Por Elías Camhaji | El País
Juan ya no quería ir a la escuela desde febrero, pero sus papás no sabían por qué. Nunca habló de bullying. Al menos, no antes de lo que le pasó, de lo que le hicieron. Hace tres semanas, dos compañeros de su escuela lo sentaron en una silla que habían rociado con alcohol. Él sintió que el pupitre estaba mojado, pero pensó que era agua. Cuando se levantó, uno de los niños le prendió fuego con un encendedor. Juan sufrió quemaduras de segundo y tercer grado, aún no puede caminar y se ha tenido que someter a cuatro cirugías. El motivo de la agresión y las burlas: ser indígena otomí y “no hablar bien español”. Un ataque que pudo ser mortal ha obligado a la ciudad mexicana de Querétaro a tener una incómoda conversación sobre discriminación y acoso escolar, en un país donde el racismo sigue siendo un tabú y donde la inmensa mayoría de los casos sucede fuera del radar de las familias, las instituciones educativas y las autoridades.
“Fue un intento de homicidio”, afirma Juan Zamorano, padre del joven de 14 años. “A lo mejor, los otros niños pensaron que el daño sería leve, pero mi hijo va a llevar estas cicatrices por dentro el resto de su vida”, lamenta. Zamorano clava la mirada en el suelo, con angustia de padre. No ha podido comer, no ha dormido bien y cada palabra que sale de su boca esconde un esfuerzo titánico. Su esposa y él han tenido que dejar de trabajar para volcarse en los cuidados de Juanito, como le llaman en su familia. Su cuerpo está presente, pero su cabeza está a dos kilómetros, en el hospital donde atienden a su hijo. “Estamos en shock”, admite.
Su hijo también está en shock. No pudo hablar durante varios días. Pero cuando lo hizo, dejó de callar los abusos que había soportado. Sus compañeros en la Secundaria Josefa Vergara le cortaron el cabello, se burlaban de su acento y se reían de su madre, que vendía dulces en la calle por las tardes para completar los gastos. Juan, un joven retraído y con pocos amigos, contaba a sus papás que no se entendía con su maestra, que lo exhibía, y que no estaba cómodo con los otros muchachos. No dijo nada en específico sobre las burlas. La profesora y la directora de la escuela se negaron a cambiarlo de salón y aseguraron que no sabía nada de por qué el niño quería hacerlo.
Tras el ataque, los padres están convencidos de que la profesora participaba o, al menos, instigaba los abusos. Los niños que prendieron fuego a Juan habían tirado una lata de leche condensada al suelo del aula y le pidieron a la maestra alcohol para limpiarla. Fabián García, representante legal de la familia, dice que dos semanas antes del incidente se levantó un reporte disciplinario contra uno de los dos niños acusados de ser los responsables por llevar alcohol y un encendedor a clase. No era la primera vez que hacía algo así, sostiene el abogado. “Tenía una llamada de atención firmada por él y por los padres del 20 de mayo del año en donde él se comprometió a no volver a rociar con alcohol a sus compañeros”, afirma García. El reporte, así como otras sanciones, fueron aportadas por la propia maestra como elemento de prueba en las investigaciones judiciales.
“Nadie lo ayudó”, lamenta el padre del muchacho. Después de que empezó a arder su pantalón, Juan se desvistió y la maestra lo mandó a cambiarse al baño y le consiguió otro. Siempre según el relato de la familia, mientras Juan se cambiaba, la maestra salió a comprar una cebolla a una tienda cercana y le pidió que se la untara para aliviar las quemaduras. El niño sangraba y, entonces, lo llevó a una clínica cercana para ver qué podían hacer. No era un sitio especializado, pero desde ese momento se percataron de la gravedad de las lesiones. La profesora finalmente llevó a Juan a su casa en El Salitre, una comunidad marcada por los contrastes, donde las canchas de tenis y los clubes privados conviven pared con pared con viviendas humildes y calles sin pavimentar. “Nunca nos contactaron”, dice Zamorano, “tenemos otras hijas estudiando en la misma escuela y tampoco les dijeron nada”.
Fue hasta el día siguiente de la agresión que el niño fue llevado al Hospital del Niño y la Mujer, donde permanece ingresado desde entonces. Juan tiene quemaduras en la parte baja de la espalda, los glúteos, las pantorrillas y la zona genital. “No estamos seguros de que vaya a quedar bien”, dice su padre.
“Lo primero que tuvo que haber hecho la maestra era llamar al 911 y después avisar a los padres, según los protocolos”, reclama García. Después del ataque, los padres de Juan, las familias de los otros niños y la maestra se reunieron. La profesora dijo que los padres de los muchachos agresores se comprometían a asumir los gastos médicos a cambio de que el asunto se resolviera de forma discreta. “No pongan una demanda porque si lo hacen no cuentan con nosotros, no les vamos a ayudar”, recuerda el padre que le dijo la docente. “No estuvimos de acuerdo”.
