El 2 de octubre de 1968, hace hoy 54 años, el actual director de Libre en el Sur cubrió como reportero free lance el mitin estudiantil realizado en la Plaza de las Culturas y su dramático desenlace, que atestiguó desde la terraza del tercer piso del Edificio Chihuahua, en Tlatelolco. Esta es su crónica, escrita dos días más tarde y originalmente publicada en el semanario Proceso el 3 de octubre de 1988, a 20 años de los hechos.
Por Francisco Ortiz Pinchetti | Libre en el Sur
Hacia las cinco y cuarto de la tarde del miércoles 2 de octubre llego a la Plaza de las Tres Culturas. El Consejo Nacional de Huelga había convocado para las cinco a un mitin, al que seguiría una marcha estudiantil hasta el casco de Santo Tomás para exigir la salida de las tropas de ese plantel del Instituto Politécnico Nacional.
Sobre la explanada, a la que rodean la iglesia de Santiago Tlatelolco, las ruinas prehispánicas, la Vocacional 7 y los modernos y enormes edificios habitacionales, se revuelven numerosos grupos de estudiantes. Unos llevan mantas y pancartas; otros, banderines de sus escuelas y facultades. Hay otros que, en coro, entonan arreglos satíricos de canciones populares contra el gobierno. Por todos lados, como hormigas, llegan más y más muchachos.
Hay también gente del pueblo. Muchos, vecinos que viven en los edificios de los alrededores y que han decidido asistir al mitin. Niños, que están ahí, curioseando. La concurrencia femenina es muy numerosa. No solamente muchachas estudiantes. También hay empleadas, amas de casa… y una vendedora de tortas.
Un hombre que pasea por la plaza llama la atención. Lo acompañan dos niños y lleva un letrero de cartón: “No vino mi esposa, porque está enferma; pero vinieron mis hijos”. La plaza se llena, poco a poco. Hay un ambiente alegre, relajado. En las alturas, desde la terraza del tercer piso del edificio Chihuahua –que limita la plaza por el Oriente– varios estudiantes y fotógrafos de prensa contemplan el panorama. Abajo, entre el gentío, caminan presurosos tres camarógrafos extranjeros. Uno de ellos, de la cadena estadunidense NBC. Los muchachos lo llaman, lo invitan a que filme.
El mitin va a comenzar, cuando son las cinco y media de la tarde. La explanada está casi llena. Muchos estudiantes se sientan en la escalinata que da justamente frente al Chihuahua. No cesan los coros y las consignas.
Subo al tercer piso del edificio Chihuahua. Arriba, al llegar a la terraza, varios estudiantes, auxiliados por un cordón, impiden el paso. Solamente lo permiten a dirigentes del CNH, oradores del mitin y periodistas, éstos previa identificación. Obtengo al fin el acceso y, desde el extremo Norte de la amplia terraza observo el inicio del mitin.
El orador, situado en el extremo contrario del mismo tercer piso y a través de dos grandes magnavoces, dice que la zona está totalmente rodeada por el ejército. “Hay tropa en Manuel González, en Reforma, en Santa María la Redonda…”. Y anuncia, que, por ello, se ha decidido suspender la marcha programada para después del mitin. “No podemos exponernos”, explica. “Así que, en cuanto termine este acto, todos nos iremos a nuestras casas en perfecto orden. No haremos caso a sus provocaciones”.
Y empieza el mitin. A mi lado, la periodista italiana Oriana Falacci pide a un joven que la acompaña la traducción de las palabras dichas por el orador. Enseguida se dirigen a mí. Oriana quiere saber el nombre del templo que está ligeramente a la izquierda de nosotros.
–Santiago, Santiago Apóstol– se le responde.
Luego me pregunta sobre la cantidad de personas que se encuentran en la plaza. “No sé calcular bien”, dice ella sonriendo. Miro hacia la explanada y le contesto que serán unas 15,000, en ese momento. Porque de varios rumbos sigue fluyendo gente.
Uno de los oradores hace mención de las represiones sufridas por los enviados del CNH en diversos estados de la República. Luego se leen varias cartas en las que se apoya al movimiento. Unas son de grupos obreros y de estudiantes del extranjero.
Todo se lleva en perfecto orden. El gentío, que ahora cubre la totalidad de la explanada, permanece atento, quieto, despreocupado. Los muchachos aclaman las frases vibrantes de los oradores. Junto a mí está ahora José Antonio Arce, subdirector de la revista Gente. Charlamos brevemente. Luego va en busca de algunos líderes. Al regresar me comenta satisfecho que concertó una entrevista con los dirigentes del CNH en pleno. Y se dedica a tomar fotografías.
