Por Jesús Chávez Marín
Cuando Gilberto era un cincuentón recién divorciado se encontró de repente con el vértigo de la libertad, que fue su perdición. Como tenía buen salario, profesor de física en una universidad, y además su esposa se había ido con los cuatro hijos a Estados Unidos sin reclamarle ninguna pensión con tal de quedarse con la patria potestad para ella sola, empezó a gastar en viajes acompañado de una novia distinta cada vez, que siempre, según él, era el amor de su vida, y luego tronaban porque el carácter de Beto era imposible de tolerar, y además le había surgido un complejo de Adonis insoportable, imaginaba que todas querían con él.
En ese plan duró cinco años, hasta que se hizo de una fama terrible, era el clásico galán tendido y necio.
Pensaba que nadie lo merecía. En esta ciudad viven puras imbéciles, les contaba a sus amigos, desglosándoles con lujo de detalles aburridísimos las imperfecciones y taras de la que antes había presentado como la mujer perfecta.
Fue entonces cuando Gilberto empezó a explorar otras dimensiones de la relación amorosa: la comunicación por Internet con extranjeras fabulosas, o más bien con mujeres que presentaban fotos retocadas en sus comunicaciones gráficas y relatos fantasiosos de la respectiva.
Gilberto hablaba inglés y en rutilantes conversaciones globales consiguió una novia rusa que también hablaba ese idioma y que según esto era la perfección andando: diez años menos que Gilberto, trabajaba en un departamento de finanzas públicas y ganaba muy bien; divorciada, con dos hijos, mostraba en las fotos y en los videos su casa preciosa y como un espejo de limpia; cantaba en un coro monumental que hacía viajes por todas las repúblicas de la antigua Unión Soviética y le mandaba a Gilberto grabaciones de sus conciertos. Por supuesto que la música se escuchaba muy fina, pero vaya usted a saber si la grabación fuera o no del coro o le estuviera ella formando una realidad paralela, donde también correspondieran las fotos de rubia guapa, los desnudos en el chat y toda la fantasía de la que Gilberto andaba perdidamente enamorado.
Sus amigos le decían que eso era como estar prendado de una actriz de la pantalla, que ese tipo de sentimientos no pertenecían a la realidad sino una especie de amor platónico forjado a punta de tecnología, pero Gilberto parecía convencido de que eso era el amor, y de que por fin había encontrado el verdadero sentido de la existencia.
Cuando se acercaban las vacaciones de verano, le propuso a Kiroschka, así se llamaba la dama rusa, si estaba de acuerdo en que él fuera a conocerla a Moscú, pero ella se apresuró a decirle que para esas fechas andaría de gira con el famoso coro. Para no desmoralizarlo del todo le dijo que ella vendría a México para Navidad, y con eso él quedó muy contento.
Muy pronto ella fue trabajando la idea de que sería él quien tendría que pagar el boleto de avión y los gastos del viaje, ya que sus dos hijos iban a entrar a la universidad y había tenido muchos gastos recientes. Él le dijo que por eso no habría ningún problema.
Gilberto vivió esos meses lleno de regocijo. Todos los días a las nueve de la noche se hablaban por skype, cada vez parecían más amorosos y de vez en cuando vencían juntos el temor al ridículo de mirarse desnudos a través de las pantallas, como si fueran adolescentes ansiosos. Entusiasmado recorrió joyerías hasta que halló el valioso anillo de diamante que sellaría el compromiso del amor.
El primer día de las vacaciones navideñas viajó a la ciudad de México a donde llegaría la rusa; se vieron por primera vez en el aeropuerto. Un tierno abrazo en silencio confirmó para Gilberto que sus sueños también se conectaban con la realidad; sus amigos que tanto le advirtieron de la gran cantidad de fraudes y engaños que acechan desde el ciberespacio a los ingenuos, en este caso habían estado muy equivocados, Kiroschka era hermosa, fina y elegante.
La noche de Navidad, la feliz pareja era el centro de las bienaventuranzas para la familia de Gilberto; por fin iba a rehacer su vida y ya no andaría tan malhumorado como se la había pasado los últimos cinco años, maldiciendo rencoroso a su ex y extrañando con tanto dolor a los hijos que había perdido luego de su atormentado divorcio. Ahora lucía radiante.
A las meras doce llamó a todos y les pidió su atención; con solemnidad un poco ridícula sacó el anillo de su saco, y emocionado le pidió en inglés a Kiroschka que se casara con él. La mujer, toda sonrisas, le dijo por supuesto que sí mi amor, me haces muy feliz, entonces él le puso el anillo en el anular de su mano izquierda.
Ese fue el clímax de la felicidad para Gilberto, y nunca volvió a sentir ningún otro clímax, por cierto.
La mujer se pasó en su casa los quince días de vacaciones, a diario Gilberto le compraba regalos que ella con discreción y astucia iba sugiriendo en cada tienda y en cada lugar a donde viajaban, dentro del territorio de Chihuahua, y luego regresó muy garbosa a su lejana tierra.
Al llegar, lo primero que hizo fue bloquear todos los contactos por donde antes se había comunicado con su amado mexicano.
Varios días tardó Gilberto en creer que esto hubiera sucedido, primero le echo la culpa a las fallas de la tecnología, luego a la posible falta de recursos económicos que a lo mejor a Kiroschka la obligaban a permanecer incomunicada, sería cosa de unos días, pensaba, pues la esperanza es la última que muere. No lo podía creer, pero cuando por fin le cayó el veinte casi estalló en furia y ya después llegaron los correspondientes tres o cuatro meses de la absoluta desilusión.