500 años: Cortés, el hombre

Por Francisco Ortiz Pinchetti

— Me despedí de José Fuentes Mares en la puerta de su casa de campo, en el parque nacional de Majalca, a unos 50 kilómetros al norte de la ciudad de Chihuahua. Estaba a punto de caer la tarde y apenas soplaba un vientecillo frío. Empezaba el otoño de 1985, primeros días de octubre, y había viajado hasta ese hermoso paraje poblado de pinos como enviado del semanario Proceso para entrevistar al escritor, filósofo, historiador y periodista chihuahuense. La charla se prolongó durante cinco, seis horas, gratísimas. Al final, se refirió a detalle y con entusiasmo a una de sus personajes históricos favoritos: Hernán Cortés.

Fuentes Mares, que entonces tenía 67 años de edad, me pidió aguardar un minuto antes de irme y volvió al interior de su cabaña de madera. Regresó con un libro entre las manos, que parecía acariciar con devoción. “Tome”, me dijo impositivo. “Espero que le guste”. Era uno de los 750 ejemplares especiales, numerados a mano por el propio autor, de la primera edición de su obra número 26: Cortés, el hombre. Estaba impresa en papel acremado y encuadernada en piel. (Ed. Grijalbo, 1981).

Devoré el libro apenas regresé a México. Me pareció una crónica fascinante sobre la vida del conquistador extremeño, que por supuesto conservo hasta la fecha. Es un texto ameno y revelador, hermoso diría, que su autor alimentó en diversas fuentes históricas, como la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo; el Códice Florentino, las Cartas de Relación del propio Cortés y el Manuscrito Anónimo de Tlatelolco, entre muchas otras. Es el retrato de pronto descarnado del ser humano que después de acometer al destino y desafiar peligros mil culminó su tarea justamente en un día como hoy, el martes 13 de agosto de 1521, hace 500 años, con la caída de México-Tenochtitlan y la captura del tlatoani Cuauhtémoc.

Tras hacer referencia a la sepultura de Cortés en la iglesia del Hospital de Jesús, en la capital mexicana, donde reposan sus restos desde hace 227 años luego de un prolongado y penoso peregrinar, describe al conquistador como un gran rezador, oidor de misas, tan adicto a las mujeres que algunos lo tuvieron más por gentil que por cristiano; letrado en latines y algo poeta, hacedor de coplas en prosa y verso, de linaje hidalgo, limpio de sangre aunque pobretón y pueblerino, membrudo, bien proporcionado, de regular estatura, barba y cabellos prietos, ralos y lacios, ancho pecho y espaldas poderosas, cenceño y de poca barriga, si bien algo patizambo; prohibir de naipes y dados y él mismo proclive a jugarlos; amante de la siesta, tanto que al no dormirla “se le revolvía el estómago”; algo ceniciento el cutis, de no muy alegre cara, pese al “amoroso mirar” de sus grandes ojos pardos… 

También lo considera un tipo de muchas caras, porfiado, seguro de contar con Dios a su lado, que fue sobre todo un actor excepcional. Simulador fuera de serie, lamentaba saber escribir al firmar sentencias de muerte y lloraba como un niño ante el dolor ajeno. Cuidadoso en el cultivo del amigo, inclemente con el enemigo, percusor continental del soborno. Único en la multiplicidad, múltiple en la unidad de su ambición sin límites, cabe hablar de tantos corteses como las circunstancias aconsejaron. Blanco de mil acechanzas, no hubo trampa india o española donde cayera. Nadie como él combinó perdones y castigos y nadie como él fue objeto de castigos y perdones. Muy pocos jugaron más con las pasiones de los demás y pocos han sido más heridos por las pasiones ajenas. Varón excepcional, de los que nacen para llenar de guerra las almas.

