Nuestro Día de Muertos

Por Ernesto Camou Healy

La semana próxima celebraremos una de las festividades más tradicionales de nuestro País, el Día de Muertos. Es una conmemoración profundamente arraigada en nuestros usos y costumbres. Es una fiesta religiosa y una celebración comunitaria y familiar: Todos tenemos difuntos en nuestro pasado reciente y añejo, y les agradecemos el don de la vida. Somos por sus amores y sus alegrías, por sus trabajos, sus memorias compartidas y por su esfuerzo generoso.

En su origen la fiesta es una celebración del fin de la cosecha. En el Hemisferio Norte para estas fechas ya se tiene el grano a resguardo, ya se sabe cuánto rindió el trabajo en la parcela, ya se percibe cómo y cuánto se podrá festejar: Si hubo cosecha abundante valdrá la pena compartir con los vecinos y familia; alegrarse con ellos y agradecer a la vida y al cielo, por el fruto del sudor y la perseverancia campirana.

Y si hay maíz, frijol, calabazas, verduras y chiles que aseguren la pitanza en el invierno, la preparación de la tierra en primavera, la siembra y las faenas hasta vislumbrar la siguiente recolección, se tiene apuntalada la vida de la familia y la cría de gallinas, marranos y reses para sostenerse con comodidad.

Por eso en los pueblos y ranchos se agradecía a los difuntos que legaron vida, que seleccionaron las semillas y labraron las parcelas que ahora son, para las familias cultivadoras, la vida que reciben y a la que dan forma nuevamente con su paciencia y dedicación, la preparan y la alistan para que sus hijos y nietos las utilicen y atiendan para los que vendrán después. Eso se agradece y se atesora, para subsistir y para heredar a los descendientes que esperan el obsequio de vida y sustento.

Y para recordar a quienes nos dieron semilla, milpa, vida y amores, en los hogares se confeccionan altares con las fotos o recuerdos del padre y el abuelo, la mamá y la tía, y todos aquellos que con su esfuerzo colaboraron a nuestro existir. Y se preparan platillos y antojitos que ellos disfrutaban y nos enseñaron a saborear: Tamales y pan dulce, tortillas, cañas y frutas, cacao, manzanas y orejones. Preparan las viandas con las recetas de la abuela o bisabuela, que así se la recuerda también, y las acomodan en el altar, junto a las fotos o el sombrero del abuelito. No falta una botella de mezcal, ron o aguardiente que no se rememora la muerte, sino la vida y las alegrías que nos compartieron.

La víspera del Día de Muertos se acomodaban en el altar las viandas que a los difuntos gustaba, se ponía música para recibirlos y en muchas comunidades se formaba un camino con velas desde el callejón hasta la morada donde los esperaban. Así, entre las luminarias, los difuntos encontrarían el camino hacia la vivienda ancestral.

Por la mañana la familia constataba que sus muertitos habían disfrutado los platillos porque ya no tenían su aroma; era tiempo de recalentarlos y consumir lo que les habían dejado. Así, vivos y muertos compartían comida, trago y vida.

Ahora la mayor parte de los mexicanos vive en ciudades; muchos no recuerdan su pasado campirano, pero casi todos tenemos un ancestro con rostro familiar, piel quemada por el sol, huaraches y sombrero que fue construyendo una milpa, seleccionando los granos más bonitos para semilla y pastoreando cabras o cuidando ganado. Él puso la simiente de lo que somos; su trabajo permitió vivir y prosperar, desarrollarnos y buscar modos distintos de hacer la vida; salir del campo, inventar nueva existencia citadina y prepararnos para empleos y ocupaciones novedosas.

Por eso agradecemos a los que forjaron nuestra historia: Somos por ellos y ellos son en nosotros. Celebramos a nuestros muertos por la vida que nos concedieron, y nos aprestamos a compartirla con los que vendrán, que es nuestra encomienda y nuestra alegría…

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