Por Jesús Chávez Marín
No sé qué tanto supiera Coyazo de medicina, o de alguna otra ciencia; en su casa hacían fila montones de gente, enfermos y alucinados buscando alivio. En el barrio nos fuimos acostumbrando a los milagros, algunos llegaban arrastrándose o en silla de ruedas y salían de pie; cuerpos llenos de llagas y laceraciones se limpiaban a los pocos días; locos furiosos que se volvían hermanitas de la caridad.
La fama de Coyazo se extendía lejos, corría su fama de espiritista, y muchos hombres que venían hasta él quejándose de vértigo, ya curados regresaban por más de la yerbita mágica; mujeres desesperadas porque no quedaban encinta, al poco rato hasta tres hijos uno por uno alumbraban. Muchos de ellos sureños, o del otro lado, y hasta un día trajeron de Rusia a un paralítico gigante que apenas respiraba.
A Coyazo se le consideraba un hombre que era bendecido con poder y gloria, algunos creyentes lo catalogaban de iluminado, y hasta le hicieron un altar. Cosas de gente que se santigua y a cualquiera lo hace santo.
En los poblados mentaban sus dichosos milagros. Esto llegó a oídos de un hombre adinerado, poderoso, que venía arrastrando una desdicha: su primogénito tenía paraplejia desde que se cayó de un caballo. Don Rodolfo, padre del desafortunado, prometió gastar hasta el último quinto de su fortuna con tal verlo sano. Un viernes por la noche mandó a su gente a buscar al curandero.
Todavía era de madrugada cuando llegaron tres hombres a la Colonia Rosario, a la casa de Coyazo. Se pensó que eran de la judicial o algo, porque venían en una camioneta grande último modelo, con placas de Tamaulipas. Preguntaron por el brujo, así dijeron, sin el mejor respeto. Lourdes, la esposa de Coyazo, les abrió la puerta.
―Buscamos al señor Juan Coyazo, ¿aquí es su domicilio?
―Sí, es mi esposo, ¿para qué lo necesitan?
―¡Háblele!, el patrón lo quiere ver.
Atrás de su mujer apareció él.
―Señores, ¿qué se les ofrece?
―¿Juan Coyazo?
―El mismo que vista y calza, ¿para qué soy bueno?
De estatura normal, moreno, cabello lacio, con ropa sencilla pero mirada profunda. En aquel entonces tenía cuarenta y tres años de edad.
―Venimos de parte de mi patrón. Él tiene un hijo que está muy malo y quiere que usted lo cure.
―Pues por ahi dicen que no hay peor lucha que la que no se hace, vamos a verlo. Dígale al muchacho que entre.
―Él no viene con nosotros, tiene que ir usted para allá.
―Díganle a su patrón que no acostumbro salir; si realmente le urge, ya saben dónde hallarme.
―Mejor ni le busque; no sabe a quién le está negando el favor. Don Rodolfo está dispuesto a darle lo quiera con tal de que le cure al chamaco.
―Yo no necesito más de lo que ven, y ya les dije; no puedo dejar a tanta gente solo para ir a curar a uno solo, tráiganlo y aquí lo atenderé.
Uno de ellos quiso sacar la pistola y quebrárselo allí mismo, por renuente y respondón. Pero su compañero lo detuvo.
―¡Espérate! Vamos a ver si lo convencemos de otra manera.
Sacó un fajo de billetes, le dijo que eso y más era para él y que cargara con lo indispensable para irse con ellos.
Esto a Coyazo no le estaba gustando nada, no pensaba en el dinero sino en que era la primera vez que le pasaba algo así; hasta los más millonarios hacían fila ante su puerta por varias horas, esperando que los recibiera.
La mujer del curandero ya estaba desesperada y le aconsejó que mejor se fuera con ellos, al cabo que para él ningún mal era imposible; además era mucho dinero el que le ofrecían.
―Vete, m’hijo, revisa al chamaco. A lo mejor nada más está empachado y ellos creen que está grave, ya ves cómo es la gente rica, todo se les hace delicado. Aprovecha para que les saques todo lo puedas, no toda tu vida vas a andar de curandero pobretón, mi cielo.
Coyazo se llevó las manos a la cabeza, su mujer lo estaba haciendo dudar. Él ya tenía sus años y a lo mejor esta era la buena para retirarse. Tomó el dinero y sin contarlo se lo dio a ella.
Agarró un maletín de médico, alguna ropa, y subió a la camioneta. En sus ojos negrísimos brillaban chispas de inteligente cautela, nada escapaba de su vista, pero iba nervioso, debía andarse con cuidado, pues según las pláticas entre los que iban en la camioneta, el tal don Rodolfo era el hombre poderoso de una vasta región; había sido gobernador y se había enriquecido de manera escandalosa, por eso ahora sus pistoleros andaban tan bien armados.
Quince horas después, llegaron al casco de una hacienda; se abrió una puerta de metal y la camioneta recorrió dos hectáreas de jardines. El mismo don Rodolfo salió a recibirlo, iba acompañado con algunos guardianes, uno de ellos revisó el maletín que llevaba Coyazo en las manos.
