hice durante los últimos años. Me hacía sentir que valía la pena haber escrito eso. Me quitaba las espinas que me impedían avanzar.
El último día de mayo de 2022, que volví de Xela a San Cristóbal me llamó para contarme que la tristeza le atacó su pulmón izquierdo. Miramos juntos su tristeza y juntos la lloramos. En agosto “me mandó llamar”, antes de iniciar el protocolo para despedir la tristeza. Allá fui.
La senda
Rey pasó por mi antes del amanecer, esperamos a Chava en Zootecnia. A Chava se le hizo tarde y olvidó su cartera en el uber. En el entronque de Cuauhtémoc recogimos a Joaquín, hermano de Rey. Íbamos camino a Santa Ana, en donde los demás caminantes ya nos esperaban. Estaban en la funeraria de Santa Ana, ahí durmieron algunos, en la cocina tenían burritos de frijol y de asado. Encontré a Nacho, antiguo sacerdote de Carichí, que al salir su congregación de la sierra, dejó el sacerdocio. Ahora trabaja en la Fundación Llaguno en Norogachi.
Tomaron una foto inicial, con quienes ahí estábamos: caminantes, familiares, organizadores. Hicimos un círculo frente a la iglesia de Santa Ana, las autoridades nos dirigieron unas palabras “qué orgullo que se interesen por recuperar la historia, más que la gente del mismo pueblo”. Doña Yolanda, una mujer del lugar nos dio una bendición. Carlos Granados, le dio la palabra a Rey, él explicó el sentido de la caminata.
Hicimos un círculo frente a la iglesia de Santa Ana. Foto: Jaime Álvarez.
Iniciamos el camino, por la carretera de Santa Ana, pasamos por los campos cultivados y ya cosechados, amarillos de otoño.
Los campos cultivados y ya cosechados, amarillos de otoño. Foto: Gabriela Gil Veloz.
Seis kilómetros después nos desviamos a la izquierda, caminamos en el monte. Chava me decía señalando a lo lejos “¿ves esa antena de allá?, por ahí vamos a pasar hoy y vamos a llegar más lejos”. Al medio día llegamos a Santa Rosa, un pueblo de construcciones de adobe deshaciéndose por el paso del tiempo. En la cancha techada descansamos. Ahí me presentó Rey al maestro Marcelino. Un maestro rural de Cusihuiriachi interesado en la historia es de los organizadores de la logística de la caminata. Cuentan que no tiene rodilla, con su sombrero y su bastón de palo, dio cada paso.
Marcelino, maestro rural de Cusihuiriachi. Foto: Reydecel Calderón.
El maestro Marcelino me preguntó por mi gorra que tenía una estrella roja.
– ¿Es de Polonia?
– No, es cubana
Me contó sus aventuras en Cuba, estuvo en los campos de cítricos con los agricultores. Varias veces lo corrieron de Chihuahua, por comunista, al final lo invitaron como cronista de ciudad Cuauhtémoc.
Después del descanso entramos a la iglesia de Santa Rosa.
Iglesia de Santa Rosa. Foto: Víctor Molina.
Salimos del pueblo, y encontramos el río bordeado de piedras altas, una probadita de las formaciones rocosas enormes de Tarahumara. Cruzamos el río, sin zapatos, sentimos las piedras en la planta de nuestros pies. Alejandro cargó a una de las mujeres para cruzar.
Cruzamos el río, sin zapatos, sentimos las piedras en la planta de nuestros pies. Foto: Reydecel Calderón.
Seguimos el camino entre pastizales secos de otoño, el sol brillante y caliente. Subimos la montaña. Hacia delante: la cuesta, poco inclinada. Hacia atrás: las montañas de Santa Ana, moradas, amarillas, verdes, con pocos árboles. Las espinas de los gatuños nos atrapaban los tobillos, a quienes tenían los brazos descubiertos, les arañaron los brazos y se los ensangrentaron. Yo con mallones de algodón, seguido me atrapaban los tobillos, me detenían, no me dejaban avanzar. Así como sentía a los gatuños de CIESAS no me dejaban avanzar en mi tesis. Rey me detenía, con su mano tomaba el gatuño del extremo y me liberaba, de los gatuños del monte, de los gatuños de CIESAS. De los dos.
Entre pastizales secos de otoño, el sol brillante y caliente. Foto: Gabriela Gil Veloz.
El calor cada vez más intenso, se nos terminó el agua… Joaquín nos compartió unos trocitos de piloncillo, que nos dieron energía para seguir. Una hora después Chava encontró un pequeño estanque, llenó mi botella, la suya, varios más hicieron lo mismo. Yo ya me sentía insolada, llena del sol en todo el cuerpo, en la cabeza. La antena a la que teníamos que llegar se nos alejaba. Paramos en la sombra de un pequeño táscate entre los matorrales. Joaquín se adelantó para explorar más el camino; regresó con noticias, los paisajes eran hermosos, se veía un río, pero no el camino a San Borja.
