Curar la tierra y defenderla. La disputa por el territorio en la Sierra Tarahumara

Por Daniel Vargas* / @Mala_influencia | Pie de Página

Fotos: Natalia Ramírez** / @nataliarag

Cada 24 de Junio, día de San Juan Bautista, “antes de las lluvias con truenos”, los rarámuri curan sus tierras, celebran la fiesta del Yumari, en la que danzan, ofrecen su bebida tradicional de batari, hacen el Ripunama en el que un médico de la comunidad quema un poco del cabello de las personas y animales para protegerlos de que les peguen los rayos. Curan la tierra para que el granizo no afecte la siembra. Una tierra que no está curada atrae más fácil a los relámpagos.

Los jesuitas en la Sierra Rarámuri tienen décadas acompañando y participando de estos rituales porque han sabido comprender la importancia del cuidado comunitario. Llevan años llamando a defender el territorio. Defender el territorio como el sumario por la defensa de la vida rarámuri, de su lengua, de su conocimiento, de sus prácticas comunitarias, de su espacio.

Foto: Daniel Vargas

Javier Campos “El Gallo” y Joaquín Mora, sacerdotes jesuitas que fueron asesinados el pasado lunes 20 de junio de 2022 por el crimen organizado, sabían la importancia de este cuidado compartido con las comunidades. Año con año, en los diferentes espacios de reflexión que tenían entre miembros de la Compañía de Jesús y también con otros sacerdotes y agentes de pastoral de la Diócesis de la Tarahumara, ellos compartían las necesidades y temores de los habitantes, indígenas y no indígenas, de las comunidades en donde trabajaban. Las conclusiones siempre han sido las mismas en todos los municipios de la Alta y la Baja Tarahumara: el narco es quien manda en este territorio. 

La presencia de las misiones jesuitas en la Sierra Tarahumara comenzó a inicios del siglo XVII, actualmente las misiones forman parte del Sector Social de la Compañía de Jesús. Dentro de sus labores, además del servicio pastoral en sus parroquias, destacan los proyectos educativos como los Centros Culturales Jesuitas de la Tarahumara o la escuela primaria de Rejogochi. De salud comunitaria como el Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita A.C. (CACSTAC), con enfoque de Derechos Humanos en la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos, A.C. (Cosyddhac) y trabajan en el fortalecimiento de las economías solidarias con las artesanas indígenas.

El contexto de violencia

El crimen organizado en la Sierra Tarahumara ha incrementado su nivel de control, violencia y crueldad. Diferentes células del Cártel de Sinaloa están distribuidas en los municipios de la zona serrana de Chihuahua, quienes frecuentemente se disputan las plazas con sus rivales de la “Línea”, sicarios del Cártel de Juárez.

Padre Javier Campos. Foto: Natalia Ramírez

No solo es la siembra de marihuana, amapola y el narcomenudeo. Ellos tienen el control de la entrada y salida a las comunidades, toman las decisiones en las asambleas ejidales sobre el manejo de recursos y distribución de utilidades de los aserraderos, la venta de alcohol, la explotación de minas. La gente acude a ellos como autoridad judicial o como jueces cuando hay alguna disputa comunitaria para que hagan justicia. Una cotidianidad en la que las extorsiones, el reclutamiento de niños y jóvenes, violaciones a mujeres rarámuri, consumo de droga, despojo de tierras, desplazamiento y ejecuciones son la norma.

El temor en las diferentes comunidades rarámuri siempre es el mismo. El narco condiciona la vida y su ritualidad, los priva de sus espacios de cohesión y conexión con la tierra.  Los siríames (gobernadores rarámuri) cada domingo en su nawésare (consejo) expresan ese miedo que rompe la unidad y sus acuerdos sociales ancestrales, invitan a la gente, especialmente a los más jóvenes a participar de la vida comunitaria “como lo hacían los de antes”. Como antes, cuando podían vivir sin tanto pavor. Conscientes que todas esas grietas están siendo llenadas con las falsas ilusiones que el crimen organizado ofrece para mejorar la vida.

Foto. Daniel Vargas

La ausencia de autoridades municipales, estatales y federales es siempre notoria. La Sierra Tarahumara es tierra sin ley. Ninguna estrategia de seguridad, ni la militarización presente desde 2006, ha logrado nada. El pago de cuotas evita que las siembras de amapola sean destruidas por el Ejército. Los políticos solo recuerdan al pueblo rarámuri en época electoral, reparten láminas, despensas y vuelven hasta el siguiente periodo. Políticos cobijados por las familias chabochi (no rarámuri) de siempre, quienes manejan toda la descomposición que traen sus negocios de muerte.

La corrupción es el compendio de todo este mal, el estruendoso trueno que está acabando con todo, el rayo que golpea sin piedad. En ese feo y sucio juego de los sobornos están olvidadas las miles de víctimas asesinadas, desaparecidas o desplazadas de sus tierras; de las cuales no se habla y pareciera que sus vidas no valieran. 

El Gallo y Joaquín Mora siempre supieron ofrecer con su presencia y su trabajo junto a los rarámuri, y también a los no rarámuri, palabras de esperanza, pararrayos para contener ese miedo, que las grietas se llenaran con amor a la vida comunitaria. Así lo han hecho otros jesuitas, sacerdotes, religiosas y laicos que ofrecen su trabajo en la Sierra para frenar tanta crueldad. Hemos llenado de dolor un pozo sin fondo, deseo que haya paz y justicia para ellos y para un pueblo olvidado y abandonado por el Estado como el de la Sierra Tarahumara.

El territorio sigue en disputa, la violencia crece sin piedad. Pero los años vividos en la Sierra y el cariño que tengo por los rarámuri me hacen saber que ellos, a pesar del miedo, seguirán resistiendo y curando el territorio colectivo, seguirán ofreciendo sus frutos y animales y su vida para pedir que los relámpagos no peguen en sus casas.

Foto: Natalia Ramírez

*Daniel Vargas es egresado de Filosofía y Ciencias Sociales del ITESO. Exjesuita y anterior Coordinador de los Centros Culturales Jesuitas de la Tarahumara.

**Natalia Ramírez es comunicadora con enfoque en Derechos Humanos, integrante del equipo de comunicación para América Latina de la organización Indigenous Peoples Rights International – IPRI. 

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