El orador en turno pide que se emprenda un boicot contra El Sol de México, por su actitud desinformadora y manipuladora acerca del movimiento. “Que en un mes –insta– no se venda un solo ejemplar de El Sol”. Invita a los concurrentes a aprobar la medida: un mar de manos cubre la plaza.
Desde el inicio del mitin dos helicópteros sobrevuelan el área. Los muchachos le silban cada vez que aparecen sobre sus cabezas.
A lo lejos, proveniente del lado Poniente de la plaza, o sea de la avenida Santa María la Redonda, se aproxima una columna de ferrocarrileros. Portan una manta enorme en que manifiestan su adhesión al movimiento estudiantil. El orador anuncia su presencia y el júbilo estalla. La multitud recibe a los rieleros como héroes, entre vítores, porras y aplausos. El contingente pasa entre la gente que lo aclama para situarse en la orilla de la explanada, precisamente frente al Chihuahua.
Unos minutos después, el orador interrumpe de nuevo su alocución. Otro contingente de ferrocarrileros viene a sumarse a la causa. “Desconocemos las pláticas Romero-GDO”, dice la manta que enarbolan. Otra vez el júbilo, las porras, los aplausos.
Pasadas las seis de la tarde el mitin continúa con el mismo orden en que comenzó. En los rostros hay expresión de alegría, de innegable satisfacción.
Es en ese momento –alrededor de las 6:10– cuando, por detrás de la iglesia de Santiago, presumiblemente desde el vestíbulo del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, ascienden hacia el cielo dos cohetones que, al estallar, se resuelven en dos bengalas de intenso color verde.
Quienes estamos en la terraza vemos cómo las bengalas descienden lentamente. Al mismo tiempo, abajo, en la plaza, la gente antes inmóvil se inquieta, empieza a moverse. Se oyen gritos: “¡Ahí vienen!” y la muchedumbre se mueve, se agolpa, hacia la parte Sur de la plaza. Desde la tribuna de la terraza el orador pide calma. “¡No es nada!”, grita. “Solo tratan de provocarnos. No es nada. Son luces…”.
Abajo, un sector de la concurrencia trata de detener la desbandada, provocada por el terror de algo que no se sabe exactamente que es. Hay un coro: “¡orden!, ¡orden!, ¡orden!…”.
En eso, justo abajo de donde nos encontramos, se escucha un estruendo. Se escucha o se siente. Como una explosión, no demasiado fuerte.
La confusión cunde, en la plaza y en la terraza. Hay gritos, carreras, ruido.
Miro a la plaza y veo una dramática desbandada; pero no puedo seguirla presenciando: a nuestras espaldas –ascendiendo por la escalera que yo había utilizado media hora antes– tenemos a numerosos individuos armados con metralletas y pistolas. Visten ropa de civil. Gritan nerviosamente. La confusión es terrible.
A empellones, los sujetos armados nos obligan a replegarnos hacia la pared, donde se encuentran las puertas de dos elevadores. Gritan e insultan. Amenazan con sus armas.
De espaldas a la pared, en medio de aquella confusión, de aquel correr, gritar, aventar, alcanzo a ver como un jovencito –de unos 15 años de edad– se empeña en mantener en su sitio uno de los magnavoces. Se mueve, como si un fortísimo viento lo hiciera tambalear.
Los hombres armados nos ordenan acostarnos sobre el piso, con las manos en la nuca. Al hacerlo veo como uno de ellos, armado con una pistola escuadra, dispara hacia abajo varias veces. Hacia el gentío, supongo. Son los suyos los primeros balazos.
Todo ha transcurrido en segundos. Desde que aparecieron las bengalas hasta que somos obligados a tendernos, no ha pasado más de un minuto. Todo, en segundos. Como en segundos –y después de que veo al hombre disparar– se desata una balacera colosal.
Entre el estruendo sobresale el ruido peculiar de las ametralladoras. Nuestra terraza es blanco de millares de balas.
Tirados boca abajo, amontonados, con la respiración entrecortada, impedidos para buscar refugio o escapar del horror, sentimos cómo las balas pasan a unos centímetros de nuestras cabezas y hacen impacto en la pared, desprendiendo trozos de mosaico y haciendo caer yeso y tierra sobre nosotros.
Nuestros captores no cesan de ordenar: “¡Nadie se mueva!”, gritan. “¡Traidores!, ¡comunistas!, ¡cabrones!. ¡No levanten la cabeza!. ¡El que se mueva se lo lleva la chingada!”.
La balacera llega a su apogeo. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre. Ni siquiera la identidad de los sujetos que apuntan sus armas hacia nosotros sin retirar el dedo del gatillo. Menos podía saberse lo que ocurría allá abajo, en la plaza.
Levanto ligeramente la cabeza y observo que nuestros captores están también tirados en el piso; pero ellos boca arriba y sin dejar de apuntarnos.
“¡Baje la cabeza, hijo de la chingada!”
El alud de balas no cesa. Noto que de la terraza del Chihuahua ya no se hace ningún disparo –al principio se escuchaban perfectamente y olía a pólvora–; pero llegan en ráfagas interminables.
Varias veces siento golpes en el cuerpo que me hacen suponer que he sido alcanzado por las balas. Siento un golpe seco en la pierna izquierda, que empieza a temblarme sin control. No hay dolor. Sólo el temblor en la pierna y la respiración agitada.
Empiezan a escucharse angustiosos ayes, gritos de auxilio, llantos. Se escucha también el ruido del agua que cae por alguna parte. Y el ronroneo de una compresora, parte del equipo de sonido instalado para el mitin que sigue funcionando.
Y los balazos.
Oigo los gritos de nuestros captores, que ahora parecen tratar de identificarse con quienes disparan desde abajo. “¡Blanco!, ¡blanco!”, gritan una y otra vez.
Me vuelvo y observo que varios de ellos, sin dejar de apuntarnos, agitan una mano, mostrándola hacia el exterior a través de un trozo abierto de la terraza. “¡Blanco!, ¡blanco!, ¡blanco!”, gritan y vuelven a gritar.
Al fin, cesa el fuego.
De inmediato escuchamos la orden: “¡nadie se mueva!…” y “hasta que el mayor lo ordene”.
Ahora, los quejidos, los lamentos, el ruido producido por la compresora y por el agua al caer, recobran su brío.
Vuelven a escucharse disparos, aunque lejanos y aislados. Los sujetos armados vuelven a gritar: “¡Somos Batallón Olimpia!…”.
La respuesta es una ráfaga de ametralladora. Y otro silencio. Luego, voces: “Hay un herido. Que suban la camilla”. Se oye un disparo, fuerte, hecho en la misma terraza. “¡Nadie dispare!”, ordena alguien, tajante. A pocos instantes, otra vez la balacera. Escucho perfectamente cómo las ametralladoras, implacables, barren piso por piso el edificio. También nuestro piso. La desesperación se apodera de nuestros captores. Muchas veces gritan que son “Batallón Olimpia”. Nos hacen gritarlo a coro a todos. “Una, dos, tres: ¡somos Batallón Olimpia!…”. Todo en vano. Siguen las balas.
Alguien sugiere que se desconecte la compresora, para evitar su ruido. Otro propone que se utilice el equipo de sonido para hecerse identificar. Una voz rotunda ordena silencio. Captores y detenidos parecemos identificarnos ante la común angustia. Otra orden: “Que pasen en cadena un walkie talkie”. Al parecer, tampoco esto es posible, pues a poco se ordena que alguien baje para avisar y pedir auxilio: “Que digan que somos Batallón Olimpia. Que tenemos como cincuenta detenidos. Que suban una camilla…”.
Por fin cesa el fuego. Unos minutos de incertidumbre, todos inmóviles, preceden a la orden de evacuar la terraza. Uno por uno, sin permitirles levantarse, los detenidos son cacheados y arrastrados hacia la escalera. Espero mi turno. Alguien me jala de la ropa. Miro. Uno de los del “Olimpia” me revisa rápido, nervioso, bruscamente. “Soy periodista”, le digo. Su respuesta es un insulto. Me empuja rumbo a la escalera. El, como yo, tendido en el piso, pero sin dejar su arma.
En la orilla de la escalera, sobre un charco, me recibe otro sujeto. Apuradamente, sin levantarme, me identifico. Este es cordial. Me ordena bajar rápidamente. Lo hago parte a gatas y parte a pie, hasta llegar al descanso del segundo piso. Veo a otro sujeto y le pregunto qué hacer. Me señala la puerta abierta de un departamento. Al entrar, varios sujetos me golpean, uno de ellos con algo duro, en la cabeza. A gritos les indico que soy periodista. Un hombre alto y grueso, que parece ser el jefe, me jala y me lleva a un pequeño baño. Allí están otros dos individuos armados. El “mayor” –oigo que así le llaman– observa mi credencial de Jueves de Excélsior y cambia de actitud. Me invita a permanecer en el baño y me ofrece tranquilidad. Uno de sus acompañantes se disculpa (“¿Qué pasó con su guante blanco? Mira. ¿No te dijeron? Te hubieras puesto un pañuelo”). Y me ofrece una toalla para secarme.
Mientras eso hago observo a través de la puerta del baño hacia la estancia del departamento. Está atestado de jóvenes detenidos. Hombres y mujeres. Todos están sentados en el piso y se les ha ordenado quitarse los zapatos. Aunque la luz está apagada, gracias a la que se filtra del exterior puedo ver los rostros aterrorizados.
