La impronta de David Bowie

Por Hermann Bellinghausen

Creció con esa juventud británica de la posguerra que encarnaría La Juventud a partir de los años 60, protagonista por primera vez en la historia, modelo mundial, junto con la estadunidense y, luego del 68 la francesa. Una cuantiosa población de gente dispuesta a ser excéntrica, hedonista, revolucionaria, provocadora, bella, famosa y desobediente. El vehículo de su expresión fue la música, al principio simplona y limitada, pero hacia mediados de aquella década ganó una audacia no exenta de cualidades literarias. Todo sonido, todo instrumento, toda tradición cabía en un jarrito de rock. De servir para bailes escolares, pasó a nutrirse de jazz, blues, folk, música concreta, balada cowboy, ragas, ópera y hasta La Bamba (On With the Show, de los Rolling Stones, 1967). Para los británicos, la oportunidad de cantar cosas bellas e inteligentes les había sido abierta por Bob Dylan y compañía hacia 1962 y en adelante. Provocaciones, rarezas, drogas, una inmensa cantidad de diversión, adrenalina, aventura mental, sexo. Y montañas de dinero.

Pero nadie, en la densa historia del rock, encarnó, cuestionó, cambió y cambió su obra, siempre trascendente, en la escala alcanzada por David Bowie, dúctil y receptivo como pocos en esa vasta generación de creadores e intérpretes que hasta hoy seguimos escuchando y machacando. Sus ganas de ser, de pertenecer, de emparejarse con sus ídolos –Dylan, Warhol, Beatles– lo llevó a dedicarles canciones y versos admirativos o irónicos, más explícitamente que Eric Burdon, Fairport Convention o The Who, por ejemplo. Pero no le hicieron caso. No lo comprendieron. Tampoco el público. Su éxito fue relativamente tardío, comparado con sus pares. Hasta el nombre tuvo que cambiarse, pues se le había adelantado el bonito de los intrascendentes Monkees: David Jones. Con su nuevo nombre parecía de Marte.

Así, aquel precoz admirador de Mingus, Coltrane ¿y Lester Bowie?, que tuvo por primer instrumento un saxofón de plástico, brincó antes que nadie ni tan alto al espacio sideral, hombre de las estrellas, astronauta melancólico o extraterrestre. Su primera gran persona sería Ziggy Polvo de Estrellas, el profeta. Para cada etapa de su cambiante carrera, Bowie armó bandas extraordinarias, irrepetibles, devorando a los demás. La primera importante, Las Arañas de Marte, con la lira de Mick Ronson, jugaba en la primera división en la pléyade de instrumentistas y cantantes desatados, borrachos de ideas para erigirse como íconos: Tommy, el Sargento Pimienta, Jack el Saltarín, levantando escaleras al cielo y un montón de cábalas absurdas que devinieron canónicas y parte de nuestro sentido común.

Al concluir la década prodigiosa, por fin alcanza Bowie el estrellato del que tanto se burlaron The Kinks, ellos mismos atrapados en él. Pero, a diferencia del resto, Bowie dejaba atrás sus identidades, sus estilos, sus éxitos, para incursionar en otra y otra y otra cosa. Con una fiebre de no repetición casi cortazariana, emprendió la que, revisada tras medio siglo de fluir, representa una de las obras más redondas, definitivas y duraderas en el acervo del rocanrol.

Al cumplir 69 años, el 8 de enero de 2016, Bowie sorprendió al mundo con la aparición de una obra de ultratumba, experimental y total: Black Star. Dos días después, el 10 de enero, se anunció su muerte. Nadie en el rock se ha despedido con mayor elegancia, timming escénico y gratitud para con sus millones de admiradores. Como expresa Simon Critchley, el febril pensador británico que afirma deber a Bowie casi todo, empezando por su primera experiencia sexual: Su genialidad consistía en convertirse en otra persona lo que durase una canción, y algunas veces a lo largo de todo el álbum o incluso toda una gira. Bowie era un ventrílocuo (Sexto Piso, Madrid, 2014).

Pupilo de Lindsay Kemp, el mago de la expresión corporal, en Bowie florecen un duque excesivamente blanco y flaco, un clown triste, una mujer semidesnuda, un crooner romántico, un negro plástico, Hamlet, un hombre del futuro orwelliano, un ser de otra galaxia. Siempre un dandi.

Llevó al límite la técnica postsurrealista de pegar líneas a la William S. Burroughs y con ello generó una colección de frases y rolas sugerentes que definen nuestro tiempo. Incursionó en el cine con esplendor histriónico para Oshima, Scorsesse, Henson, Tony Scott, bajo la impronta de El hombre que cayó a la Tierra (Nicholas Roeg, 1976), tan definitiva, que sería el eje narrativo de su tardío musical Lazarus, estrenado en Broadway en 2015.

Ladrón, imitador, mimo, macho bogartiano, eterno fingidor, se creía cada personaje a fondo (de ahí la necesidad de matarlo, de cambiarlo, de reinterpretarlo). Su originalidad es absoluta. Implacable, no dudó en robarse músicos de otras bandas. A costa de la amistad de Frank Zappa reclutó al guitarrista cum laude Adrian Belew. Trabajó con Brian Eno, ex Roxy Music, en una trilogía fundamental para el rock progresivo y el minimalismo trágico. Obras maestras: una tras otra, donde destacan (aquí sí cada quién) Ziggy Stardust, Station to Station, Diamond Dogs, Heroes, Young Americans, Heathen, Next Day: es decir, a lo largo de toda su carrera dio en el blanco.

Dicho de otro modo: no conoció el desgaste ni la decadencia; aún en los momentos menores, como su onda disco y la época de Tin Machine, no dejó de sorprender e inspirar. Asociado finalmente con sus ídolos John Lennon y Mick Jagger, y con sus contlapaches Iggy Pop, Tony Visconti (el héroe de Heroes) y el incomparable Eno, desarrolló una voz y un feeling de crooner para el siglo XXI en deuda con Sinatra y Nina Simone, digamos en Word on a Wing, Wild is the Wind, o todo Heathen (2002).

Siempre la trajo consigo. Inquietante y bello espécimen humano, aportó al mundo una riqueza estética y una propuesta existencial inigualable, una cadena de imágenes y símbolos, un modelo alternativo de experiencia personal no por ficcional menos verosímil y hasta verdadero. A cinco años de su mutis magistral y desaparición física, David Bowie respira con la perennidad de un clásico que imaginó el fin del mundo (en) cinco años, pegados en mis ojos. Pero de eso hace siglos. ¿O sólo cinco años?

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