Historias de sirvientas

Por Francisco Ortiz Pinchetti

El tema de las trabajadoras domésticas ha vuelto a ser de actualidad a raíz de dos sucesos totalmente diferentes pero prácticamente simultáneos. Por un lado, el estreno mundial, este viernes 14, de Roma, la formidable y ya multi premiada película del cineasta mexicano Alfonso Cuarón. Por el otro, la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el sentido de que los empleadores tienen la obligación de inscribirlas en el Seguro Social.

La cinta de Cuarón me hizo regresar a mis años infantiles con su magistral descripción en blanco y negro de la vida cotidiana de una familia de clase media en la colonia Roma, donde él vivió. El personaje central es Cleo, una joven sirvienta de origen Mixteco protagonizada por Yalitza Aparicio, nacida hace apenas 26 años precisamente en Tlaxiaco, Oaxaca, población enclavada una de las zonas mixtecas de esa entidad.

Yo no pasé mi infancia en esa colonia emblemática de la Ciudad de México; pero sí en la Cuauhtémoc, que aunque era de un origen más reciente tenía características similares como el nivel de vida de sus habitantes. Más tarde viví con mi familia en San Miguel Chapultepec, cerca de Tacubaya. En ambas casas contábamos con trabajadoras domésticas de planta, incluidas por cierto un par de muchachas mixtecas que nos ganaron por su simpatía y su dedicación.

Sin embargo, la historia que quiero contarles es la de Juana García, que trabajó muchos años con nosotros en la casa de la avenida Pedro Antonio de los Santos, en San Miguel Chapultepec. Ella era originaria de Morelos, de una comunidad cercana a Cuautla y hasta dónde pudimos saber había tenido una niñez tormentosa, pues era víctima de la explotación de su padre y de las infamias de su madrastra. Hasta que logró irse a la capital y prácticamente se integró a nuestra familia.

Ella no sólo era una persona sensata, honrada y cumplida. Tenía una cualidad que la distinguía: la calidez. Como la Cleo de Roma, se ganó nuestro cariño al ocuparse de nosotros como hijos o como hermanos menores. Con mi madre, su patrona, logró una relación más de hija que de empleada. Le platicaba sus cuitas y asumía sus consejos.

En la esquina de la casa, con la calle Alumnos, había una tienda de abarrotes. “El Cuatro D”, se llamaba. Ahí trabajaba como repartidor un joven llamado Ramón Becerril. En su bicicleta azul llevaba a entregar los pedidos que surtía a sus clientes Don Pifas, el patrón. Juana y Ramón se conocieron, se trataron y acabaron siendo novios. Ambos solían pasear los domingos en la bicicleta azul. Iban a Chapultepec, a la Alameda, al cine. Como Cleo y su nefasto novio Fermín en la cinta de Cuarón. Un día se casaron y Juana dejó nuestra casa. Ramón, que era muy responsable y trabajador, consiguió una chamba de conserje en un edificio de la calle de Cuernavaca, en la colonia Condesa. Y se fueron a vivir ahí. Nos entristeció sinceramente su partida. Recuerdo haberla ayudado con su mudanza una mañana lluviosa.

Tiempo después Ramón entró a trabajar a una fábrica de cierres metálicos para ropa, por el rumbo de Peralvillo. Muy pronto ascendió y acabó como encargado de la factoría. Sus ingresos le permitieron a la familia mudarse a una buena casa, por los rumbos de la Villa de Guadalupe. Tuvieron dos, tres hijos. Y siguieron viajando todos en la bicicleta azul.

Hasta que Ramón se compró un cochecito. En él iban un sábado por la autopista México- Cuernavaca hacia la tierra de Juana cuando un tráiler sin frenos los arrolló en la bajada previa a La Pera. Ramón murió instantáneamente, al igual que una hija. Juana sobrevivió a pesar de tener una pierna destrozada. Su vida dio un giro inesperado.

Viuda, asumió su destino. Sacó adelante a sus hijos trabajando como sirvienta eventual, lavando ropa, vendiendo galletas en la calle. Poco después el mayor de ellos, Ramoncito, consiguió el cargo que tenía su padre en la fábrica de cierres.

Durante muchos años Juana García mantuvo contacto con Emily, mi madre. La visitaba de vez en cuando. Le llevaba fruta, algún regalito. Luego lo hizo con mi hermana Margarita. Hasta que un día dejó de llamarle. No he vuelto a saber nada de ella, hace años.

La Suprema Corte falló hace unos días a favor de la incorporación de las trabajadoras domésticas al sistema de seguridad social. Consideró que no existe alguna razón constitucionalmente válida por la cual la Ley Federal del Trabajo y la Ley del IMSS excluyan el trabajo doméstico del régimen obligatorio de seguridad social, lo cual provoca una discriminación injusta contra dichas trabajadoras.

La resolución ha sido apoyada por las fracciones parlamentarias de Morena y el PAN y por el nuevo director general del IMSS, Germán Martínez Cázares. La materialización de ese derecho, que se ha esgrimido de manera cíclica durante varias décadas, no resulta sin embargo nada sencilla.

Según el INEGI hay alrededor de 2.4 millones de trabajadoras domésticas en la República Mexicana. Se estima que apenas un dos por ciento de ellas gozan del beneficio de la seguridad social. Mi impresión es que la contratación de trabajadoras domésticas “de planta” ha disminuido drásticamente al menos entre familias de clase media. Hoy es frecuente que trabajen “de entrada por salida”, como se dice; y en la mayoría de los casos sólo uno o dos días por semana.

Así, la obligatoriedad de inscribirlas en el Seguro Social se dificulta enormemente. Además, podría implicar una disminución en sus emolumentos, para cubrir el pago de las cuotas, o el despido irremediable. Habría que buscar modalidades diferentes a las que prevalecen en el mercado laboral para satisfacer ese derecho absolutamente justo y necesario. Válgame.

@fopinchetti

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