La utopía indígena de Ricardo Robles

Hoy 4 de enero se cumplen 12 años del fallecimiento de Ricardo Robles Oyarzun, el Ronco. En su memoria extendemos sus sueños y su pensamiento que iluminan el nebuloso e incierto camino que habremos de recorrer este 2022. El texto es del periodista Luis Hernández Navarro, editor de la Jornada.

Por Luis Hernández Navarro/ Pensamiento Crítico

Cuando en los últimos días de noviembre de 1996 los zapatistas recibieron la iniciativa de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) para legislar sobre derechos y cultura indígenas, convocaron a un pequeño grupo de asesores para que dieran su opinión sobre la propuesta. Les pidieron encontrarse a la mañana siguiente para recoger los distintos puntos de vista de quienes los habían acompañado durante los úl timos catorce meses. Era de noche y en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, el frío húmedo calaba hondo.

A la reunión de análisis del documento asistieron varios comandantes, el subcomandante Marcos, dirigentes indígenas, académicos y un cura. Todos los asesores hicieron la tarea. Ordenadamente, cada uno fue analizando los pros, contras y asegunes del documento de los legisladores. Cuando llegó el turno de Ricardo Robles, sacerdote jesuita y uno de los más connotados especialistas en derecho indio, él habló brevemente, dejando de lado la comparación entre el texto propuesto por el EZLN y el presentado por la Cocopa.

“Es claro”, dijo, “el paso liberador para los pueblos indígenas que la aprobación de este texto Constitucional supone para el futuro de una lucha mayor que ya sabíamos no estaría ganada ahora. No soñábamos siquiera un paso así cuando hace año y dos meses iniciamos el acompañamiento al aporte zapatista. Nuestro agradecimiento hoy, de nuevo a ustedes, comandantes, por su generosa entrega a todos los pueblos. El paso que se va dando es de fondo.”

La intervención de Ronco –como lo llamaban sus amigos– podía parecer paradójica. Fue requerido para que evaluara una propuesta legislativa que sentaba las bases para una ambiciosa reforma constitucional y, en lugar de detenerse en cuestiones legales, él, uno de los más notables especialistas en derecho indígena, optó por hacerle sentir a los comandantes rebeldes que tomarían la decisión final sobre la iniciativa, que ellos estaban en el camino correcto. “Gracias por invitarnos a contemplar su luz –les dijo al terminar su presentación–, la de su pueblo, la de la humanidad, en este sorprendente amanecer zapatista.”

El contrasentido de su intervención fue, sin embargo, sólo aparente. Cuando se profundiza un poco en la visión del mundo y en el tipo de relación que Ricardo Robles construyó con los pueblos y comunidades indígenas a lo largo de más de cinco décadas de su vida, la paradoja deja de ser tal. Durante toda su vida, lo que él hizo con el movimiento indio fue acompañarlo y apoyar su palabra. Lo mismo hizo en esa ocasión.

Acostumbrado a colocarse con frecuencia en la frontera intelectual, su comportamiento estuvo, en parte, inspirado en el presupuesto 22 de Ignacio de Loyola para la realización de los ejercicios espirituales, en el que el fundador de la Compañía de Jesús señala la conveniencia de “presuponer que todo buen christiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del próximo, que a condenarla ; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y, si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve”.

EL CONOCIMIENTO DEL MUNDO INDIO

Ricardo Robles escribió ampliamente sobre la cuestión indígena. Su obra está dispersa en multitud de ponencias, capítulos de libros y artículos en revistas y periódicos. Entre otros muchos escritos destaca el titulado “Los rarámuri-Pagótuame”, capítulo del libro El rostro indio de Dios, editado por Manuel Marzal. En los primeros días de enero murió.

Nacido en 1937 en San Luis Potosí, ingresó a la Compañía de Jesús en 1956 y partió a la Sierra Tarahumara por primera ocasión en 1963 y, de manera permanente, en 1970, tras la añoranza de vivir un mundo más real.

