Por Jesús Chávez Marín
¿Rosalía?, soy Norma, Me da mucho gusto que me hayas agregado y así poderte escribir aquí en el Messenger; es que ando bien triste y no hallaba con quién platicar lo que voy a decirte; es muy delicado y me da mucha pena. ¿Te acuerdas de Renata, la más chica de las primas? Cuando te fuiste a vivir a Denver ella era una bebita y yo todavía no me casaba. Pues ahora es toda una señorita, y muy guapa. O más bien, era, porque no te imaginas lo que sucedió.
Tú no llegaste a conocer a mi marido, porque me casé un año después de que te fuiste a trabajar al otro lado. Sabíamos de ti porque mi tía Lupe, tu mamá, nos contaba todo, de cómo te había ido, de todo lo que batallaste al principio para acomodarte y de cómo a punta de trabajo y de que eres muy lista pusiste varios negocios hasta que le atinaste con la primera tortillería y luego las otras. Todos nos alegrábamos con cada logro y nos entristecíamos cuando te iba mal, como aquella vez en que estuvieron a punto de deportarte y también cuando te divorciaste de Román y te quedaste solita con Rosy chica. La verdad es que todos te admiramos mucho, prima, y sobre todo yo que siempre nos quisimos tanto desde niñas y también ahora, a pesar de tantos años en que solo te he mirado en fotos. Pero ya me desvié del tema.
Es que es bien difícil, me duele y me da coraje recordarlo. Cuando nos escribíamos cartas llegué a contarte de Gabriel, mi esposo. Te decía que era el hombre más guapo del mundo, además de espléndido y machote; a su lado me sentía segura, en sus brazos la mujer más complacida. Estuve enamoradísima de él desde la primera tarde que lo vi en aquel baile de la Cruz Roja donde tocaron Los Apson; me sacó a bailar y yo sentí que flotaba, bueno, porque además me había tomado dos whiskys a escondidas de mi mamá, ya ves cómo era estricta, Dios en paz la tenga.
En ese entonces también te escribí que a los quince días de ese baile ya vivíamos juntos; era como un sueño de princesas porque él me cumplió como todo un hombre, en cuanto quedé embarazada nos casamos por el civil; como ya estaba esperando, mis papás no dijeron nada, a pesar de que les dolió que me fuera de la casa; nos desaparecimos dos semanas en un hotel muy hermoso de otra ciudad y no regresé hasta que ya no había más remedio. Mira, a pesar de todo lo que ha pasado y que ya te contaré, te digo que de los 18 años que tengo de casada, he sido muy feliz la mayor parte del tiempo; no creo que hubiera mujer más enamorada de su esposo que yo; lo quise tanto como no tengas una idea; los poquitos defectos que le veía se los perdonaba siempre; los rumores que me llegaban de sus andanzas no los creí nunca. Yo era su esposa fiel y el era mi hombre, el mejor de todos para mi corazón. Y es más, a pesar de lo que pasó todavía lo quiero aunque no deba, nunca voy a amar igual.
No te voy a negar que como todos los hombres él tenía sus detalles, pero mí me trataba casi siempre con cariño, me cuidaba mucho y en todo me daba mi lugar. Eso sí, cuando tomaba se volvía un demonio, lo bueno es que no tomaba mucho; y no que yo no me diera cuenta. Como viajaba, por su trabajo, pasaba noches fuera de la casa; siempre que regresaba lo recibía amorosa, amistosa, como debe de ser, sin preguntas ni dudas. Los chismes que llegaban nunca me intrigaron; él era mi señor y en su casa procuré siempre que se sintiera como rey, porque además ha sido cumplidor con el gasto, a mi hijo y a mí nunca nos ha faltado nada, gracias a Dios.
También debo decirte que nunca me he cegado; el hecho de que yo le tuviera toda la confianza a mi marido no quiere decir que viviera con los ojos cerrados; tú sabes, prima, que las mujeres de nuestra familia nunca hemos sido pendejas. Lo que llegué a ver con mis propios ojos, siempre me parecieron faltas menores: a veces le echara algún piropo a mi comadre Josefina, toda curvilínea y bonita que es ella, me parecía de lo más natural, nunca fui celosa ni con ella ni con una profesora de la primaria que de plano se le metía por los ojos a Gabriel. Todo era parte natural de mi vida de casada, hasta que un día sí se me prendió un foco rojo.
Fue en la fiesta de 15 años que le hicimos a Gabriel chico. Como fue hijo único, y por lo tanto no tuvimos quinceañera, le organizamos un baile precioso en El Jardín de las Rosas, ¿te acuerdas?, el salón ese muy bonito donde fuimos juntas a nuestra primera fiesta de noche. Invitamos a 200 personas, ofrecimos cena, había whisky, tequila, brandy, lo que quisieran. Gabriel, que siempre ha sido muy medido para tomar, esa noche se dio vuelo con el Etiqueta Negra y se transformó en otro, en uno muy feo. Yo estaba tamañita de que fuera a ponerse violento o necio o, es decir, caliente. Libidinoso. Por supuesto que he conocido siempre ese ángulo de mi marido, esa personalidad maniática que le provoca el alcohol, y toda la noche anduve algo preocupada por lo que fuera a pasar, pero me tranquilizaba verlo tan alegre y sociable, cariñoso con su hijo, atento conmigo, hasta de más, así que me tranquilicé y procuré disfrutar tan bonita fiesta que teníamos, había venido familia de varias partes, allí estaban todas mis primas; casi nada más tú faltaste.
