Por Ernesto Camou Healy
La historia de la humanidad se remonta a varios cientos de miles de años. El proceso por el cual surgieron los primeros homínidos con conciencia, fue lento y acumulativo: Fue una transformación por ensayo y error que derivó en que varios de esos especímenes lograron ir teniendo conciencia de sí mismos como distintos, unidades pensantes y actuantes, capaces de acercarse a la realidad, evaluarla, y tomar una decisión que implicaba una transformación, de ese medio, y en esa misma dinámica, de sí mismos: Experimentaban, aprendían, crecían en algo que ya podemos llamar sabiduría.
Esos homos primigenios eran una especie animal. Tenían la capacidad de transmitir a su descendencia lo que eran: Una especie zoológica de andar erecto, en dos patas, y capacidad de comunicarse. Durante más de un millón de años fueron desarrollando la posibilidad de emitir sonidos cada vez más sofisticados, que les permitió reconocerse, entenderse y aliarse, formar parejas y familias, clanes y tribus, y definirse a sí mismos como “gente”.
Lo que se había logrado fue un salto evolutivo, la aparición de la inteligencia, la capacidad de saberse en un medio, pero no condicionado por él, sino con la humana facultad de decidir.
Ya no sólo era un cuerpo, sino un todo pensante; una síntesis de corporeidad y de inteligencia. Así fue conformándose una humanidad similar en lo corporal, pero capaz de inventar formas nuevas de habérselas con lo real, distintas en razón de los retos que lo nuevo que percibían, les presentaba.
Nosotros, los humanos pues, tenemos una biología, somos parte de una especie que nos concede el organismo que tenemos y que se nos transmite al nacer; y otra vertiente, llamémosla cultural, que nos concede la posibilidad de interactuar con la realidad en la que nacemos.
Se trata de una herencia social que nos regala el grupo que nos acoge y cría, y que permite ir entendiendo, aprendiendo y sentirnos familiarizados con ese entorno que no resulta exótico, sino familiar.
No se puede ser persona sin lo uno, ni la otra. El regalo de las maneras de entender el medio en el que estamos, el lenguaje para nombrarlo, la cercanía de los otros, las reglas y los tabúes, las historias y las leyendas, son necesarios y definen lo que cada uno es.
Y eso es lo que explica la enorme diversidad en las formas de ser humano, las culturas, usos y costumbres, que varían con el tiempo y la geografía, pero que a pesar de tanta pluralidad solemos reconocernos en los otros, y afirmar una extraña pero idónea similitud.
Y en estos cientos de miles de años de ser personas, hemos ido accediendo a unos acuerdos primordiales, por más que todavía hay racismos y propuestas necias que pretenden colocar a unos por encima de otros por cuestión de raza, color de piel, lenguaje, vestido, saber moverse de acuerdo a los cánones dominantes y otras excusas para ofender y someter.
Pero ya es aceptado, por más que hay algunos que no quieren honrarlo, que toda persona merece respeto y equidad, que todos somos iguales que, incluso lo dicen las religiones: Somos hermanos. Lo afirman Buda, Yavhé y Jesús; está plasmado en las constituciones y las leyes; y resulta un acuerdo fundamental de la convivencia humana, un rasgo originario de decencia elemental.
Por eso resulta pasmoso que cuando el presidente López Obrador afirma que a los delincuentes se les trata con respeto porque son personas, hayan saltado tantos y tantas, en un respingo hacia la intolerancia y la desvergüenza para exigir que el mismo Ejecutivo -que no dijo privilegios, sino respeto-, les niegue la calidad de persona.
Son malhechores, hay que aplicarles la ley, castigarlos si es preciso, pero negarles el trato mínimo de humanidad resulta degradante, para el que lo sufre y para el que lo exige también. Estos reclamantes están a contrapelo de la historia y de la decencia. Inquietan un poco, tan ignorantes y medrosos.