El bufete que asesora la familia ha presentado tres demandas: una contra los muchachos que lo agredieron y dos contra la maestra. La profesora está denunciada ante la Fiscalía de servidores públicos, donde se reclama una indemnización por un daño patrimonial al ser representante del Estado. También se inició una investigación en el Órgano Interno de Control de la autoridad educativa, que determinó la suspensión indefinida de la docente, según un comunicado publicado el viernes. Los adolescentes han sido vinculados a proceso por el delito de lesiones dolosas, pero tienen apenas 13 años y no están sujetos a ningún castigo penal: son demasiado jóvenes incluso para un centro de menores.
“Definitivamente, es un hecho lamentable, esto no debió haber ocurrido”, reconoce la secretaria estatal de Educación, Martha Elena Soto. La funcionaria se resiste, sin embargo, a calificar lo sucedido como bullying o racismo y evita pronunciarse sobre la actuación de la maestra, dado que la investigación interna de las autoridades educativas estaba en curso al momento de la entrevista. Soto achaca el incidente a la “crispación” provocada por la pandemia. “Este hecho puede ser consecuencia del encierro que tuvimos”, defiende. La secretaria asegura que las autoridades de Querétaro han ofrecido cubrir los gastos médicos, dar acompañamiento psicológico y apoyos económicos a través de varias dependencias.
Zamorano dice, en cambio, que no se les ha apoyado. Su familia llegó a la capital del Estado hace 15 años desde Amealco, la ciudad de Querétaro de mayor presencia otomí, el quinto grupo indígena más numeroso de México. “Vinimos a buscar el sustento, pero se nos discrimina bastante, nomás por nuestra lengua”, afirma el padre de Juan, que hasta el mes pasado trabajaba en la construcción. No es la primera agresión física por discriminación que sufren. En otro incidente, uno de los hermanos mayores de Juan fue golpeado por otros muchachos cuando era niño y la paliza le dejó daños permanentes en una mano, cuenta Zamorano. Sus hermanas también han recibido insultos por su origen: “Mira a tus papás, no tienen ni para comer”. “Pero ellas se aguantan, no nos dicen nada hasta ahora que nos pasó esto”, dice resignado.
“La gente se molesta por nuestra habla y me preguntan si soy indio, les digo que sí, que soy indio, nativo y mexicano”, comenta Alberto Martínez, un hombre otomí de 71 años. “Cuando era adolescente, me decían india mugrosa, piojosa o agarraban nuestros productos con la punta de los dedos, como si los fuéramos a contagiar de algo”, cuenta Aida Martínez, una vendedora mazahua de 37 años, que migró del Estado de México a Querétaro para buscar oportunidades económicas. “También nos llaman Marías, como si todas nos llamáramos así”, se queja. La India María es un personaje de comedia de amplia popularidad en el país, que reproduce estereotipos sobre las mujeres indígenas mexicanas. También es un nombre habitual para las muñecas que venden los artesanos otomíes, que han sido reconocidas como patrimonio cultural, y se ha adoptado como un apodo despectivo para las vendedoras de artesanías, sin importar su etnia.
“El racismo es muy evidente aquí en Querétaro y en todos lados, pregunta a cualquier persona de aquí sobre las vendedoras de muñecas y te van a hablar de las Marías”, dice, en cambio, Luz del Carmen Díaz, una estudiante de Educación de 21 años, originaria de Amealco. “Como maestra entro en conflicto, porque solo nos enseñan a pararnos y dar clase, pero no nos preparan para abordar un tema así”, reclama. Soto no está de acuerdo y asegura que sí existe una preparación para los docentes, que es una cuestión de “reforzar” los mecanismos y que Querétaro está por encima del promedio del país en los indicadores de referencia. Este periódico buscó una entrevista con el gobernador, Mauricio Kuri, que declinó por motivos de agenda.
El ataque contra Juan puso a Querétaro frente al espejo del racismo, aunque por poco tiempo. “Fue muy triste saber lo que pasó, pero creo que fue aún más triste que muchas personas no se enteraron”, comenta Arantza Cuanalo, una estudiante de 20 años. “La noticia causó mucho ruido pero fue una cosa de un día, al día siguiente ya se había acabado”, asegura. “Yo no he sufrido discriminación, pero creo que se debe a mi clase social y a mi color de piel”. La apariencia física es el principal motivo de discriminación en México, de acuerdo con la última encuesta nacional al respecto.
En la opinión de García, en México es muy complicado castigar actos de racismo. “No estamos preparados ni tenemos las leyes ni la cultura para hacerlo”, asegura. La secundaria Josefa Vergara ha interrumpido las clases presenciales mientras se esclarece lo sucedido y, tras una efervescencia inicial, en la comunidad escolar ahora predomina el silencio. Por ahora, una jueza ha prohibido que los dos jóvenes agresores se acerquen a Juan, que salgan del Estado y ha ordenado que queden bajo tutela de sus padres. Está previsto que el proceso contra los chicos, que han sido expulsados de la secundaria, continúe a finales de agosto, mientras se desahogan las investigaciones. “Él me ha preguntado si va a haber algo de justicia”, cuenta el padre de Juan, antes de afirmar que buscarán una nueva escuela. “Yo le doy ánimos y le digo que sí”.