―Con que usted es el famoso galeno, por ahi me dijeron que se negaba a venir, sépase que a mí nadie me dice que no, y mucho menos si es para curar a mi hijo.
―¿Dónde está el muchacho? Déjeme revisarlo para ver qué puedo hacer por él.
―Usted lo va a curar, por eso lo mande traer. Y no coma ansias, mañana lo verá. ¿O me va salir chambón como los demás? Ya le traje doctores eminentes, santeros y hasta magos y nada. Como no pudieron, se quedaron a vivir aquí, ¿quiere conocerlos?
Coyazo no sabía de qué carajos hablaba ese hombre, si aquellos se habían quedado a vivir en ese lugar, para qué requería entonces de sus servicios.
Le dieron de comer y después lo pasaron a una habitación inmensa, pero antes de cruzar el último pasillo, miró de reojo un salón decorado en forma de calabozo, con torreones y construido con canteras enormes. Del altísimo techo colgaba cinco pequeñas cabezas reducidas en la técnica de los jíbaros africanos y barnizadas con cuidado y arte. “Sala de médicos”, decía una placa de bronce en el arco de la entrada.
Coyazo era un hombre valiente y educado en el yoga, esos gestos aparatosos estaban muy lejos de asustarlo, le parecían ingenuos, de gente vulgar que le sobra el oro. Su verdadera preocupación era la de cómo ayudaría al hombre joven que vivía postrado en una cama sombría, en lugar de andar por los campos como un tigre, al aire libre.
Al día siguiente, muy temprano, luego de un desayuno abundante, lo llevaron a la habitación del muchacho. Estaba sobre una cama lujosa y de esmerada pulcritud, pero él era un desastre. Luego de meses de inmovilidad, la piel se caía en pedazos de brazos y piernas, maceradas en cremas finas. Desde cada brazo se prendían triperío de cables y zondas conectadas en las venas, en el vientre, en la boca, en el ano, en el pene. La cama estaba rodeada de aparatos quirúrgicos muy sofisticados, pantallas prendidas, computadoras, tanques y bombas de oxígeno: el espectáculo de la muerte aplazada a punta de técnica y billetes.
―¿Cuál es el nombre del joven ―preguntó Coyazo a la mujer que le habían asignado como su asistente, una enfermera eficiente y guapa.
―Se llama Rodolfo también, como su padre.
Con firmeza y respeto, el taumaturgo habló al joven.
―Rodolfo, despierta. Vine a visitarte.
Con esas puras palabras sucedió un leve milagro: tres dedos de la mano izquierda vibraron, un movimiento tan ligero que nadie supo verlo pero que para Coyazo no pasó desapercibido.
―Voy a pasar una hora contigo, quiero saber mucho de ti. Para sanarte, para que recuperes las acciones de tu cuerpo. Vendré a verte también a media tarde, y así todos los días hasta que podamos hablar con calma. ¿Quieres hacerlo?
Ya no se registraron movimientos.
El visitante pasó el resto del día revisando con cuidado las entradas y salidas de aquel muchacho que había sido tan vigoroso, pero que el destino le jugó una mala pasada. Ahora parecía un saco de huesos descoyuntados. Estuvo con él por largo rato, todos sabían que el chamaco tenía una lesión medular y obvio que necesitaba un trasplante, eso de seguro rebasaba los conocimientos del forastero.
Según don Rodolfo, su hijo ya había pasado quien sabe por cuantos hospitales sin resultados buenos, y si esta vez el espiritista recién llegado no le atinaba, tendría que conseguir una médula por la mala, pero ese trabajito se lo dejaría a un cirujano, al fin que la gente aquí se pierde a cada rato, o se desaparece para siempre. Esa sería la siguiente estrategia de don Rodolfo, secuestrar gente hasta conseguir la médula que conseguiría para su hijo los nuevos pasos de su vida. Pero antes quería ver con sus propios ojos qué tan bueno era el espiritista que, se supone, tendría que dejarlo sano otra vez.
No tan espiritistas eran los métodos de Coyazo, pero él se dejaba querer: que le dijeran espiritista o médico o taumaturgo le daba lo mismo. Lo cierto es que había aprendido a combinar el vasto conocimiento sobre las yerbas medicinales que le había enseñado con paciencia y años su padrino Alfonso Arámbula, de quien había sido ayudante en su comercio y en muchos viajes de ventas por casi todos los poblados de México y, sobre todo, con su entrenamiento militar en un monasterio chino, donde su padre lo había abandonado de niño luego de arrebatárselo de los brazos a su madre, por una venganza pasional. Allí había aprendido secretos de la santería y trucos de lo que en Occidente se le llama meditación trascendental. Era eso y también su natural capacidad de observación de la conducta humana.
Al día siguiente volvió a subir a la habitación donde Rodolfo yacía, pero ahora él parecía distinto, como que hubiera recuperado la esperanza. Tomándolo de ambas manos, con firmeza y dicción perfecta, el visitante lo saludó con estas palabras:
―Allá afuera hace una bonita mañana, Rodolfo. El sol te espera.
