Cuento: Registro de propiedad

Por Jesús Chávez Marín

Todos los días a las 7 de la tarde, al llegar del trabajo, Joel daba un vistazo a su sitio de Facebook. Un martes de enero miró en pantalla la foto de un Volkswagen cubierto de hojas amarillas, en medio del jardín de una casa abandonada; uno de sus contactos había subido la fotografía con una frase: “Hojas que se van”. Joel estaba lejos de imaginar que aquella estampa lo llevaría una semana después a un hallazgo muy significativo.

Para nada tomó en cuenta la frase que acompañaba la foto, lo que llamó su atención fue aquel viejo automóvil verde con la pintura gastada por la intemperie y con placas color azul, Chihuahua 84/85, que conservaba intacta la carrocería y la dignidad de su diseño. Joel no era fetichista de carros ni de nada, a sus 36 años era hombre equilibrado y dueño de los hilos de la vida, pero aquel carro de verdad le había gustado y se propuso conseguirlo. Como era hombre práctico, le puso un mensaje a la persona que subió la foto: “¿Lo vendes?”. Inmediata llegó la respuesta: “No es mío, y no sé si está en venta; por InBox le pongo el domicilio”.

Al día siguiente se dirigió al lugar. Era una casa ubicada en el centro de la ciudad, deshabitada y cubierta de polvo y hojas secas; a simple vista parecía abandonada, pero no del todo, ya que no había hierba crecida y los árboles del frente y del jardín estaban cuidados, se notaba que alguien le daba sus vueltas a la finca para ver que todo estuviera bien. No había letrero de venta, parecía que el Volkswagen estuviera guardado en la cochera como si alguien hubiera llegado treinta y tres años antes y lo hubiera dejado allí antes de entrar a casa, como de costumbre.

Joel preguntó a los vecinos, nadie supo darle información, algunos le respondían con evasivas y otros le decían que eran inquilinos nuevos. Al fin halló a una señora muy amable que lo invitó a pasar a su cocina a tomar un café para platicar lo que sabía. En esa casa había vivido hacía mucho tiempo un matrimonio ya grande; el señor tendría en ese entonces unos cincuenta años y ella más o menos la misma edad. No habían tenido hijos, pero se querían mucho y se trataban con tiernas muestras de cariño; los muchachos del barrio les decían de burla los periquitos del amor. Él tenía un buen puesto en una oficina de gobierno; todas las tardes llegaba en ese Volkswagen y se llevaba a pasear a su señora. El carro era nuevo, lo cambiaba cada año, siempre de la misma marca. Un sábado nadie los vio salir, ni el domingo, ni el lunes; sencillamente ya nadie volvió a manejar ese carro, allí nomás se quedó como usted lo ve.

Y entonces ¿por qué está todo tan cuidado?, preguntó Joel. No hay en el porche basura ni hierba, ninguna de las cuatro llantas está ponchada, se ven cortinas en la casa, aunque bastante percudidas. La finca no está en ruinas luego de tantos años de permanecer deshabitada.

La señora le contestó: No sabría responderle con certeza. Seguramente alguien trae llave y se encarga algunas veces de darle una manita de gato a la casa y al carro, algunos han visto a un joven que llega y nadie sabe cuándo se va; sigue habiendo agua y luz, nunca llegan requerimientos del predial, señal de que alguien paga todo eso. Cantidad de gente llega preguntando por el Volkswagen, ya ve que esos carritos tuvieron siempre mucha demanda, y todavía, aunque ya estén descontinuados; pero nadie les sabe dar razón.

Joel le agradeció a la señora su amabilidad, apuntó las placas y se fue muy pensativo. Lo tenía muy sin cuidado la historia de ese auto que treinta y tres años antes había dejado de circular, lo que le importaba era hallar a quien fuera el dueño, para tratar de comprarlo. Antes de llegar a casa ya se le había ocurrido la idea de buscar un tío suyo que trabajaba en Tránsito, a lo mejor con el número de placas podría dar con los datos del propietario.

Lo que halló era de no creerse. La factura original del carro, de la cual su tío le proporcionó una copia, decía claramente el nombre del comprador: Joel Ramírez Pedroza. La coincidencia fue que el 11 de diciembre de 1984 se había tramitado un cambio de propietario a favor de Joel Fuentes Lozano ¡su propio nombre! Daba vértigo suponer que alguien había puesto el carro a nombre un niño justo en la fecha en que cumplía dos años.

*

Joel había crecido en un hogar estable, a pesar de que era hijo de madre soltera. Alma tenía buen salario, una vez al año salían juntos de vacaciones, vivían en una casa cómoda de la Panamericana y cada año cambiaban de carro. Lo consentía mucho, sin descuidar su formación ni la disciplina; estudió ingeniería mecánica en el Tecnológico de Chihuahua. Su vida era diáfana y la única causa de intriga para él eran algunos temas que surgían en la conversación con la madre, quien lo trataba con una mezcla de camaradería y ternura, pero a veces le contestaba con evasivas cuando preguntaba por el padre, hasta se molestaba cuando insistía.

Joel tenía 8 años cuando Alma se casó con un tipo que muy pronto dio a notar un ángulo virulento, para ella imposible de tolerar: trataba mal a su hijo. En cuanto se dio el primer incidente, ella tomó de inmediato la decisión de divorciarse. Desde entonces su divisa fue la de que más vale sola que mal acompañada. Jamás le traería a su hijo ningún padrastro. Sus esporádicas relaciones de pareja decidió mantenerlas al margen y ninguna fue tan valiosa como para volver a intentarlo, siguió manejándolas con discreción, aunque sin cerrarse al amor. Todo esto lo supo Joel, pues el nivel de confianza permitía esas confidencias, pero ella cancelaba toda conversación en cuanto él intentaba saber quién había sido el papá. 

Al pasar de los años, Joel se acostumbró a que su padre no formaba parte de los recuerdos, y ahora que surgía un nombre de alguien que en la fecha exacta de su nacimiento firmaba un cambio de propietario a favor de otro que se llamaba igual que él mismo, Joel Fuentes Lozano, la coincidencia era inquietante. Tendría que ser imposible creer que él hubiera buscado adquirir el mismo automóvil que al menos nominalmente ya fuera suyo. Esta vez su madre tendría que contestarle algunas preguntas en lo que antes había sido tan enigmática.

Le puso un mensaje para invitarla a desayunar al día siguiente, ella aceptó encantada, siempre le daba mucha alegría cuando su muchacho tenía atenciones con ella, lo cual era muy seguido, pues era cariñoso y espléndido.

Desayunaron en El Retablo. Casi al terminar, ella le dijo:

―Bueno, Joel, ahora sí dime qué te traes, por qué tan misterioso.

―Ay, Alma, se ve que me conoces bien. Pues mira, yo contigo nunca me ando con rodeos y quiero platicarte algo rarísimo que me sucedió.

―A ver, dime.

―Primero que nada quiero preguntarte algo, y esta vez necesito que me hables claro, mamá, porque es de un tema que hace mucho no tocamos y del cual no te gustaba hablar.  Primero que nada, dime el nombre de quien fue mi padre.

―Siempre te he dicho que tu no tuviste padre, Joel, te crié yo sola, y punto. Por qué insistes ahora con lo mismo.

―Está bien, lo que pasa es que no quería hacerte esta otra pregunta tan directa: Dime quién es Joel Ramírez Pedroza.

La mujer se quedó inmóvil, mirando fijamente a su hijo. Durante un largo momento permaneció callada, en aparente calma, mientras conseguía dominar la sorpresa y una cascada de recuerdos. Joel tuvo suficiente sensibilidad para quedarse quieto y esperar a que ella saliera de su intensa cavilación. La respuesta llegó en forma de pregunta:

―¿De dónde sacaste ese nombre?

Con toda claridad, Joel le contó lo del carro, la casa deshabitada, el registro de propiedad donde venían los nombres; el suyo no podría ser un homónimo porque ese tipo de coincidencia es casi imposible que suceda, y luego la fecha del registro, todo lo que ahora, al mirar la reacción de ella, parecía confirmarse. Pidió que le resolviera el acertijo.

Está bien, mi rey, le dijo ella: para empezar me da escalofrío que hallaras el hilo de la madeja, hasta parece cosa del destino. Te voy a platicar la historia completa; todo lo que te voy a decir, aquí queda entre nosotros, ¿de acuerdo?

Como sabes, fui la mayor en una familia de ocho hijos, empecé a trabajar desde chica para ayudar a mi papá en el sostenimiento de la casa; como estudié comercio en la Escuela Industrial para Señoritas, conseguí un trabajo muy bueno en el Banco Comercial Mexicano, primero de secretaria, luego como cajera y más adelante llegué a ser jefa de crédito. Al igual que todas las muchachas de antes, pensé que me casaría con un buen hombre, tendría mis hijos y mi hogar, pero cuando cumplí 20 años murió mi papá y me quedé sola con toda la carga, mis hermanos estaban chicos, todos en la escuela y no quise que se salieran, aunque en las vacaciones conseguían empleo y sí me ayudaban.

Ya casi para cumplir los 30, estaba convencida de que me había quedado para vestir santos, ni esperanzas de casarme, a pesar de que dos de mis hermanos ya trabajaban y me sentía más desahogada; por lo pronto, ya disponía de una parte de mi dinero, me vestía mejor y hasta había comprado un carro. Fue por ese entonces que conocí al señor ese del nombre que hallaste.

Me llevaba algunos años, diez o quince, nunca lo supe con claridad, pero llegaba muy guapo, todo un caballero. Era cliente del banco, en ese entonces las personas que no tenían empresa usaban las cuentas de ahorro y los depósitos a plazo fijo; Joel siempre fue cuidadoso en todos sus asuntos y manejaba con mucho orden las propiedades y el dinero, una fortuna modesta. Trabajaba como jefe de departamento en la Secretaría de Obras Públicas. Sin que yo me lo propusiera, fui el único asunto que no pudo acomodar en la lógica de su cerebro.

Empezó con timidez llevándome regalitos, mire, Almita, le traje un pequeño detalle de Puerto Vallarta; y me dejaba un vestido artesanal de buen gusto y muy lujoso; de vez en cuando cajas de chocolate exquisito, una pulsera de plata que todavía conservo, una vez hasta zapatos me trajo. Yo me sentía halagada, aunque siempre tuve la sensación de que no debía aceptarle regalos, pero él parecía tan tímido y rendido, que nunca hallé manera de rechazarlo. Siete meses de regalitos y atenciones pasaron antes de que se animara a invitarme, Almita, fíjese que hoy me autorizaron un proyecto muy importante en la Secretaría y quisiera que me acompañara a festejar. ¿Podríamos ir mañana a cenar en el restaurante del Hotel Fairmont? Allí es muy sabrosa la comida.

Lo que sigue es la típica historia de todas las parejas, claro que no te voy a dar detalles, pero el caso es que un año después de aquella cena, quedé embarazada de ti. Me parecía algo raro que él nunca me hubiera hablado de matrimonio, a pesar de que yo lo sentía enamorado de veras. Se desvivía en complacerme, me abrazaba con dulzura desfalleciente, decía palabras bonitas; con tanto amor no tuve el cuidado de ver el panorama competo, sus manera secretosa de ser, el hecho de que no mencionara a su familia, los viajes a los que jamás me invitaba, lo que no era raro porque en ese entonces las parejas de novios nunca salían juntos de la ciudad. En fin, yo también estaba enamorada y no me fijaba en detalles.

Cuando le anuncié que estábamos esperando un hijo, se alegró muchísimo. Durante tres días anduvimos muy alegres y más enamorados que nunca. Pero luego llegó muy serio, necesito hablarte de algo, dijo. Me llevó al Fairmont, el mismo lugar de nuestra primera cita. Yo estaba contenta, pero me inquietaba su cara de solemnidad, en la sonrisa se le formaba un gesto afligido que nunca le había visto.

Alma. Mi amor. Yo sé que lo que voy a decir va a dolerte mucho, me dijo el imbécil. Tengo esposa, desde hace 20 años estoy casado. No le di tiempo de que dijera nada más; lo intentó desesperadamente tratando de que no se armara escándalo en lugar tan elegante. Con toda calma salí del lugar, aunque por dentro me estaba ahogando. Y desde entonces tomé la determinación de jamás dirigirle la palabra.

Meses y meses me buscó, escribió mensajes y los mandaba por correo, me buscaba en el banco y siempre había gente, las pocas veces que pudo hablarme permanecí muda; se plantó en mi casa tardes enteras para ver si lo recibía, pero eso nunca sucedió. Lo que sí leí fueron las cartas. Primero me propuso que viviéramos juntos, que compraría una casa, la que yo quisiera, y que allí criáramos a nuestro hijo, nunca le faltaría nada; al muy cínico se le hacía fácil tenerme de querida, de seguro pensó que no me quedaba de otra. Como nunca le contesté, me llegó la segunda proposición, ahí si ya de plano bien abusiva: Que cuando naciera le diera yo al bebé, en adopción; con él y su esposa, el niño tendría buena crianza y un respaldo en la vida para todo, que al fin y al cabo él era su padre y yo recuperaría mi libertad de soltera, ¿te imaginas? El hombre que me amaba se había vuelto un patán de la lógica y el egoísmo absoluto.

Por un capricho absurdo del que a veces me arrepentí, te puse su mismo nombre, Joel, y aunque de golpe le perdí el respeto, el amor es más lento de borrarse, muchos meses lo seguí queriendo a pesar de mi voluntad; recordaba nuestras tardes juntos, los detalles cariñosos, el olor de su loción; me daba enorme tristeza que me hubiera traicionado desde el principio, pero no podía olvidarlo. Lo que compensaba todo era la ilusión de esperarte. Mi familia me trató con respeto y en el trabajo nadie me molestó, seguí cumpliendo con mis funciones, y aunque hubo algunos intentos para obligarme a renunciar, me mantuve firme durante el embarazo, tomé el permiso de maternidad, y regresé al banco con mucho ánimo, pues ahora tenía que mantenerte y darte yo solita la mejor vida que pudiera.

Joel murió casi tres años después de que naciste, le pegó un cáncer muy invasivo desde el estómago y se consumió en menos de un mes. Siempre mantuvo contacto conmigo, por más que traté de impedirlo, pero era muy terco. Me pidió perdón por un montón de cosas de las que con justa razón se sentía culpable; me hizo toda la lucha para que te registrara con su apellido, pero eso no lo permití; me suplicó que lo dejara conocerte y frecuentarte en las condiciones que yo quisiera, y en eso sí doblé las manos: cada semana te visitaba en mi casa y se fascinaba contigo. También insistió en mantenerte y yo me resistí, por orgullosa y porque me bastaba yo sola para todo, pero él me presentó los hechos consumados: hizo a tu nombre un contrato de fideicomiso con el banco por una buena cantidad, creo que eran todos sus ahorros o muy buena parte. Allí quedó establecida que tú recibirías una cantidad mensual bastante generosa hasta que cumplieras 25 años; a los 18 la cantidad aumentaría al doble, para que pagaras tus estudios de universidad, y al final te sería entregada una suma suficiente para que compraras una casa y un automóvil de buen modelo, que son los que te escrituré cuando te titulaste de ingeniero. Tengo que reconocerle que en eso fue muy responsable y hasta generoso.

Sospecho que el asunto del Volkswagen fue un último gesto sentimental, cuando le avisaron que le quedaba poco de vida. Nunca supimos bien a bien si le habrá confesado a su esposa que tenía un hijo y que había tenido otra mujer. Una compañera suya de la Secretaría, que nos conoció de pareja, me siguió frecuentando de vez en cuando, le gustaba platicar conmigo y me traía chismes de Joel, a pesar de que no me encantaba el tema; cuando menos pensaba ella metía poco a poco el asunto. Por ella supe que no había tenido hijos con su señora, yo creo que por eso tú te convertirse en alguien tan hermoso para su vida. También que al final dejó sus pendientes muy bien organizados, los papeles, los bienes, todo eso. A ti ya te había heredado en vida con el fideicomiso, como te dije, y eso cuando todavía ni se imaginaba que se fuera a morir tan pronto. A ella le dejó la casa, un ranchito que tenía, otras dos propiedades de renta y muy buena pensión. Seguramente ha de haber pensado que también el carro, que en ese año era nuevecito, pero se ha de haber llevado la sorpresa de su vida en el testamento, al ver que se lo había dado a su hijo, al hijo de “la otra”, qué horror. Lo más seguro es que para ese entonces ya supiera la historia completa, y si no, allí se vino a enterar.

Pobre mujer. La misma amiga que te digo me platicó que desde entonces se encerró a piedra y lodo en su casa, jamás volvió a salir. El duelo por la muerte de su esposo lo volvió perpetuo; dicen que todavía vive allí; en más de treinta años no ha visto el sol de la calle; hay un joven, y a veces una muchacha, que le llevan alimentos y artículos de limpieza; que por dentro mantiene todo limpiecito como un espejo, pero por fuera solo se ven las mismas cortinas viejas cayéndose de raídas y unas persianas que dan lástima. Eso suponen, porque no se ven señales de nada, ni luces de noche, aunque fijándose bien, muy al fondo del pasillo parece relampaguear una televisión prendida, de las grandes y modernas. Ninguno de los vecinos ha visto llegar visitas, ni ambulancias o servicios funerarios, por eso creen que no ha muerto; para estas alturas ha de tener como 17 años más que yo, pero pobrecita allí encerrada, sepultada en vida, qué manías tan raras.

Así que tú sabrás si te ocupas de reclamar tu carro, el que te dejó tu padre desconocido, o mejor allí lo dejas en su jardín marchito. Es lo que yo te aconsejo, no es bueno perturbar la paz de los sepulcros, ni la de los vivos, y menos a esa pobre mujer que decidió retirarse del mundo.

 

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