Fuentes Mares dedica un capítulo central de su controvertido libro a los acontecimientos del 13 de agosto en Tlatelolco, que describe prolijamente, con el colofón de la derrota y rendición de Cuauhtémoc. Tomado preso por dos de los capitanes españoles, el Tlatoani es llevado por el lago en un bergantín, a petición suya, a la presencia de Cortes y que en cuanto se vio delante de él le hizo mucho acato. Y Cortés con alegría le abrazó y le mostró mucho amor a él y a sus capitanes. Entonces Guatemuz dijo a Cortés: “Señor Malinche: ya he hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y vasallos, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en la cinta y mátame luego con él”. Y esto cuando lo decía lloraba con muchas lágrimas y sollozos, y también lloraban otros grandes señores que traía consigo. Cortés le respondió “muy amorosamente” y reconoció su gran valor. Le pidió descansar su corazón y le aseguró “que él mandaría a México y a sus provincias como antes y Guatemuz y sus capitanes dijeron que lo tenían por merced”.

Y enseguida, con una prosa deliciosa, hace esta reflexión final:

De ese modo terminó la agonía de México-Tenochtitlan y con ella una de las grandes hazañas de la historia. Que el gran téul no tomara la palabra al último Tlacatecutli y le apuñalara con su cuchillo, carece de significación, puesto que en el estrado aparejado con petates, mantas y asentaderos, morían al mismo tiempo el mancebo Cuauhtémoc y el joven Cortés. No uno, el de López Velarde, sino dos héroes a la altura del arte. Prolongar su existencia dejaría alguna sombra en la doble y prodigiosa experiencia vital. Hernán Cortés y Cuauhtémoc murieron ese martes 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito. 

Por supuesto que el historiador chihuahuense, que fallecería el 8 de abril de 1986 –menos de un año después de nuestra entrevista en Majalca– no es ajeno a la polémica de la que durante siglos ha sido motivo la figura de Cortés, la que hoy es denigrada como quizá nunca por el Gobierno de la auto llamada pretenciosamente Cuarta Transformación. Así se refirió a ese debate, hace justamente 40 años:

¿Cabría empequeñecer la gesta y tomar partido para regatear glorias a vencedores o vencidos? No, por supuesto; pero el partido se tomó y se toma y la gloria se asignó y se asigna arbitrariamente. Pocos admitimos que en ese día de San Hipólito el águila encontró a su cazador exacto. A su cazador exacto, no al grotesco homúnculo de mirada imbécil ideado por Diego Rivera para elevar sus bonos ante el Gobierno de México y los turistas yanquis, sus patrocinadores. Que para pintarlo se le facilitaran los muros de Palacio Nacional no sorprende a nadie, pues el Gobierno mexicano es y ha sido primer responsable de que en su amargo subconsciente nuestro pueblo arrastre la certeza de su bastardía. Al cabo de muchos años, la escuela mexicana creo en algunos casos, y en otros fomentó, el “trauma de la Conquista”. Y lo consiguió con tal éxito que hoy, en este país, todos se dicen hijos de héroes indios y españoles cretinos. Pero sobrecoge, eso sí, el inmundo Cortés de Rivera: tan repugnante que seguramente Diego se miró al espejo para pintarlo.

Válgame.

DE LA LIBRE-TA

REAPARICIÓN. No pudo ser más desafortunada la reaparición de la Secretaria de Educación Pública, Delfina Gómez, luego de su misteriosa desaparición de varias semanas. Con el obsesivo respaldo presidencial, la susodicha apareció en la conferencia de prensa matutina de Palacio Nacional para conformar y exponer directrices para el “inminente” regreso a clases, que llueva, truene o relampaguee tendrá que ocurrir el próximo 30 de agosto. Sólo que lo hizo justo al día siguiente de que la Secretaría de Salud reconoció 22 mil 711 nuevos contagios por COVID-19 en un día, que para ese día era la cifra más alta desde el inicio de la pandemia. Qué tino.

@fopinchetti 

Francisco Ortiz Pinchetti fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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