Según contaba, comenzó a escribir a raíz de una conversación con el obispo José Llaguno, en la que le comentó “que no hemos visto en todos estos siglos cómo es que los rarámuris asumieron la figura de Jesucristo”.

–Tienes que escribir todas esas cosas –le respondió el jerarca.

–La gente –le respondió el cura– nunca va a leer. Es algo que se tiene que vivir. Entonces no escribiré.

–O escribes o te saco de allí –reviró el obispo.

“Así que me tuve que poner a escribir –decía Ronco jocoso–. En el fondo buscaba encontrar los por qué de las diferencias. Tenían un por qué. Allí duré quince años preguntando por qué. Era ir como encontrando al otro para entenderlo. Ese tratar de entendernos es lo que arma todos estos años una reflexión cada vez más escrita, cada vez más metodológica, más puntual. Terminé labrando una metodología flexible que iba a distinguir los hechos de la interpretación que yo tenía frente a lo sucedido. De suerte que ese estar acompañando a la gente se traduce en un trabajo reflexivo que tiene más de mil 200 páginas en letra pequeña de máquina, a renglón cerrado y casi sin márgenes. De ahí salen cosas luego.”

Su objetivo fue dar testimonio de lo ocurrido, visto, oído y nada más. Dotado de una gran capacidad para armar piezas del rompecabezas del pensamiento indígena que le puedan servir a otros, procuró comunicarlas.

Don Ricardo –como lo llamaban los zapatistas– fue uno de los más grandes conocedores de los pueblos indios de México y América Latina. Su conocimiento provino de hacerse, en los hechos, por la vía de la convivencia, parte de ellos. Fue, también, producto del caminar a su lado y escucharlos en todos los rincones del país, así como del estudio de su historia.

El contacto con los indígenas, sin sentirlo, lo fue introduciendo en el conocimiento de su mundo. Se trataba de un conocimiento no conceptual ni analítico, sino de los sentidos, que tiene como punto de partida el querer a la gente. Era un conocimiento más hondo que los saberes antropológicos o sociológicos tradicionales. Era un conocimiento adquirido sin posibilidad de ser formulado, ni de ser puesto en conceptos abstractos. Consistió en un saber expresado más como símbolos que como abstracción, ubicado en el terreno de la comunidad misma y no de las propuestas a la comunidad.

A pesar del amplio y profundo trabajo de sistematización que Robles hizo sobre la cosmovisión de los pueblos originarios, nunca pretendió definir o formular ese conocimiento. Le bastaba con saber que la vida tenía sentido viéndola como la ven ellos, mucho más que como la veía vivir en otros mundos. Esa vida con sentido le fue regalada un día. Ni la buscó, ni la trabajó, sino que un día, de repente, la tuvo.

Esta convivencia lo llevó a generar un pensamiento propio, le hizo comprender la vida de otra manera y le proporcionó una especie de filosofía asistemática. No le quedaba de otra: al tener que pensar por sí mismo las cosas e ir digiriéndolas, al discernir desde l a experiencia del mundo indio lo que podía haber de coherencia en las cosmovisiones del mundo mexicano urbano, tuvo que desarrollar un pensamiento genuino.

Desde su experiencia de vida en las comunidades rarámuris, Ricardo Robles sostuvo que la verdad del mundo indio “no la vamos a encontrar con especulaciones teóricas, ni la vamos a llegar a formular nunca con formulaciones conceptuales. La verdad es mucho más honda que eso. La verdad va a estar normada, pautada, va a alcanzar a serlo o no si concuerda finalmente con las percepciones del mundo indígena vistas en un plano intercultural, en el cual vas matizando una cosa y otra. Finalmente, el criterio de verdad se encuentra en esas maneras mucho más frescas, originales, no formuladas, desde los mundos indígenas”.

Cuando le preguntaban qué hacer para conocer a los rarámuri, respondía: “la única manera de conocerlos es la cercana, prolongada y cotidiana amistad. Otros estudios sirven pero no bastan. Y desde la amistad queda muy claro que lo que necesitan –exigen– es respeto, que aceptemos su diferencia y no queramos dirigir su historia y su corazón. Los proyectos y su éxito sólo pueden ser suyos, no de nosotros. Nos toca secundar, compartir, apoyar, no decidir”.

