Por Luis Hernández Navarro
La obra de Luis Villoro es una excepcional ventana para asomarse a nuestra época. En ella se entremezclan filosofía, magisterio, investigación, desempeño institucional universitario, servicio público, periodismo y política con una sabiduría esclarecedora. Sus ideas, a las que les ha llegado su tiempo, acompañaron sus actos, en un ejercicio inquebrantable de ese bien tan escaso en estos días al que llaman congruencia.
Don Luis intervino en el debate nacional publicando artículos que son verdaderos ensayos, firmando proclamas y manifiestos, impartiendo conferencias, como actor directo de movimientos sociales trascendentes, construyendo partidos políticos de masas progresistas y acompañando luchas indígenas liberadoras. Su pensamiento estuvo en continuo movimiento, desnudando las trampas de la dominación y trazando rutas emancipadoras. Así sigue.
Emprendió su travesía, como respondió al subcomandante Marcos en la primera carta de su intercambio epistolar, bajo el supuesto de que la ética y la justicia han de estar en el centro de la vida social, y no se debe permitir que políticos de todo el espectro ideológico las expulsen de ahí y las conviertan en meras frases de discurso.
Caminó en medio del huracán de la política, como lo hizo en el campo de la filosofía: alejado de dogmas, abierto a distintas escuelas, reandando el camino cuando fue necesario hacerlo, apelando a la razón y el entendimiento, anclado en las enseñanzas de la historia, confrontado con las ideologías.
En su marcha de más de seis décadas por la política, pasó del nacionalismo estatista de izquierdas al autonomismo radical y la democracia representativa y directa. Mientras muchos de sus antiguos colegas e interlocutores se metieron a las entrañas del monstruo estatal, él se mantuvo alejado de puestos de elección popular.
Según Ricardo Guerra, la ruptura en 1952 del grupo Hiperión (del que fue parte don Luis), se produjo porque Lepoldo Zea, Jorge Portilla y Emilio Uranga pretendían involucrarse en la candidatura presidencial de Ruiz Cortines, pero Villoro y él estaban en desacuerdo, porque consideraban que su labor como profesores de filosofía y universitarios los obligaba a mantenerse al margen.
Durante varias décadas del siglo pasado, el lombardismo tuvo un poderoso magnetismo del que era muy difícil que la intelectualidad progresista se sustrajera. Villoro no fue ajeno a esa atracción. Militó en las filas del Partido Popular, y como lo ha contado su hijo Juan, viajó a la URSS representando a México.
En mayo de 1959, al calor de las luchas ferrocarrileras del vallejismo y del impacto de la revolución cubana, y como integrante del grupo editor de la revista mensual El Espectador (junto a Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés y Francisco López Cámara), criticó el autoritarismo estatal, el nacionalismo revolucionario y el semicorporativismo. Vio en la presencia del general Cárdenas en La Habana, el sentido hispanoamericano que la Revolución Mexicana parecía haber perdido. La gesta de los barbudos isleños recuperó –según él– el proceso latinoamericano inconcluso.
Don Luis participó en el movimiento estudiantil-popular de 1968 como representante ante la Coalición de Maestros. Asistió a asambleas, mítines y marchas. Según escribió su hijo Juan, lamentó no haber sido encarcelado como otros de sus compañeros. Reivindicó en múltiples ocasiones la democracia directa, a la que también llamó participativa, comunitaria o radical. En ella vislumbró un camino hacia un nuevo orden más justo. Desde su perspectiva, el Consejo Nacional de Huelga fue un osado experimento de esta forma de democracia. Fue una verdadera (aunque efímera) irrupción de las masas en el gobierno de su propio destino.
Con el impulso del movimiento de 1968 y el fantasma de los golpes de Estado en América Latina rondando a sus espaldas, se sumó a la formación de un partido electoral de masas abierto, democrático y popular, con una estructura de comités de base, nacionalista, alejado de la nomenclatura marxista y de la simbología izquierdista ortodoxa. Su participación giró, en mucho, alrededor de su relación con Heberto Castillo. “Siempre estuvo muy cerca de él –rememora Fernanda Navarro–, eran muy amigos.”
Luis Villoro acompañó durante los últimos 20 años de su vida a los zapatistas, en los que vio la simiente de un cambio auténtico del país. Se hizo uno de ellos.
Esto no le impidió intervinir en las coyunturas políticas según su propio juicio. En los comicios de 1994, llamó públicamente a votar por Cuauhtémoc Cárdenas. Once años más tarde rechazó el intento de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador y convocó a la resistencia civil.
En las elecciones de 2006 votó por AMLO. Consideró que para llegar a la democracia comunitaria que promulga el zapatismo había que pasar por la democracia representativa como medio para ese fin. Simultáneamente mantuvo su apoyo e interlocución con el EZLN.
En 2012 concluyó que nada se podía esperar de la partidocracia, pues la izquierda institucional había dejado de ser izquierda. Con Pablo González Casanova y Víctor Flores Olea, propuso formar un movimiento de movimientos que permitiera hacer realidad la democracia directa.
Cerca del final de su vida, volvió a preguntarse: ¿qué es ser de izquierda? La izquierda –se respondió– es una actitud común de disrupción ante la realidad social existente, que da lugar a una práctica transformadora; es, a la vez, negación de un orden dado y proyección de otro que se supone más racional y humano. No es una institución ni un partido ni un gobierno, ni siquiera una ideología o un sistema ideológico. Es una actitud, una forma o elección de vida, una manera de ser. En esa visión, está parte de su testamento político.
Twitter: @lhan55