Justicia por propia mano, otra vez

Para Rafael Pardo Ortiz, por su amor a la vida

Por Francisco Ortiz Pinchetti

Me estremeció el caso del joven abogado Daniel Picazo González, asesinado el pasado 10 de junio por una turba en el poblado de Papatlazolco, Huauchinango, en la Sierra Norte de Puebla. Tenía 31 años de edad. Había sido asesor de una diputada panista y colaboraba en la Cámara de Diputados. Fue confundido con secuestradores de niños y atrapado por pobladores. La policía logró liberarlo momentáneamente, pero unas 200 personas se lo llevaron por la fuerza. Lo golpearon, lo ataron de pies y manos y finalmente lo rociaron con gasolina y lo quemaron vivo en una cancha del pueblo.

Ninguna autoridad pudo impedirlo.

Al leer la información sobre ese hecho infame recordé la historia de los colgados de Huejutla de Reyes, en la huasteca hidalguense, que hace 24 años conocí y relaté en el semanario Proceso. Ahí fueron linchados dos infelices vendedores de estampitas infantiles y juguetes provenientes de Tlahualica, Veracruz, a quienes una turba enardecida arrancó de su celda en la cárcel municipal para luego ser golpeados salvajemente, rociados con gasolina, arrastrados hasta la plaza principal del pueblo y ahí colgados en el quiosco. Fueron asesinados frente a más de mil personas, muchas de ellas en estado de ebriedad.

Ninguna autoridad, incluido el entonces Gobernador de Hidalgo, Jesús Murillo Karam –que viajó de urgencia en un helicóptero desde Pachuca–, pudo impedirlo.

Los comerciantes veracruzanos eran José Santés Velázquez, de 31 años, regordete y guasón, y su escuálido compañero, Salvador Valdez Rojas, de 23. Ellos habían estacionado su destartalada camioneta frente a la escuela primaria para ofrecer su mercancía a los niños, a la salida de clases. El rumor de que habían tratado de robar a tres niñas corrió por el pueblo y unos 60 pobladores los detuvieron, maltrataron y entregaron a la policía, que los encerró en el separo del palacio municipal. Al día siguiente sobrevino la tragedia.

Ambos casos, ocurridos con una diferencia de casi cinco lustros, presentan similitudes sorprendentes. Tanto Papatlazolco como Huajutla son localidades muy pobres, serranas, de población predominantemente indígena. Han sufrido por siglos la opresión y el despojo. Y los engaños. Tienen en común también la desconfianza hacia la autoridad, particularmente en materia de Justicia, y sus reticencias ante los forasteros.

En los dos casos fue un rumor el origen del drama. En el primero de ellos, un mensaje alarmista de WhatsApp desató el linchamiento. En el segundo, una transmisión radiofónica a través de la emisora local provocó la ira colectiva. Y en ambos casos se confundió a las víctimas con robachicos, cuyo objetivo era sacarles los órganos a los pequeños para venderlos. Igualito.

Para elaborar mi reportaje entrevisté al gobernador Murillo Karam, al procurador Omar Fayad Meneses (actual gobernador saliente de Hidalgo), al locutor de la estación de radio XECY, Cruz García Ostos; al investigador Daniel Pacheco (agente determinador del MP); al obispo, Salvador Martínez Pérez; a los padres de las niñas a las que supuestamente habían querido secuestrar, Edith y Teresa; al líder de la Unión Regional de Ejidos, Eladio Sageon; al ombudsman, Miguel Cruz Zavala (coordinador del Comité de Derechos Humanos de las Huastecas), y a los presos en el CeReSo de la capital hidalguense. La conclusión fue inequívoca: el asesino a final de cuentas fue el pueblo.

“Aquí se juntaron la desinformación y la desconfianza”, me dijo la maestra Luisa Andrade, coordinadora regional de los Consejos de Participación Social de la SEP. “Vimos actuar a una sociedad que ya no cree y que tiene motivos para no creer. El desgaste de la autoridad y la ausencia total de seguridad pública, en el caldo de cultivo de una pérdida de valores, llevan a la ingobernabilidad. Esto es el resultado de un diálogo interrumpido: la autoridad no quiere escuchar y nosotros, la sociedad, hemos dejado de hablar”.

Mi relato sobre los colgados de Huejutla se publicó el 18 de mayo de 1998. El siguiente es un fragmento de ese texto, que resume el desenlace final que culmina con la muerte de los dos comerciantes que a bordo de una camioneta ofrecían sus estampas, con las que los niños podían obtener premios como pelotas, muñecas, carritos y otros juguetes:

Con un soplete abrieron la reja de la barandilla municipal. Arrancaron de la celda a los dos presuntos robachicos, detenidos la víspera. En vilo los llevaron a la calle. Ahí, tirados en el suelo, los golpearon, los patearon, los escupieron. Luego los lazaron de pies y cuello. Les rociaron gasolina y a punto estuvieron de prenderles fuego. Entre una turba, los arrastraron de los pies hasta la plaza y los subieron al quisco. De nuevo los azotaron con palos y machetes, hasta que perdieron el conocimiento. A uno de ellos, el más corpulento, lo quisieron colgar de los brazos, pero su peso rompió el mecate y cayó hasta estrellarse en las baldosas de la plaza. Otra vez lo intentaron y otra vez cayó, ahora de cabeza. A otro lo picotearon con un machete y a medianoche lo colgaron. Más de un millar de personas –entre ellas el gobernador del estado— presenciaron el martirio. La policía rescató finalmente los dos cadáveres…

Nadie aquí acepta haber sido testigo de los hechos, pero cualquiera relata pormenores. Nadie fue culpable y todos en alguna manera lo fueron; pero sólo un viejo yerbero, una taquera, un paletero, un vendedor de enciclopedias, un campesino y un anciano albañil, permanecen presos en el CeReSo de Pachuca, la capital del estado. Los cargos: homicidio calificado y lesiones, ambos agravados. La Procuraduría de Justicia del estado pide para ellos la pena máxima: treinta años de prisión. ‘En todo caso, que traigan y encierren a todos los que estuvieron en la plaza: ¡todo Huejutla estuvo!’, reclama en el penal María de Jesús Maya Gómez, única mujer entre los inculpados.

Quizá lo más trágico de la historia es su colofón. Según el expediente que consulté en el juzgado, en su declaración preparatoria ante el Ministerio Público,  Santés Velázquez y Valdez Rojas alegaron reiteradamente su inocencia. El gordo Santés, como le decían, contó que bromeó con las niñas que se acercaron a la camioneta. “Qué linda niña –le dijo a Edith, la mayorcita— cuando crezcas vamos a venir a secuestrarte…”

Válgame.

DE LA LIBRE-TA

GENIAL. Está bueno saber que en cada litro de gasolina que le ponemos al auto nos ahorramos siete pesos, gracias al subsidio gubernamental. Lo malo es que el detallito le costará al país algo así como 400 mil millones de pesos, según el SAT. Sale barato evitar el costo político de un aumento realista.

@fopínchetti

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *