Por Francisco Ortiz Pinchetti
Ora sí que no se midió mi General Secretario. Al describir el operativo que supuestamente se llevó a cabo en las inmediaciones de Culiacán que culminó en la captura de Ovidio Guzmán López, nos contó un cuento chino que poco tiene que ver con lo realmente sucedido aquella madrugada atroz del pasado 5 de enero.
Según su relato, la detención del cotizado narquito habría ocurrido casi casi de manera fortuita. Al encontrarse en las goteras de Culiacán con una caravana de vehículos “con blindaje artesanal característico del que utilizan las organizaciones criminales”, dijo, los militares habrían pedido a los tripulantes descender de sus vehículos para efectuar una revisión. Aunque en principio los maloras se resistieron y hubo una reyerta a tiros, acabaron por ser sometidos. Entre ellos estaba uno que se parecía al hijo de El Chapo Guzmán. “Yo soy Ovidio”, les dijo a los soldados. Y si, ¡era Ovidio!
Claro, la platicó bonita: “Personal militar al realizar reconocimientos terrestres al noroeste de Culiacán llevo a cabo la detención de Ovidio Guzmán. Dicha detención fue derivada de seis meses de trabajo de reconocimiento y vigilancia en el área de influencia de este grupo criminal, donde se tenía conocimiento que lleva a cabo sus actividades ilícitas”.
Agregó que el detenido fue trasladado inmediatamente a las instalaciones de la Fiscalía Especializada en Materia de Delincuencia Organizada (FEMDO) en CDMX, para ser puesto a disposición del agente del ministerio público federal y determinar su situación jurídica.
Y tan tan.
La realidad es bien otra. A horas de la madrugada de ese jueves (por cierto, casualmente, tres días antes de la llegada a nuestro país del presidente estadunidense Joe Biden para asistir a la Cumbre de Líderes de América del Norte), alrededor de 800 soldados del Ejército Mexicano y la Guardia Nacional irrumpieron en Jesús María, una comunidad de alrededor de cinco mil habitantes situada a unos 40 kilómetros al norte de la capital sinaloense, donde tenían su residencia El Ratón, como se conoce a Ovidio por aquellas tierras, y su familia. Apoyados por helicópteros martillados, de esos que no le gustan a Andrés Manuel, los militares mantuvieron una verdadera batalla por tierra y aire con quienes defendían la guarida del hasta antes de ese día intocable junior.
Testimonios de los vecinos de Ovidio, habitantes de una comunidad básicamente de pescadores pobres, aseguran que la balacera duró alrededor de seis, siete horas. En un reportaje del diario sinaloense Noroeste, videograbado, mujeres y hombres describen la angustia que sufrieron para proteger a sus niños de las balas que llegaban de todas partes, incluidos los techos de lámina de sus viviendas.
Ellos mostraron ante las cámaras de ese y otros medios informativos las perforaciones causadas por los proyectiles. Pudieron observarse también centenares de casquillos percutidos en patios y calles del poblado.
En su crónica para El País, la reportera Georgina Zerega escribió que de acuerdo con los pobladores que entrevistó los balazos salían de todos lados, y un helicóptero de las Fuerzas Armadas comenzó a disparar desde el aire sobre las casas. “Todo el poblado quedó convertido en un campo de guerra”, resumió.
Según reportó también Noroeste tres días después de los hechos, hubo 49 familias de la comunidad de Jesús María afectadas. Además de decenas de vehículos baleados y quemados, entre los enseres y muebles dañados por las balas en sus casas hay también techos de láminas, tanques de gas, catres, tinacos, colchones, sillas de ruedas, aires acondicionados, estufas y otros.
Hablan esos testimonios, además, de al menos 140 desaparecidos, de entre los 12 a los 35 años de edad, y dentro del grupo hay mujeres y hombres.
El saldo oficial fue de 29 muertos (que extraña y curiosamente no habían sido registrados en las estadísticas de homicidios del Sistema Nacional de Seguridad Pública hasta este jueves). Fallecieron 19 sicarios y 10 militares, incluido un coronel del Ejército. Hubo además 35 heridos, todos militares.
Una masacre.
Si, una matazón como no había ocurrido en ninguna operación militar, ninguna, ni en tiempos de la llamada Guerra de Calderón. La reaprehensión por ejemplo del mismísimo Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, ocurrida también en Culiacán el 21 de febrero de 2014 durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, fue lograda sin que se disparara un solo tiro. Hubo otros varios casos similares.
Es claro que un operativo de esas dimensiones y características –una masacre, pues– sólo pudo ser ordenado por el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. “¡A sangre y fuego, mi general!”, debió decirle al General Secretario. “Ahora sí, ¡quiero a Ovidio, ya!”. Y sí, fueron a por él, como dicen los españoles, con casi un millar de elementos armados hasta los dientes…
Bendito sea Dios, según aclaró el general Luis Crescencio Sandoval González dichas actividades “se llevaron a cabo con estricto apego al Estado de Derecho y pleno respeto a los Derechos Humanos”. Calificó la detención como un “golpe contundente a la cúpula de poder del Cártel del Pacífico”. Lo fue, sin duda.
También fue contundente, aunque no lo diga mi General Secretario, el daño causado a esa comunidad. De ahí su repudio público a los uniformados a pesar de la andanada de regalos y servicios que el gobierno volcó para mitigar su coraje, su dolor, su denuncia. Contundente, mi general. A sangre y fuego. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
NUEVO LEMA. Dicen los enterados de lo que pasa en los vetustos pasillos de Palacio Nacional que el dictamen de la FES Aragón avalado por la UNAM que confirma que la ministra Yasmín Esquivel Gutiérrez –a quien AMLO promovía para la Presidencia de la Suprema Corte, ojo– se planchó, copió de plano su tesis profesional de otra anterior, ha provocado un sacudimiento inusual en el círculo más cercano del tabasqueño. Y no es por la vergüenza que semejante y bochornoso hecho provoca, sino por la decisión de Andrés Manuel de adecuar a la realidad uno de los lemas torales de su mandato, que ahora sería así: “No mentir, no robar, no traicionar… ¡y no plagiar!” ¿Será?