Hay quien ha visto en el pensamiento de Robles el eco de la obra de Xavier Zubiri, el filósofo español que influyó en la Teología de la Liberación. Zubiri postuló la idea de que la realidad no es sinónimo de las cosas existentes sino que es lo presente en la percepción como siendo algo propio de lo dado, a lo que llamó “de suyo”. El concepto fundamental de parte de su filosofía es la realidad, entendida como lo real de suyo. En la aprehensión de la realidad –afirma– ésta se capta como real. Esta “aprehensión primordial de la realidad” es efectuada por una inteligencia sintiente, en la que se une lo intelectivo a lo sensorial. Sin embargo, Ronco no conoció la obra de Zubiri sino hasta muchos años después de formular la suya propia.

DIÁLOGO INTERCULTURAL

Ricardo Robles consideró que el diálogo intercultural es indispensable para el México de hoy pero, para que se produzca, no bastan las razones, los discursos, los planteamientos ni las sistematizaciones. Éste –según su experiencia– se da en hechos de vida, no en conceptos ni en razonamientos. Desde su perspectiva ni los gobiernos, ni las iglesias, ni las universidades pueden entender esto.

Desde su punto de vista, el diálogo intercultural se da en el momento en que el otro –de cualquier lado– se siente sacudido, cuestionado, desnudado por la otra parte. En el instante en que dice: qué es esto?, ¿por qué me ofende?, ¿por qué dice esto de mí si yo no soy así? Ese momento en que el otro es sacudido por la otra parte es lo que hace al diálogo. Sin esos enfrentamientos, el diálogo es inexistente. Las razones y las explicaciones vienen después, una vez que se produce un entendimiento posterior, cuando el otro encuentra que se le está diciendo algo que su contraparte ve muy claro.

Ricardo decía que explicarle a alguien que no ha tenido contacto directo con los pueblos qué es entrar en otra cultura es “como explicarles a unos canadienses a qué sabe una chrimoya, lo cual es inútil”. Para él, es la vida la que te hace entender lo otro y al otro; es desde ella que se llega a la necesidad del diálogo verbal. El diálogo intercultural es un proceso que consiste en creerle al que está hablando, no creer lo que dice porque lo que dice es incomprensible, si no creerle al otro y desentrañar lo que está detrás de lo que dice.

Ronco encontró que no puede haber diálogo intercultural si no se cree en el otro. Desde su experiencia, la clave para entrar en otra cultura, la única manera de hacerlo con eficacia, consiste en ver con simpatía las diferencias, a partir de la amistad, sincera y larga. Esta aproximación por el afecto es un verdadero conocimiento al que usualmente no se le da importancia. El conocimiento por los sentidos y la sensibilidad, la expresión del sentimiento por medio de símbolos, es clave para que el diálogo sea tal. Cuando hay esa amistad se puede dialogar, aunque no se comparta una experiencia similar, porque se cree en la otra persona. Para que el diálogo se produzca es necesario que ambas partes estén interesadas en entenderse, no en hablar del tema. En él, las palabras que azoran por su calidad humana, por su rigurosa cortesía, por su oportunidad precisa y por su incesante franqueza directa, sólo sirven para clarificar los hechos sucedidos.

COLONIALISMO

Según el sacerdote jesuita, los pueblos indígenas están sujetos a una situación de expoliación, racismo, discriminación y nuevo colonialismo al que han resistido durante más de cinco siglos. Sobre los pueblos originarios se cierne hoy la misma guerra colonial de siempre.
Para él, la discriminación se ha instituido como una política razonable, aceptada por las autoridades. Las denuncias y reclamos son ignorados y olvidados. “Mientras más se derechizan los gobiernos –escribió–, aumenta el desdén por los asuntos de indios, como si ese fuera el trato normal, algo que así debe ser. Los indígenas van siendo para ellos vestigios del atraso desechable, no más”.

