Por Jesús Chávez Marín
Un artista que tenía los días contados decidió pintar su autorretrato. Nunca había hecho uno, le parecía un acto vanidoso, para mentes un poco enfermas como Frida Kahlo o José Luis Cuevas.
Bueno, eso decía él, a mí no me reclamen.
También pensaba que no valía la pena, que ya nada importaba.
A pesar de eso, le había entrado el impulso cuando el médico le avisó que ya no tenía remedio.
Guardaba algunas ideas para el retrato, ni siquiera sería semejante al cuerpo que había sido, ni a la ruina que ahora apenas respiraba, sin energía ni ánimo para maldita la cosa. Pero le había llegado una intensa lucidez y en su mirada se agitaba el pensamiento.
Pintó un reloj y al fondo su silueta disminuida por el dolor; en otro plano su cuerpo en la plenitud de la vida. Al centro, al fondo del cuadro, un campo sembrado y la lluvia.
Lugares comunes.
Nunca pudo hallar en su fabulación imágenes ni memoria que reflejaran la muerte que llegaba, tan rauda como un relámpago y tan fresca como el rocío.
La muerte, que no sabemos, dónde, cuándo, ni cómo nos llegará; es lo único de lo que tenemos la certeza.