Camou: Aquellos diciembres

Por Ernesto Camou Healy

Ya estamos en el segundo diciembre de una cuarentena inesperada. Cumpliremos los 24 meses de cautela precavida. El año pasado las navidades fueron una ocasión para reunirnos y compartir el encierro. Ahora, para lograrlo, tenemos que elaborar un plan, desarrollar una logística sencilla, esperar que se alineen los astros, y el Covid no nos haga una mala jugada. Todo sea por coincidir unos días con quienes queremos.

De chaval las fiestas parecían menos complicadas: Si nos habíamos portado bien los doce meses anteriores, llevábamos ya un trecho avanzado. Afortunadamente mis padres eran comprensivos y no dudaban en insistir que por su parte no había quejas de peso.

La escuela era otra complicación. No solía tener problemas de conducta, era bastante precavido, trataba de cumplir las reglas y no meterme en aprietos con maestros y compañeros; pero eso de competir desaforadamente para obtener una buena calificación no era lo mío. No me esforzaba para sacar excelentes notas, ni veía sentido a memorizar textos evadiendo la comprensión. No tenía mucha conciencia de las pifias de esa bizarra pedagogía que implicaba repetir al pie de la letra lecciones que poco se entendían. Pero me aguantaba y esperaba que Santa no lo tomara demasiado en cuenta…

El caso es que llegaba Navidad y tenía dos afanes fundamentales: El primero era contar los días que faltaban para la fecha memorable, lo que incluía las jornadas escolares faltantes para acceder al asueto; la segunda tarea era una fuente de angustia gozosa: Había que redactar una relación minuciosa de lo que uno quería que le amaneciera la mañana del 25.

Eso suponía contar con la información adecuada: Mis padres conseguían catálogos ilustrados de alguna juguetería del otro lado. Me fascinaban las posibilidades que ofrecían, y no me preocupaba por averiguar si ese carrito de marca ACME, era similar al que producían los ayudantes del gordito jovial, esos chaparritos industriosos que se pasaban la vida sujetos a unas cadenas de producción de cachivaches que luego don Santa repartiría a todos los niños del mundo.

Con el tiempo me enteré que esa labor de mandadero la compartía con los reyes magos en el Sur del País; con el viejo pascuero al Sur de América, con papá Noel en vastas regiones del mismo continente y con un personaje muy parecido pero que lleva por nombre Colacho, en Costa Rica.

El caso es que, por aquellas tardes decembrinas, al salir de la escuela me ponía a escribir con mi mejor letra, borrador tras borrador, la carta a Santoclós. La primera versión, me daba cuenta, resultaba demasiado ambiciosa. Había que adelgazarla para sortear el peligro de que Santa eligiera a su antojo: No era cuestión de confiar en extremo en su criterio, y exponerme a no recibir lo que más me ilusionaba. La segunda lista, ya bastante depurada, contenía al menos la mitad de la original. Y entonces convenía recurrir a la asesoría materna, que nos advertía que debería haber un regalo más importante y otros, por así decirlos, secundarios, de relleno pues. Y que a veces ni siquiera Santoclós podía conseguir algo insólito, o en extremo oneroso, que no alentaba lujos…

Terminada la tercera carta se la entregaba a mi abuelo, José S. Healy (que no “San Healy” como lo bautizó recientemente el Municipio), que conocía una ventanilla de correos especial, que tramitaba todo lo que iba al Polo Norte, donde moraba el entrañable personaje, y se lo entregaban en un tiempo récord. Una vez solventado el asunto primordial había que esperar en sosiego -por más que cada día crecía la impaciencia-, salir de vacaciones a su tiempo, y asistir a alguna que otra posada, con peregrinos, cánticos y piñata, mientras se llegaba la Nochebuena.

Hoy, algunas décadas después, la Navidad todavía me hace ilusión: Es un anuncio y es un memorial de un misterio que nos circunda, nos convoca a la esperanza y a construir el amor…

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