110 años de Simone Weil

Por Hermann Bellinghausen
—Debió ser una mujer insoportable. Para Trotsky, una ultraizquierdista sin remedio. Para el cacicazgo Sartre-Beauvoir, una histérica. Orwell, tan parecido a ella, dice David Rieff que la hubiese odiado (aunque los dos combatieron en Cataluña al lado de los anarquistas, y compartían el raro talento de hacerse la vida imposible). Ella misma, comentando a los locos de Shakespeare, escribe que pueden decir la verdad cuando el resto miente. Y añade: “Quienes celebran mi inteligencia omiten la pregunta que importa: ¿Digo la verdad o no? Mi posición de ‘inteligente’ equivale a ‘loca’. ¡Cuánto preferiría esta etiqueta!” En La importancia de Simone Weil, Czeslaw Milosz describe a la pensadora sin tacto alguno al escribir, indiferente a las modas, violenta en sus juicios. No le importa quedar bien. Curioso que llame violenta a una radical de la no violencia.

Morirá en 1943 a los 34 años en un sanatorio mientras participa en la resistencia antifascista desde Inglaterra. Nacida en París (1909) rica, judía, atea, en un hogar intelectual, estudia filosofía con Alain, lee críticamente a Marx, analiza el ascenso del nazismo, enseña filosofía y se enrola de obrera para vivir con el proletariado. Como anarcosindicalista combate con la Columna Durruti en 1936 (nótese: una pacifista combatiente) y en 1938, en sus propias palabras raptada por Cristo, se convierte al catolicismo sin bautizarse ni aceptar a la Iglesia. Para ella, la religión obstaculiza la verdadera fe, y en ese sentido el ateísmo es purificador; debo ser atea en la parte de mí que no es para Dios.

Muy joven coincidió en la Normal Superior con su tocaya Simone de Beauvoir, una joven formal y católica. La atea entonces es Weil, quien se encuentra con Marx, y choca con él desde la admiración. Según Milosz, ambos buscan la verdad pura; él quiere liberar a la humanidad de las presiones visibles e invisibles de la ética de grupo, denunciándolas y mostrando cómo operan. Weil replica que la nueva ética de grupo (el Partido Comunista) es una otra forma de dominio de la Gran Bestia que, en los términos de Platón, siempre es repulsiva.

Sólo lo justo puede ser legítimo, sostiene en Sobre la abolición de todos los partidos políticos (1943, poco antes de su muerte). En vida no publicó ningún libro, aunque fue muy activa en revistas políticas y periódicos proletarios. Sus primeros paladines serán Camus, Breton y Alain. Aunque diferentísimas, Weil es equiparable a Hannah Arendt, cuyo ensayo Sobre la violencia (1969) complementa la poderosa diatriba de Weil en torno a la Ilíada como poema de La Fuerza (la verdadera heroína homérica): La fuerza que anhela el hombre, la que lo esclaviza, y éste sucumbe enseguida. El poema muestra al espíritu humano “cuando es barrido, cegado por la mera fuerza que creía controlar y acaba deformado por su peso que lo somete… Nos convierte en ‘cosa’. Llevado al extremo, vuelve cosa al hombre en el sentido más literal: un cadáver. Alguien está aquí, y al siguiente minuto ya no; es el espectáculo que la Ilíada exhibe incansablemente”.

Simone Weil siempre argumentó que hacía lo que hacía y decía lo que decía por necesidad. En eterno conflicto, obedece los mandatos de la lucidez, el deber, la justicia y la verdad. Cuando Cristo se le impone, ella se entrega cual Santa Teresa libertaria pero sin mediación alguna. Por eso, aún desde su pesimismo, nunca deja de pensar en la revolución.

Muere de inanición en Kent. Había decidido no comer más que la ración que recibían los franceses bajo la ocupación alemana. Corona misticismo con martirio. Esas exageraciones son lo que no soporta su tocaya (además, Weil terminó filosofía en primer lugar, y Beauvoir segunda). Al recordarla, Beauvoir admitirá que la intrigaban su reputación de inteligente y su bizarra vestimenta, pero un día que Weil defendía a los condenados de la tierra (los hambrientos, cita Beauvoir), espetó: Se nota que nunca has pasado hambre. Allí terminó nuestra relación, recuerda la futura feminista. No que Weil sí hubiese pasado hambre, pero durante los años de 1930, apuntó Chistopher Benfey, empezaría a buscar la experiencia del sufrimiento ajeno. Y para interpretar el sufrimiento de los demás se vuelca en los grabados de Goya, como lo haría Susan Sontag 60 años después.

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