Las caras de la violencia y el despojo en Chihuahua

Por Víctor M. Quintana S.

Desde el pasado junio, la cara de la violencia en Chihuahua es la de El Chueco, José Noriel Portillo, capo del cártel de Sinaloa y presunto asesino de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en Cerocahui. Ojalá fuera el único rostro. Porque la violencia y el despojo tienen múltiples caras –muchas veces insospechadas– en esta tierra. A la secular violencia colonizadora contra los pueblos originarios se suman ahora el extractivismo, la economía criminal y el impacto de la urbanización salvaje y aculturación del modelo de industrialización neoliberal, con su enorme caudal de sufrimiento humano.

Las organizaciones criminales, el control territorial que ejercen y las disputas entre ellas se despliegan por todo el estado. Por ello Chihuahua sigue ocupando el cuarto lugar nacional en homicidios dolosos con 58.67 por cada 100 mil habitantes; el cuarto lugar nacional en narcomenudeo, y creciendo, el cuarto también en siete delitos de alto impacto (https://bit.ly/3CFt7kF). Se cuentan, además, más de 4 mil personas víctimas de desaparición forzada y cerca de medio millar de personas desplazadas por la violencia en la sierra. En los desiertos de la frontera noreste del estado, la disputa por el control de la migración indocumentada entre los cárteles ha causado la desaparición de cuando menos 116 migrantes.

La violencia también muestra su rostro en el despojo de los bosques chihuahuenses. Las organizaciones criminales aterrorizan a las comunidades, talan ilegalmente, operan aserraderos clandestinos, transportan madera sin problema y la lavan entregándosela a empresas madereras y muebleras aparentemente respetables. Aplastan la resistencia comunitaria, asesinan, golpean, incendian casas y bosques. Desde 2014 han arrasado cuando menos 25 mil hectáreas. El valor de la madera ilegal es casi igual al de la madera extraída legalmente: 2 mil 500 millones de dólares. Ocioso preguntar qué porcentaje llega a los verdaderos propietarios del bosque: los pueblos originarios.

El despojo extractivista se manifiesta también en la minería: 14 por ciento de Chihuahua está concesionado a las mineras. Veinte de los 67 municipios del estado tienen actividad minera, tres figuran entre los más importantes productores de oro y plata del país. Pero la minería a cielo abierto resulta altamente contaminadora por los lixiviados que genera, consume enormes volúmenes de agua: 150 mil litros para obtener una onza de oro, devasta el ambiente y llena de tóxicos las fuentes de los ríos Conchos, Yaqui, Mayo y Fuerte. Cuando las comunidades se resisten a ella, se les divide y se les criminaliza, como Huizopa, en Madera, y Ejido Benito Juárez, en Buenaventura. O de plano se acude al crimen organizado para ultimar dirigentes: así se asesinó a Ismael Solorio y su esposa, Manuelita Solís, de ese ejido. Los 27 mil millones de pesos anuales que genera la minería en el estado no impactan en la reducción de la pobreza en los municipios que devasta: éstos siguen presentando muy altos porcentajes de población en pobreza: Guadalupe y Calvo: 75.8 por ciento, Urique, 59.4; Chínipas, 52.3 (https://bit.ly/3CImbTQ)

El despojo tiene otra cara, aparentemente muy lavada: el acaparamiento del agua subterránea para riego: un pequeño grupo de grandes productores y colonos menonitas detentan una tercera parte de los pozos del estado. El agua de Chihuahua es acaparada por cultivos comerciales altamente consumidores del líquido: nogales, manzana, alfalfa, maíz amarillo de uso ganadero e industrial y chile verde. En las zonas de riego por bombeo se extrae el doble del volumen de la capacidad de recarga de los acuíferos, por eso de los 61 que hay en el estado, 40 están sobrexplotados. Desde 2004 se abrieron 209 mil hectáreas al cultivo en el desierto de Chihuahua para riego con agua del subsuelo, la mayoría en manos de menonitas; en tanto, en los municipios serranos, los más pobres del estado, no existe permiso de aprovechamiento para aguas subterráneas. El acceso al agua está determinado por el color de la piel.

La urbanización salvaje, la aculturación individualista, propiciadas por el modelo neoliberal de industrialización generan otros rostros de la violencia en Chihuahua: los de la cotidianidad maquilera. Tiene una expresión altamente machista y de abandono de los cuidados. Chihuahua es uno de los estados más peligrosos para las mujeres: es primer lugar nacional en violencia laboral contra la mujer, con 37.8 por ciento de incidencia; el cuarto en violaciones y en violencia intrafamiliar. Ocupa el séptimo puesto en consumo de drogas, según la Conadic. La violencia se ejerce también hacia la propia persona: Chihuahua es el primer lugar en suicidios, con 15.2 por cada 100 mil habitantes. Aquí no son los narcos, es el modelo civilizatorio, individualista, competitivo, adictífero, que enferma las mentes. De ellos hablaremos en posteriores colaboraciones.

La construcción de la paz en Chihuahua y en el país no es sólo ni principalmente cuestión de militares y de policías. Hay que crear una estrategia conjunta que pare las violencias y despojos y reconstruya los cuidados de las personas, las comunidades y la naturaleza. Si los gobiernos hacen lo suyo, tanto mejor; si no, debemos proceder sin ellos. Es el gran reto humanizador de nuestra generación.

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