Para esto, no sé si te enteraste que dos años antes me había llevado a vivir conmigo a mi sobrina Jacqueline cuando murió mi hermana Karla, su mamá. La quería, y la quiero como a una hija, la hija que nunca tuve. Y para Gabrielito es como su hermana mayor. Pues no me lo vas a creer. Ya casi al final de la fiesta Gabriel andaba casi flotando de borracho, pero se mantenía derechito y bien portado; me sentía tranquila pensando que todo aquello que surgía con el pisto ya no sucediera, cuando de pronto tuve que ir por unos platillos a la cocina del salón, y al ir pasando por el pasillo de entrada que voy viendo a Gabriel besando a la muchachita y tocándole las bubis y ella como que se dejaba y como que se resistía, no, tío, no sea malo, le decía, déjeme, y aquel necio apretándose contra ella. ¡Gabriel, qué haces!, le grité. Volteó a verme como si viera el aire, no reconocía, parecía ido. Se había desabrochado el cinturón, se arregló y salió en silencio hacia el salón, como sonámbulo.
Al día siguiente traté de hablar con él, y según esto no se acordaba de nada. Mi gran error fue dejar que todo quedara silencio. Aconsejé muy bien a Jacqueline de que se cuidara mucho, que por su bien procurara no tener mucha relación con su tío, que platicara con él nada más lo elemental, que supiera entender que hay momentos en que el alcohol nos vuelve diablos, que él no es mala persona y es su familia, que le fuera a agarrar mala idea. Y así la vida siguió, con sus altas y sus bajas como siempre, y entonces me tocó que se me encendiera el segundo foco rojo, todavía más rojo que el de antes.
Todos los viernes nos juntamos las amigas de siempre en la casa de alguna, la que le toque, para platicar y algunas también para emborracharse, pero no mucho. Resulta que uno de esos viernes Irene, ¿te acuerdas de ella?, pasó por mí. Siempre me voy en mi troca, por si se me antoja venirme antes o pasar a otros lados por algún pendiente, pero esa vez se me hizo fácil irme con ella, porque además tenía que platicarme algo que después te cuento. Cuando llegó por mí, Gabriel iba llegando a la casa, lo cual me extrañó porque los viernes siempre sale desde mediodía y no regresa hasta pasadas las doce. Esa vez nos tocó reunirnos en casa de Imelda y ella es muy espléndida, cena deliciosa, tres pasteles, cerveza, todo el pisto que quisieras tomar, en fin, estuvimos muy a gusto. Pero cuando regresé a la casa me esperaba una vil traición. Ya había entrado, iba a cerrar la puerta, cuando alcancé a ver algo raro en mi troca. Fui a ver qué era y que voy viendo a Gabriel casi encuerado cogiéndose a una que esa sí estaba toda desnuda y viniéndose como demente, con grititos y gemidos al por mayor. Me quedé helada.
Me retiré muy calladita, no dije nada ni hice escándalo. No entendía cómo se le había ocurrido hacerlo precisamente en mi troca, me parecía eso muy retorcido. En el porche de la puerta esperé a que terminaran, se vistieran. Según ellos limpiaron muy bien todo el asiento de la troca, que no quede huella. Y ya cuando se encaminaron al carro de Gabriel, les grité: Qué bonito deporte agarraron. Yo no sé cómo tuve sangre fría para hacer todo eso, si por dentro me estaba quebrando de tristeza, coraje, desencanto, ya ni sé.
Él no me dijo nada y ella menos, se fueron muy despichaditos. Fue a llevarla y pronto regresó, pero yo me hice la dormida; no quería, no podía confrontarlo en ese momento. Al día siguiente era sábado y antes de que se fuera le dije que necesitaba hablar con él. Para mi sorpresa me contestó: nada tenemos que hablar. A mí no me molestes con tus monsergas. Y fue todo lo que dijo. Desde entonces empezó a tratarme horrible, con la punta del pie. Me chiflaba como si fuera yo un perro o un caballo, qué sé yo. Se le olvidó por completo que yo era su esposa y me hacía sentir que ya solo era para él una sirvienta y luego, cada vez que se le antojara, una puta; aunque se le antojaba cada vez menos, a veces pasaban hasta tres meses sin que me tocara. ¿Y por qué crees? Aquí viene lo más monstruoso.
Porque le puso casa nada más y nada me nos que a Renata, nuestra prima pequeña. No sé cómo la convenció, no sé cómo consiguió ella guardar con la familia el secreto de con quién se había ido a vivir, nada menos que con mi marido. Gabriel andaba en pleno frenesí de lo que se llama la crisis de los cuarentones, con su amante jovencita vuelto loco. No tuvo escrúpulos, no supo respetar a su propia familia, ni a su mujer ni a su hijo. Y te diré que ni a su propia dignidad, porque ahora toda la gente lo mira como a un degenerado, pobre hombre. A veces hasta me da lástima, ya no tiene mirada. Y muy pronto tampoco va a tener esposa, porque le puse una demanda de divorcio que no se la va a acabar.