Por Ernesto Camou Healy
Nací a mediados del siglo pasado en el ya entonces viejo barrio de El Centenario, cuando la ciudad contaba con más árboles, con varias acequias que la cruzaban rumbo al Poniente, había menos automóviles y más bicicletas, y las tardes se disfrutaban en tranquilas tertulias banqueteras: Varias sillas alrededor de una mesita, un “pichel” de limonada y la plática sabrosa de los adultos que esperaban el atardecer.
Por unos años El Centenario fue mi hábitat y universo. Frente a mi casa se encontraba un parque de tierra seca y polvosa en el que se habían instalado hacía muchas infancias unos columpios, un “resbaladero”, balancines para la chiquillada, el “sube y baja” y un “pastel”, que consistía en una caja de madera octogonal que reposaba sobre un eje metálico, y que con un pie impulsábamos para que diera vueltas y se balanceara en espiral. A veces lográbamos tanta rapidez que nos arrojaba y acabábamos empolvados entre burlas de la palomilla.
El extremo de aquel espacio estaba sembrado de césped, zacate le decíamos, y había naranjos de tanto en tanto. A veces mi madre me cruzaba la calle y me encargaba con un buen jardinero que cuidaba el pasto y los arbolitos aquellos. Don Alejandro se llamaba y me lidiaba con paciencia y bonhomía. Era un hombre fornido, de pelo y bigote gris. Tenía cara de actor de carácter de las viejas películas joligudescas, y era amable y formal.
Al ir creciendo mi entorno fue ampliándose: Abarcaba desde el primer prado de aquel paseo que iniciaba al costado del edificio del Banco de México, hasta el séptimo prado, a una cuadra de una avenida Reforma que apenas era un trazo sin pavimentar. Era el bulevar Centenario, concebido para celebrar los 100 años de la Independencia, que extendía la ciudad hacia el Poniente, hasta los naranjales que impregnaban las tardes con aroma a azahares.
Con los amigos del barrio recorríamos uno a uno aquellos prados, nos deteníamos en la Plaza Zaragoza, frente a la Catedral, y seguíamos hacia el Oeste, hasta el último de ellos, ya casi en el borde de la ciudad.
Entonces había sólo un foco en una esquina de cada manzana, así que era un paseo en penumbras, y sospechábamos que aquellas negruras estaban pobladas por sombras y bultos, aparecidos o fantasmas volubles y malintencionados. Las tinieblas los protegían y sabíamos que en tal o cual casa, a fulana o mengana, se le había aparecido un espanto en el corral. No íbamos solos: Precavidos, salíamos siempre en bolita…
Conforme fuimos creciendo los prados progresaban: Sembraron laureles de la India a todo lo largo, “yucatecos” les llaman por acá, que dan buena sombra y son paradero de miles de chanates vocingleros que ofrecen un espectáculo sin par, con sus revoloteos vespertinos. Colocaron bancas y caminadores bajo aquellas arboledas, ceñidos por pasto verde, brillante y relajante. A su tiempo, en los 60, se instaló alumbrado público y se ahuyentaron los espantos y desterraron los “bultos”.
Para entonces estaba en la secundaria y salía después de las seis para tomar el camión rumbo a la escuela. Con frecuencia veía liebres pastando en los prados, y vacas que invadían por la noche aquellos potreros para ellas exóticos.
Ahora son siete espacios arbolados con un caminador central, bancas para descansar y un lugar con juegos para la chamacada. Las viejas residencias se están tornando en restaurantes y cafés, siempre hay donde comer bien, tomar un café, o algo más helado. De un extremo a otro son 525 metros, y muchos los recorren varias veces para completar 2 o 6 kilómetros, de acuerdo a su devoción…
Es un pulmón y un paseo citadino, añejo y renovado. Se usa y disfruta día con día; son muchos lo que caminan bajo aquellas frondas, seguros y bien acompañados.
Es una avenida que ya ajustó el siglo: El bulevar Miguel Hidalgo, que para muchos sigue siendo El Centenario. Respetémoslo.
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.