Se quedó quince minutos en silencio, como esperando una respuesta.
La única que llegó fue un leve latido que se sintió en el torso de la mano izquierda.
Al sentirla, Coyazo volvió a hablar:
―Muy bien, amigo. Ya supe que estamos en contacto. Qué bueno, hijo, porque en esto la comunicación es de vida o muerte.
Pasaron diez minutos y llegó otro latido, ahora en la mano derecha.
―Eso es, amigo. Ya nos vamos entendiendo. Te voy a platicar cosas y a veces te voy a preguntar algunas dudas que yo tenga. Solo me tendrás que contestar sí o no. Cuando sea sí, me harás una seña como tú puedas con la mano derecha. Cuando sea no, me lo dices sintiendo la mano izquierda. ¿Estás de acuerdo?
Con toda paciencia esperó la respuesta, que efectivamente llegó muy tenue con el dedo pulgar de la mano derecha.
Con palabras muy claras y elevando la voz, Coyazo le platicaba al muchacho todo lo que se le ocurría que estuviera sucediendo en su estado de postración, en los días anteriores al accidente, le preguntaba su opinión de cualquier cosa: ¿te gusta el color de las paredes de este cuarto?, ¿tienes deseos de comer carne?, ¿amas a tu novia, quien te visita todas las tardes?, ¿tienes alguna querella contra tu papá?, ¿crees que saldrás de esta?
Así pasaron los días. El curandero espiritista le explicaba los ejercicios y masajes que le iría aplicando, le preguntaba si había dolor, placer, miedo, nada, en cada movimiento que le marcaba, a veces con mucho cuidado y muy lentamente, otras con brusquedad, casi de manera agresiva.
La respiración del joven se fue restableciendo, los movimientos de sus intestinos se fueron haciendo regulares, disciplinados. Poco a poco aumentaba la capacidad móvil de los dedos y las articulaciones se hacían más sensibles; día con día se estaba construyendo el milagro. En el diálogo supo que no había nada torcido ni psicosomático en el estado de salud de su paciente, todo era mecánico y bioquímico. De su alforja sacaba frasquitos y hierbas que nadie conocía con polvos, gotas, pócimas que él mismo preparaba algunas madrugadas.
Don Rodolfo vivía muy atento a los avances de su muchacho y tenía accesos de entusiasmo. A veces cenaba con Coyazo y le llevaba regalos valiosos, una hebilla de oro puro, un collar de esmeraldas para que le mandara a su mujer, un montón de billetes en una caja de zapatos. Todo lo recibía Coyazo con naturalidad y sencillez, como si fuera cosa normal y cotidiana. Sabía que esto no era asunto de riquezas, sino de paciencia y disciplina, sobre todo del muchacho, que por lo demás era un maravilloso colaborador.
Tres meses después, en la sesión de la mañana, Coyazo le dijo:
―Muy bien, mi amigo. Este es el día en el que tienes que incorporarte tú solo. Si necesitas, apóyate en mi brazo, pero ante todo, tienes que doblarte tú mismo, aunque duela. Ya estás listo para hacerlo: quiero ver cómo lo consigues.
Temblando el cuerpo completo, haciendo alguna que otra mueca dolorosa, el enfermo se incorporó en la cama. Parecía un milagro, el de un muerto que regresa. Pero era parte de un entrenamiento riguroso.
―Exacto así, Rodolfo. Ahora tienes que decirme algunas palabras, recuerda el lenguaje y dime lo primero que se te venga a la mente.
Esperó media hora. La boca del joven oscilaba, el círculo de sus ojos era intenso, pero solo hubo silencio.
―No importa. Mañana lo intentarás de nuevo, no te apures. Bastante conseguiste por ahora.
Pasaron otros tres meses, a la siguiente semana Rodolfo consiguió hablar y pidió agua fresca, más adelante pudo bajarse de la cama y apoyarse en sus dos piernas, todavía casi inmóviles, después ya logró comer sin sondas y recuperar el sabor y la energía de los alimentos. Un año había pasado Coyazo en aquella mansión, como una especie de gurú del paralítico que poco a poco dejaba de serlo. Un caso difícil, sin duda, y quizá milagroso. Ejercicios, medicamentos naturales y comunicación intensa.
Lo despidieron como a un héroe. Rodolfo chico lo abrazaba como a su propio padre, el que de nuevo le dio la vida. Don Rodolfo hizo a su nombre un fideicomiso abundante para que los gastos del resto de su vida estuvieran resueltos. Los ayudantes lo regresaron a Chihuahua en otra camioneta grande, con lujos y consideraciones.
Su fama ya no existía, un año de ausencia es demasiada para que perduren las leyendas; la memoria colectiva es frágil. Lourdes, su mujer, lo recibió con cariño y sencillez, muy contenta con el regreso de su marido y de que ya no fuera tan famoso ni milagrero.