Por Hermann Bellinghausen
—El sueño se acabó el día que murió John Lennon: tal sería un eslogan viral antes de las redes. Ya habían existido los Beatles, primer sarampión global de la historia. Esa noche terminaron de terminar, ensangrentados, los dichosos sesentas, aquel estado de ánimo generacional, con su epicentro en 1968, que recorrió los 70. El impulso se mantuvo vivo por gente como el propio Lennon, artista y figura pública que desnudó el sueño de amor y paz del cual había sido uno de los autores intelectuales. Desde joven mostró talento literario (de 1964 data su primer libro), un poderoso instinto publicitario y una sensibilidad escalofriante.
El asesinato en los edificios Dakota del Parque Central en su Nueva York fue una bofetada, un shock. Como muchos, recuerdo el instante en que recibí la noticia y a quien me la dio. En el viejo unomásuno, una mañana de diciembre. Es un hito así, un evento cultural profundo. Luego se desataron interpretaciones sobre el fin de la inocencia y demás. No era justo, John había perdido la inocencia, y nosotros con él, hacía mucho. No fue perita en dulce: liquidó a los Beatles por seguir su camino, que no hizo sino radicalizarse de la mano de Yoko Ono, a quien muchos odiaron y odian pero le ayudó a bien abrir los ojos. Se hizo un guerrero en tiempos en que la revuelta juvenil languidecía camino al corral o al truene. Su influencia pública era profunda, su inteligencia rápida y su música vital.
El régimen paranoico de Richard Nixon –la CIA en persona– se dio a la tarea de vigilarlo y ponerle cuatros para neutralizarlo, ya que decidió instalarse en Manhattan y desde allí apoyar a los irlandeses del norte contra los ingleses, y a los Panteras Negras y otros grupos radicales y antimilitaristas en Estados Unidos. Su música, así cantadita como parece, era peligrosa. Creó himnos rebeldes a pasto: Power to the People, Woman is the Nigger of the World, Happy Xtmas (War is Over), Instant Karma, Imagine, Give Peace a Chance. Se le consideraba un peligro para Estados Unidos, como recapitula el impactante documental The USA vs. John Lennon (David Leaf, 2006).
Su muerte equivalió a un magnicidio. Por ello abundaron las teorías conspirativas. Ya en 1966 Allen Ginsberg incluía a Lennon y a Bob Dylan entre los líderes más influyentes del mundo.
Después Dylan tomó las de Bartleby, pero no Lennon. Basta escuchar el subestimado álbum Some Time in New York (1972). Pocos lograron un rock más político y musicalmente notable. Los ingleses lo odiaron, y más Nixon, bailando desnudo con Mao en la portada.
John regalaba rocanrol y melodías inolvidables. No todo es Imagine en su legado. Eso es un malentendido, dicha pieza funciona para cualquiera, y él ya no quería funcionarle a cualquiera. Quería enfrentar, romper, cambiar.
Su vida pública pos Beatles nos dejaría toda una década de ejemplar sicodrama. Atravesó los años 70 con una autoridad moral única. Y un desgarramiento también singular, desde las performances de cama con Yoko en desafiantes pelotas hasta el azote crudo de buena parte de su lírica, de Mother a Cold Turkey. Nos dio la razón con Working Class Hero, nos empalagó rogándole a Yoko, nos decepcionó al bajarse del carro en Watching the Wheels. De Yoko fue y vino. Se perdió en la parranda con la bella May Pang, su nueva musa, y su amigote Harry Nilsson, que no sabría detenerse y destruiría su carrera. John se dio tiempo de volver a empezar. Fue mejor padre en la segunda oportunidad, al parecer reconciliado con sus demonios.
Ya en la entrevista con JannWenner para Rolling Stone, en diciembre de 1970, había dejado claro que no lo iban a callar. Su antibelicismo fue uno de los más efectivos que se recuerdan, a nivel de una personalidad. Le hubieran dado el Nobel de la Paz a no ser por su insistente guerrilla mental.
Sin miedo a reinas, presidentes ni generales, al escándalo o la policía, su persona pública buscaba una revolución interna permanente. Jugó al blues, al rocanrrol puro y al arriesgado experimento musical de Frank Zappa, siendo el único Beatle que escuchó a Stockhausen.
Por atreverse, vivía en peligro. Su final, el 8 de diciembre de 1981, fue una última lección, típica de él, dura y al plexo solar. Por eso, John Lennon no se olvida.