Subyace en quienes dieron por llamarse “gente de razón” –aseguró– un soterrado racismo conquistador. Porque no ven los valores de la propuesta indígena ni quieren verlos; no les dicen nada sus cosmovisiones milenarias ni quieren que les digan algo, no les resultan sensatos sus reclamos sobre el territorio, la naturaleza o sus derechos originarios, pero sí ven sensato negarlos porque así ven oportunidades de lucro al que prefieren llamar desarrollo, comercio o progreso.

Muchas veces –afirmó–, los proyectos decididos desde otra cultura y oficinas lejanas, terminan por imponerse contra la voluntad indígena comunitaria. Los casos de actas falsas y asambleas amañadas, cuando no de sobornos a indígenas con cargo agrario, han sido frecuentes. En los ejidos y comunidades agrarias del país se recuerdan esos casos en que fue burlada la comunidad con formalidades falsas que luego exhibieron documentos legales como respaldo a las imposiciones.

Quizá los gobiernos y sus agentes no pueden escuchar –sostuvo–, y menos responder, porque no pueden comprender que los indígenas sean y quieran ser diferentes. “Mientras los nuevos invasores hablan de explotar recursos, los indígenas hablan de cuidarlos. Los funcionarios ofrecen posibles beneficios económicos, los indios defienden sus tradiciones sagradas. Unos prometen un endeble futuro asalariado, los otros piensan su vida en libertad. Y mientras los indígenas captan y valoran los mensajes con siglos de experiencia, los otros los tildan de retraso, de ignorancia, de testarudez, porque no pueden comprender la cosmovisión india”.

En el narcotráfico, Ricardo vio una nueva manifestación del viejo colonialismo. “Me lo hizo ver un rarámuri en una plática simple”, escribió. “Preguntó qué es lo novedoso que vemos en el narco, cuando es lo mismo de siempre desde hace cinco siglos. Es otra actividad en la que se presiona y obliga a trabajar a los indígenas, pero es lo mismo. Igual fueron las minas, dijo –palabras más, palabras menos–, igual hubo violencias y crímenes, igual hubo muertes, igual hubo enriquecidos y pobres y en todo nos dejaron la peor parte. Igual fue la invasión de nuestros territorios, igual el saqueo de nuestros bosques, igual va siendo el turismo que hasta nuestra agua se la queda, igual están regresando las mineras. Igual un día trajeron las siembras de mariguana y de amapola. Para nosotros es la misma cosa, así son los invasores, pero a la mejor para ustedes resulta novedad.”

A pesar de ello, Ricardo Robles postuló que si algo nos puede dar esperanza hoy son los indios soñando en ese mundo que ellos viven, desde la Sierra Madre del norte hasta el sureste, y que nos ofrecen como proyecto de futuro. Nunca los supuso perfectos, pero vio en ellos una oferta milenaria para “ser humanos”. Esa fue parte de su utopía.

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One thought on “La utopía indígena de Ricardo Robles

  1. Saludo a Luis Hernández amigo entrañable de Ricardo Robles, y más en esa encrucijada densa de los años que siguieron a la Rebelión Zapatista.
    Ahora lo estamos recordando, en el aniversario de que nos faltó. Su cabeza se inclinó de repente sobre su computadora de escribir, en la casa de los jesuitas de Sisoguichi. Habiendo estado acompañando desde 1963 a los Rarámuri en La sierra Tarahumara, captó que había que vincularse a la causa colectiva que se inauguraba en Chiapas y se irradiaba por el país. Así, cuando un fantasma recorría el mundo cuando la memoria de la invasión europea: el fantasma de los pueblos indígenas, desde la región de los Hurón Wendat hasta la de los Mapuches, y desde el país de los nahuatl, hasta el de los adivasi de la India, de Malasya y del Pacífico Austral.
    El Ronco Robles, nuestro amigo común. Gracias Luis Hernández, por rememorarlo, para que su recuerdo nos anime en esta inacabable tarea.

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