También logro ver, con dificultad, parte de una habitación contigua a la estancia. Allí, dos sujetos golpean brutalmente a un muchacho, hasta hacerlo desplomarse. Sobre una cama hay alguien que se queja. También en la estancia hay varios heridos. Lo noto cuando el “mayor” pregunta si los hay.
Entre gritos y empellones es introducida al departamento una muchacha, la cual es colocada en un rincón, junto a la puerta del baño y a unos metros de mí. Uno de los que la trajeron le increpa: “Traidora desgraciada –le dice– ¿qué es lo que quieren?, ¿para qué meten violencia si en México tenemos paz? Aquí no le falta nada a nadie. Son unos traidores…”. Luego ordena que sea cacheada: “¡Revísenle hasta las nalgas; no les dé pena!… Esta es una fichita”. Y se la llevan a jalones. Poco después la traen, desaliñada y medio desnuda. Llora sin cesar. Vuelve a ser insultada e interrogada. Da su nombre, su dirección y otros datos.
Los minutos transcurren lentamente. Permanezco sentado sobre la tapa del excusado. Fumo. Junto a mí está un guardián armado, que me comenta: “Yo nunca había echado bala así. Esto es horrible. Mataron a mi compañero. Los dos llegamos hace poco de Tabasco”.
Le pregunto a qué corporación militar o policiaca pertenece. “No”, responde, “nosotros somos del Batallón Olimpia”.
Y ante mi ansiedad por salir de esta pesadilla, me aconseja calma. “Te conviene esperar”, dice. “Aquí estas seguro. Si ahorita bajas, te dan. Mejor espérate”. Comprendo y espero. Al rato oigo que empiezan a bajar a los detenidos, uno a uno.
Regresa el “mayor”. Viene por mí. Me saca y, juntos, bajamos la escalera. A lo largo de toda ella hay una valla de agentes que golpean despiadadamente a los detenidos que son bajados. El “mayor” tiene que abrazarme y, a la vez que lleva la mano enguantada al frente, va gritando “¡blanco!, ¡blanco!” para evitar que sea yo golpeado.
Rápido llegamos a la planta baja. El “mayor” me encomienda a otro individuo, que me obliga a colocarme de cara a una columna, con los brazos en alto. Así permanezco tal vez diez, quince minutos. Durante ese lapso otros tres sujetos se acercan, con ánimo de golpearme. “Parece que es periodista”, los ataja mi guardián. Por fin llega la orden; “Dice el coronel que lo suelten. Que se vaya. Nada más que salga usted por donde pueda y vaya gritando ‘blanco’, por si acaso…”.
Así lo hago. Camino por el amplio vestíbulo de la parte posterior del Chihuahua –el lado contrario del que da a la plaza–. Al pasar por otra de las entradas encuentro a Fausto Fernández Ponte, reportero de Excélsior. Quiere subir, porque vive ahí y su familia está arriba. Me alcanza luego un fotógrafo de Diario de la Tarde. Juntos seguimos avanzando al grito de “¡blanco!, ¡blanco!”.
Al cruzar el pasillo que separa al Chihuahua de la explanada de la iglesia veo a varias personas tiradas. Solo las veo quietas. No sé si muertas. No puedo averiguarlo.
El fotógrafo y yo rodeamos la iglesia. Dos o tres veces somos detenidos por militares. Una de ellas por un teniente. Nos pide identificarnos. Luego nos pregunta:
–¿Estaban en el edificio?
–Sí señor.
– ¿Quiénes estuvieron disparando desde ahí?
–Los del Batallón Olimpia.
– ¿Cómo? –inquiere, notoriamente asombrado, confuso– ¿no eran los estudiantes?
–No. Eran los de la Olimpia. Ellos estuvieron tratando de identificarse, pero no lo lograban.
Y, pensativo, desencajado, el oficial nos franquea el paso.
Al aproximarnos al vestíbulo del edificio de Relaciones, en una de las zanjas de las ruinas prehispánicas, veo a muchos jóvenes amontonados. Supongo que son detenidos. Cautelosamente recorremos el vestíbulo. Junto a una columna, pecho a tierra, está un soldado vigilante. Damos vuelta. Al fin estamos fuera del horror, en la calzada Nonoalco.
En la orilla de la acera, un cordón de soldados –bayoneta calada, rostro recio– impide el acceso a la zona. Frente a ellos, una muchedumbre –estudiantes, mujeres, vecinos– vocifera indignada: “¡Asesinos!”, les gritan en su cara a los militares. Estos, en un momento dado, avanzan hacia la gente y la hacen dispersarse momentáneamente. A media cuadra vuelven a reunirse y a gritar. Son casi las nueve de la noche.
(México, Octubre 4 de 1968.)