Por Ernesto Camou Healy
—Estamos celebrando el nacimiento de Jesús ocurrido en una remota aldea del Medio Oriente, hace poco más de dos milenios. Es una fecha plena de simbolismo que gracias al esfuerzo mercadotécnico ha devenido en una feria de mercachifles: si estuvieran dentro de un recinto sagrado seguramente serían ahuyentados a latigazos…
Ahora bien, a pesar de esa manía por comprar, y sobre todo vender no hay que olvidar, persiste un atisbo de lo que aquel alumbramiento en condiciones penosas ha llegado a significar: una celebración de la esperanza y del amor.
Una esperanza que va más allá de la ansiosa incertidumbre infantil por saber qué les amanecerá la mañana navideña; un amor que rebasa y desborda las expresiones materiales que con demasiada frecuencia logran disimular el sentido profundo de aquel parto auspicioso. Quizá si imaginamos aquella noche y aquel nacimiento nos sea posible entrever que el carpintero, al oír el llanto del niño, esbozó una sonrisa de alivio que, poco a poco, se fue transformando en gozo por la nueva vida que se les obsequiaba. La madre, por su parte, se sintió aliviada por haber dado a luz un bebé normal, demandante y lloroso, y la sonrisa también debe haber llegado muy pronto…
Ahí reside, creo, uno de los sentidos profundos del evento que conmemoramos, es un acontecer que se recibe sonriendo, es una buena nueva que debe deleitar porque cada nacimiento es una oportunidad para la esperanza, es también un fruto del cariño, y por lo mismo, es una promesa de amor.
La sonrisa es un regalo que todos deberíamos recibir: ojalá que tengamos muchos que nos sonrían, y a quienes sonreír. Los humanos somos animales que andamos erguidos, damos la cara, ofrecemos nuestro rostro al que viene; es nuestra presentación, es saludo, puede ser también suspicacia. La sonrisa es acogida, es mostrarnos receptivos ante los otros, animosos, amables en su sentido profundo: dar y recibir amor,
Quisiera que cada día seamos capaces de sonreír al despertar, al ver despuntar el sol en el horizonte, alegrarnos cuando preparamos el café, y cuando tenemos la taza calientita y aromática en la mano. Gozar al ver acercarse a la compañera, o al amigo; al hijo o a la nieta; al perro zalamero que nos viene a saludar y solicitar una migaja…
Que cuando estemos ofuscados, tristes o enojados, recordemos que una sonrisa tiene la potencia para jalar el pensar y el corazón, que siempre van juntos, hacia lo más amables; nos ayuda a poner en perspectiva el desasosiego y anuncia, para uno y los demás, que todo tiene remedio, que mejores tiempos llegarán, que caminar sonriendo, incluso en la adversidad, es ir enderezando el sendero y acercándose a la vida.
Una sonrisa sincera es presagio de apertura y recepción, es mostrarnos abiertos y preparados para amar al que viene, para apoyarlo por lo menos con el calor de una mirada y una palabra solidaria.
Y es que la sonrisa es una oferta de simpatía, una prenda de la voluntad inteligente de amar: es presente y anuncio, es ofrecimiento de sí y recepción del que viene, y nos mueve a la respuesta. Muchas amistades, muchas relaciones, muchos amores tuvieron su principio en una sonrisa leal, que nos permitió reconocernos en quien se mostraba dichoso, que nos daba constancia de cercanía, esperanza de compañía, confianza y apoyo, oferta de vida compartida…
El evento luminoso que celebraremos en dos días es un obsequio, una ofrenda de amor incondicional, gratuito, en el cual se nos recuerda que somos para darnos, y también para recibir esa dádiva graciosa que es el otro en su absoluta posibilidad. Es una apoteosis del querer, del entregarse en confiada gratuidad; es –y aquí se hace patente la torpe comercialización en la que ha caído aquel recuerdo venturoso– aceptar la entrega amorosa desde la desposesión incondicional y la total desnudez, partir del no tener nada y entregarse todo, con una sonrisa…