Desandamos el camino, cansados, con poca agua, insolados. Jesús Manuel “el Chu”, encontró la vereda entre el alto pastizal rectificamos el camino. Los ánimos de quienes conocían el camino subieron. “Perdidos no estamos”. Con la certeza del rumbo pasamos pastizales, con la luz de atardecer que alargaba nuestras sombras. Cruzamos cercos, derecho anduvimos.
La luz de atardecer alargaba nuestras sombras. Foto: Gabriela Gil Veloz.
Rey dice que esa vereda entre laja, tan marcada es seguro que tenga más de mil años. Los habitantes de estos pueblos ya no las usan porque ya hay carreteras. Encontramos los huesos de una vaca. Las hojas de un sauce enorme despedían al sol, el río brillaba con los últimos rayos del día, las piedras del río nos esperaban, el álamo amarillo nos recibía. Cruzamos el río pisando las piedras más grandes.
Las hojas de un sauce enorme despedían al sol. Foto: Gabriela Gil Veloz.
El río brillaba con los últimos rayos del día, las piedras del río nos esperaban, el álamo amarillo nos recibía. Foto: Gabriela Gil Veloz.
Se asomó la luna, el ganado en los campos de las afueras de San Borja. Llegamos. Con hambre, con sed y felices. Con el cerro adentro. Con el alma expandida. Nos sentamos en las escaleras de la iglesia de San Borja y no pasaba nada. Nos empezó a dar frío.
Salió la luna llena y me llegó mi luna.
Joaquín fue por el coche a Santa Ana y volvimos los tres a Chihuahua. Los demás pernoctaron en el río de San Borja y al siguiente amanecer continuaron el camino, lunes y martes.
Se asomó la luna, el ganado en los campos de las afueras de San Borja. Llegamos. Foto: Gabriela Gil Veloz.
Carichí, la llegada…
El miércoles nueve de noviembre, Joaquín, Rey y yo, llegamos a Carichí y nos echamos a andar al monte para encontrar a los caminantes de la senda. Pasamos por la pista de aterrizaje, cruzamos alambres de púas. Seguimos un camino ancho, encontramos unas manzanas recién comidas… Íbamos rumbo a Piedra Pinta. Al fin los caminantes tuvieron señal, no los encontramos en el monte, pero al menos tuvimos la ilusión de hacerlo. A lo lejos vimos un coyote dorado.
Volvimos al pueblo. Encontramos un gran escenario. Las niñas rarámuri del internado de secundaria de las siervas hacían una valla con globos blancos en sus manos, a lo largo de la explanada de la iglesia de Carichí. Fuera de la iglesia un letrero grande daba la bienvenida a los caminantes de la senda de los misioneros. Una bocina, un maestro de ceremonias, la encargada del DIF municipal, la hermana Érika y las voluntarias. El sacerdote franciscano con su alba. Todos listos para la llegada de los caminantes. Practicaban unas porras con las niñas, ellas con hambre y en el sol.
Las niñas rarámuri del internado de secundaria de las siervas hacían una valla con globos blancos en sus manos, a lo largo de la explanada de la iglesia de Carichí. Foto: Gabriela Gil Veloz.
Al fin llegaron los caminantes, después de cuatro días. Empezaron las porras, los ánimos y la admiración. Las niñas tronaron los globos blancos. Nos acercamos al escenario fuera de la iglesia. Palabras del maestro de ceremonias, palabras del DIF, palabras de los caminantes. Entramos a la misa. El sacerdote, del sur, hizo referencia a las peregrinaciones que hacen en su pueblo de varios días caminando a la basílica de Guadalupe. Aunque esto no es una peregrinación, es hacer memoria con los pies, con todo el cuerpo y con el alma.
Entramos a la misa. Foto: Manolo Calderón.
La hermana Érika nos invitó a todos los caminantes a comer al internado de niñas. Compartimos historias, recuerdos, risas y los alimentos. Doña Ramoncita durante la comida con una sonrisa me dijo “yo no me cansé nada”.
– En nuestra congregación nos enseñan que hay que regalar y ofrendar algo que hayamos hecho con nuestras manos.
Nos hicieron donas de postre, con café. Nos despedimos con la ilusión de encontrarnos el próximo año en la senda, para los 348 años de la fundación de Carichí.
Doña Ramoncita durante la comida con una sonrisa me dijo “yo no me cansé nada”. Foto: Joaquín Calderón.