Por Francisco Ortiz Pinchetti
Desperté hace un par de días con la dichosa frase del Presidente dándome vueltas en la cabeza. Decidí entonces reflexionar unos minutos acerca de ella, mientras bebía un oloroso café expreso, para encontrarle su sentido cabal. Al rato decidí que valía la pena ponderar sus posibilidades, sin prejuicios. Así que salí de mi casa con buen ánimo, atento a descubrir signos diferentes. Y alentadores.
Lo primero con lo que me encontré fue con una vecina del edificio que acababa de dejar a hurtadillas una bolsa de basura en el pasillo de la planta baja, en lugar de colocarlo como debe de ser en los contenedores que tenemos en el patio trasero. Su amable saludo mitigó mi justificada molestia. Al salir a la calle casi caigo en un hoyo que los trabajadores de la Alcaldía de Benito Juárez que vinieron a corregir una fuga de agua –después de más de dos semanas de quejas vecinales– dejaron destapado y sin ninguna señalización. “Qué bueno que ya la compusieron”, pensé.
En la acera frontal de mi edificio, el vendedor de tacos de canasta impedía el paso con su bicicleta y su enorme sombrilla. Tuve que bajar al arroyo para librarlo y seguir mi camino. Luego atravesé como todos los días el parque donde hay una capilla franciscana del siglo XVI y de golpe me topé con varios vecinos que llevaban a sus mascotas sin la obligatoria correa. Uno de ellos, joven, permitía que su perro correteara entre los jardines recién restaurados y destruyera las plantas de ornato ahí sembradas, mientras él chateaba quitado de la pena con su teléfono celular.
La verdad no me importó tanto sortear las heces fecales de los animales en el andador, ni mirar cómo montones de desperdicios estaban acumulados a los pies de los basureros repletos. Seguí mi camino sin perturbarme, a pesar de que el franelero de la calle de Manzanas tenía apartados al menos tres lugares de estacionamiento con sus garrafones de plástico y sus dos huacales. Evité un nuevo enfrentamiento con él, porque ya son varias las veces en que le explico que lo que hace está mal, que viola la Ley, que no puede apoderarse de un espacio público, que es una falta por la cual pueden llevarlo ante el juez cívico y aplicarle una multa o encarcelarlo.
Poco más adelante, casi me atropella una mujer que se metió con su auto en sentido contrario para entrar al revés en el estacionamiento del Sanborns. Le molestó que golpeara con la mano en una salpicadera de su auto para persuadirla de su imprudente infracción. Pasé luego frente un edificio nuevecito y me percaté que ya están a la venta departamentos de 68 metros cuadrados, a sólo tres millones 200 mil pesos. El inmueble tiene siete pisos, incluida la planta baja, a pesar de que el uso del suelo (H4) en esa calle según la Seduvi fija un máximo de cuatro niveles para las construcciones.
Preferí caminar por Insurgentes rumbo a la estación del Metro. Me detuve en el puesto de periódicos y me enteré que los plantones del CNTE en Michoacán cumplían 16 días, lo que había ya ocasionado pérdidas por más de dos mil 500 millones de pesos a las empresas afectadas, mientras el Gobierno se dejaba chantajear y garantizaba impunidad a los bloqueadores de siete vías férreas al asegurar que no emplearía la fuerza contra los maestros, gente buena.
En Félix Cuevas miré atónito cómo dos automóviles circulaban por el carril confinado de la ciclovía y además en sentido contrario. Cosa común, pensé. Normal. Las aceras de ese eje vial están permanentemente invadidas por puestos informales fijos y semifijos. Además de las tamaleras matutinas prolifera la venta de fritangas, quesadillas, tacos, pambazos, garnachas, sobre todo en bocacalles como las de Recreo y Tejocotes. Me acordé al verlos que hace poco indagué que el “entre” para los inspectores de Vía Pública de la Alcaldía es de hasta mil 800 pesos semanales, por ambulante. Sólo en esa calle hay más de 40 vendedores a lo largo de las 17 cuadras que van desde avenida Universidad hasta Insurgentes Sur.
Cuando llegué a la estación del Metro, el acceso estaba rodeado, prácticamente copado, por vendedores de empanadas, galletas, pulseras, cinturones, vasos de fruta, forros para celular, películas pirata, merengues y Bubulubus, además de un cuarteto de jazz, un pordiosero invidente y dos repartidores de volantes.
Afortunadamente la línea 12 del STC, la vilipendiada Línea Dorada de Marcelo Ebrard, se mantiene todavía limpia y ordenada, sin vendedores en las estaciones ni en los trenes. Ah, pero la línea 3 que corre hasta Indios Verdes es todo lo contrario. En todo el trayecto no pararon de desfilar los vagoneros con todo tipo de mercancía, incluidos los discos que hacen sonar a todo volumen con su bocina camuflada dentro de una mochila.
En la estación Balderas fui testigo de cómo un policía asignado al andén regañaba desde la puerta del vagón a tres jovenzuelos que se habían colado al carro rosa exclusivo para mujeres y además se habían agandallado sendos asientos mientras señoras mayores o con niños en brazos se mantenían de pie haciendo malabares. Y los muchachos nomás se reían.
Bajé en Hidalgo y caminé rumbo a la salida que da a la Alameda Central, por Doctor Mora, entre puestos de vendimias tendidos sobre el piso, que diez-pesos- le-vale, diez-pesos-le-cuesta, sin ser molestados por alguna autoridad a pesar de renovadas promesas de acabar con esos guetos subterráneos insalubres y peligrosos. Los policías nomás mirando.
Mientras atravesaba la Alameda en diagonal hacia la avenida Juárez observé el deterioro lamentable en que se encuentran andadores, fuentes y áreas verdes. Pensé en mi vecina con su bolsa de basura, en los mozalbetes gandallas del Metro, en el joven que permitía a su perro destrozar los jardines. Y entonces opté por olvidarme de la frase aquella, borrarla de mi memoria y de mis absurdos afanes, apurar el paso y aceptar que no, no tenemos remedio. Válgame.
@fopinchetti