Por Ernesto Camou Healy
Hace dos días que Rusia invadió Ucrania: Se enfrentaron sus ejércitos. Provocaron destrucción y muertes, de soldados y de civiles; y el desplazamiento de miles, en aquella región que tiene el papel de bisagra entre las aspiraciones rusas y las de la Unión Europea y la Organización del Atlántico Norte (OTAN).
Rusia es el país más extenso del mundo, con un poco más de 17 millones de kilómetros cuadrados. Ucrania tiene 603 mil 628 kilómetros cuadrados, más o menos una tercera parte de nuestro País, pero está casi a la par que Francia y es un poco más grande que España. Es un país rico en recursos minerales y tierra agrícola. Su posición en el Mar Negro le da acceso al Mediterráneo, y le concede una posición privilegiada para el comercio y el turismo.
Las relaciones de Ucrania con Rusia han sido bastante ríspidas: Si en el siglo XIII Kiev era la capital de todas las Rusias, en el siglo XVIII el imperio de los zares, desde Moscú, la ocupó y prohibió la lengua, literatura y música ucranianas. Incluso reprimió la celebración de misas en ese idioma. Ya en el siglo XX, Rusia ocupó Ucrania y provocó una limpieza étnica en la cual murieron millones de habitantes, suprimió su idioma y se estimuló la migración rusa para reemplazar a los nativos.
Ahora, a pesar de que el país perteneció a la Unión Soviética desde 1922 hasta 1991, resulta lógico que en Ucrania haya un sentimiento de repudio a su antiguo dominador. Pero es importante para Rusia: Por ahí pasa el gasoducto que conduce su combustible hacia el mercado europeo; ahí se producen minerales y productos agrícolas que abastecen a sus vecinos de Europa Oriental.
Con el pretexto de proteger a la minoría leal hacia Rusia, Putin ha hostilizado desde hace tiempo a Ucrania. En 2014 recuperó el dominio sobre la península de Crimea, y alentó la rebelión en la región del Donbass, al Oriente del país, y que Rusia ahora reconoce como “independiente”. Pretende consolidar un escenario sustentado en la fuerza y el temor. Añora los tiempos en los que desde Moscú se imponía la voluntad del gobernante en turno.
A la Unión Europea le conviene tener a Ucrania entre sus allegados: Posee un territorio vasto, recursos y una población capaz de producir para su mercado; al mismo tiempo, mina el poderío de la Rusia actual. Estados Unidos, rival arcaico junto con la OTAN, reprobará el zarpazo soviético, propondrá sanciones y obstáculos, y probablemente cederá ante su rival y competidor. Más tarde que temprano lo dejarán salirse con la suya. Eso pasó en 1956 cuando Rusia invadió Hungría, o en 1968, cuando reprimió la Primavera de Praga. Se trata de una riña entre viejos enemigos que no aciertan a convivir, pero quieren repartirse el mundo, a golpe de violencia. Están destrozando la esperanza que sus pueblos han ido construyendo.
Pelean por su poder y sus objetos y sacrifican a su gente. Eduardo Galeano expresó así su sentir en otra ocasión, otro conflicto, misma humanidad: “Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar: Yo mato para robar. Las guerras siempre invocan nobles motivos, matan en nombre de la paz, de Dios, de la civilización, del progreso, de la democracia; y si por las dudas, tanta mentira no alcanzara, ahí están los grandes medios de comunicación dispuestos a inventar enemigos para justificar la conversión del mundo en un gran manicomio, y un inmenso matadero. Cada minuto se gastan tres millones de dólares en la industria militar. Las armas exigen guerras y las guerras exigen armas. Y los cinco países que manejan las Naciones Unidas, resultan ser también los cinco principales productores de armas. Uno se pregunta ¿hasta cuándo la paz del mundo estará en manos de quienes hacen el negocio de la guerra? ¿Hasta cuando seguiremos creyendo que hemos nacido para el exterminio mutuo? Y que ese es nuestro destino… ¿hasta cuándo?”.