Por Ernesto Camou Healy
El próximo martes 21, exactamente a las 2:13 de la madrugada, inicia el verano en este Norte aridísimo. En otras partes del globo terráqueo están felices pues comienza la estación apta para ir a la playa, caminar en el campo, hacer deportes al aire libre. Aquí no. Tenemos que tomar precauciones por un clima muy inclemente; y esta prudencia fundamental será necesaria también en otras geografías que aguardaban esa templanza climática, después de los rigores invernales: Cada vez resulta más evidente la mudanza meteorológica amenazante que fue originada por la industrialización desbocada, cada día más alejada del bienestar humano y sólo preocupada por las ganancias de unos cuantos.
En esta llanura sonorense estamos acostumbrados a los calores, decimos, lo cual es más bien una falacia, pues desde meses antes nos acongojamos por las temperaturas que se anuncian, y las lluvias que se muestran renuentes.
Hemos aprendido a sortear, en lo posible, las destemplanzas estivales: Resulta caro tener aire acondicionado, pero en muchos barrios los moradores ahorran, e invierten, para enfriar al menos una recámara donde se apiña la familia por las noches, para restaurar fuerzas para la jornada venidera.
Cuando éramos chamacos no había en Hermosillo “las refrigeraciones”. Paliábamos el calor con ventiladores y enfriadores de aire que eran poco eficientes. En mi casa se sacaban catres de tijera a un reducido patio donde nos acomodaban a los críos, los papás y las muchachas que trabajaban en casa.
Era un dormitorio al aire libre con uno o dos ventiladores estratégicamente colocados que giraban y proporcionaban algún alivio momentáneo mientras nos rendía el sueño. Ya entrado el verano, a veces por las madrugadas, se desataba una tormenta que nos urgía a refugiarnos con todo y tiliches en las recámaras. Había que ser ágiles para evitar que los catres de lona se mojaran; pero sabíamos que el resto de la noche sería más fresca y llevadera.
En este 2022 la primavera nos ha tratado sin consideración alguna: Desde el mes de abril tuvimos temperaturas superiores a los 40º C, y se está despidiendo esta semana con el mercurio tocando fácilmente los 47º C. Una primavera que parece inflamable.
El fenómeno no se restringe a este desierto: En Kansas murieron, por golpe de calor, varios centenares de reses en un día en el que el termómetro marcó los 49º C; mientras que, en el mar cercano a Vancouver, el calentamiento del agua provocó la muerte de miles de moluscos, poco preparados evolutivamente para aguas que llegaron a parecer caldo, como sucede sin falta, en nuestro Mar de Cortés los veranos.
Y a pesar de tanta evidencia no nos estamos preparando, como ciudad y región, para lo que anuncia esta primavera aún inconclusa: Somos una urbe que en pocos años arribará al millón de habitantes, pero tenemos muy pocas áreas verdes, y padecemos una escasez alarmante de paseos y rúas arboladas.
A mediados del siglo pasado se plantaron en plazas y camellones árboles muy vistosos pero muy poco adecuados a nuestra geografía: Laureles de la India, “yucatecos” les llamamos, porque los trajo un general revolucionario que había sido Gobernador en la península; y en el centro cívico se les ocurrió poner ceibas, una especie más bien tropical. No cabe duda que ambos crecieron frondosos y son refugio para paseantes y enormes bandadas de chanates, pero requieren una inversión descomunal de agua… Necesitamos aceptar que vivimos en un desierto, donde proliferan mezquites, breas y paloverdes, además de guayacanes, torotes y palofierros, sin contar los sahuaros, pitayas y otras cactáceas.
Los mezquites y las breas, con cuidados adecuados y agua medida, pueden crecer, dar sombra, generar humedad y contribuir a refrescar el ambiente citadino. Las nubes no sólo vienen de la sierra, también se generan de la evaporación que las hojas y plantas ocasionan: Si no las tenemos, más escasas serán las precipitaciones y corremos el riesgo de llegar a ser un yermo, cada vez más inhóspito.